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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (73 page)

BOOK: Aníbal
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Asdrúbal se pasó la mano lentamente por la cabeza y volvió a dejarla caer.

—¿Creía? ¿Qué significa creer? Yo sabía, todos nosotros, Magón, Maharbal, Hannón y todos los otros sabíamos que era imposible. Que esta noche estaríamos muertos. —Se encogió de hombros—. Pero él dijo que podíamos hacerlo. Y en ese momento todos supimos que venceríamos. Sabíamos las dos cosas, que era posible y que no lo era.

Antígono se arrodilló y tiró del fajín púrpura. Oro sobre lino teñido; la tela yacía cubriendo unos cojines; cascadas de monedas, limitadas por lingotes y canalizadas por pliegues, se derramaron sobre el suelo de la tienda de Aníbal. En lo alto de la tienda, el Melkart sentado veía todo desde su trono. Algunos de los hombres de Asdrúbal entraban y salían trayendo piezas muy particulares del botín —estandartes de las legiones, monedas romanas, magníficas armaduras de oficiales. Dos cercos paralelos construidos con lanzas y estandartes romanos se extendían desde el centro del campamento hasta la tienda. El espacio que quedaba entre ambos estaba cubierto por togas de senadores caídos que habían llevado esta prenda debajo de la armadura; por espadas y vainas; por adornadas riendas de caballos romanos.

—Pero, ¿cómo es posible… saber las dos cosas al mismo tiempo y sin embargo actuar?

Asdrúbal le puso la mano sobre la espalda.

—Déjalo estar; ya has tirado bastante de esa tela, amigo. ¿Cómo es posible? No lo sé. Sólo sé que con él todo es posible. Si él dijera: marcharemos por este desierto, yo conozco pozos, pero nosotros supiéramos que allí no existe ningún pozo, iríamos con él, pues sabríamos que él encontraría pozos.

Antígono se puso de pie y observó al canoso púnico, el duro y experimentado oficial y encargado de la ordenación del campamento, el maestro del abastecimiento, que no creía en nada ni en ningún dios.

—¿Y si Aníbal dijera: conozco el camino al Olimpo y quiero arrebatarle los rayos a Zeus?

Asdrúbal se desconcertó un tanto; después sonrió.

—Ay, tus dioses helenos. Si. Tanto da si se trata de Zeus, Baal o Melkart, yo iría con él. Sé que Zeus no existe, pero también sé que Aníbal encontraría los rayos.

Aníbal había estado con los heridos; ahora, según dijo un púnico, se encontraba cabalgando alrededor de los campamentos romanos y deliberando con Bonqart y Bityas, quienes estaban a cargo del cerco. Antígono echaba de menos a Memnón, pero se dijo que después de la batalla su hijo tendría cosas más importantes que hacer que aparecer en la tienda del estratega para celebrar la victoria.

Los otros oficiales habían ido llegando poco a poco, lo mismo que los representantes de los Treinta Ancianos del Consejo de Kart-Hadtha. Todos estaban alrededor de la tienda, frente a la entrada del triunfal paseo formado por los estandartes romanos. Muchos de ellos tenían heridas leves; todos estaban cansados; la mayoría bebía de pie de cualquier recipiente que le llegara a las manos. Esclavos traían jarras. El denso aroma del asado hacia la noche aún más profunda y cerrada, cubriendo el olor a sudor, sangre, polvo y los vahos de los caballos, sobre los cuales algunos habían pasado todo el día.

Después llegó Aníbal, cubierto por una costra de polvo y salpicaduras de sangre. Y entonces ocurrió algo que más tarde nadie pudo explicar, pues no había sido preparado, simplemente ocurrió.

Myrkam y Barmorkar, ambos ricos y viejos, dos de las treinta cabezas de la Gerusia, de los Ancianos del Consejo de Kart-Hadtha, dos ancianos canosos y duros que habían afrontado y superado la marcha a través de los Alpes y de los pantanos, ambos asesores y superiores del estratega, dos de los hombres más poderosos de la Oikumene. Myrkam y Barmorkar, vestidos con túnicas blancas inmaculadas, con un sinfín de anillos en los dedos, se arrodillaron a la entrada del paseo triunfal y se inclinaron hacia delante hasta que sus vientres tocaron el suelo, con las palmas de las manos estiradas hacia arriba. Levantaron la cabeza tanto como se los permitió la incómoda y humillante postura. Myrkam, enronquecido, dijo en el antiquísimo y ya apenas comprensible fenicio utilizado en el templo:

—Salud, señor; gracia de Baal; el más grande de todos los mortales…

Por todas partes había guardas con antorchas; las hogueras ardían por los alrededores. Brillantes escudos romanos, amontonados a derecha e izquierda del camino de estandartes y apoyados sobre las lanzas y símbolos romanos hacían la luz aún más intensa. Los rostros podían verse con claridad; pero a pesar de estar viendo aquello, Antígono no podía creerlo.

El heleno retrocedió medio paso y vio. Vio cómo el libiofenicio Muttines se dejaba caer con la expresión de un sumo sacerdote que se humilla ante la imagen de su dios; vio arder una hoguera que no era más que un reflejo en el rostro de Asdrúbal el Cano, que se arrojó al suelo, junto a Myrkam; vio resplandor, admiración, respeto e incredulidad en los rasgos de Magón; vio a todos caer de rodillas y echarse al suelo con los brazos extendidos, a todos los hijos de las familias ilustres de Kart-Hadtha, a los experimentados oficiales que habían vencido a íberos y uolcos, que habían superado los Alpes y los pantanos etruscos, habían hecho cenizas la invencibilidad de Roma, habían derrotado a las legiones a orillas de Ticinus, de Trebia, del lago Trasimeno, y ahora en Cannae: Itúbal, Mutumbail, Byryqt, Boshmún, Arish, Adérbal, Bolmílcar, Budún, Cartalón, Atbal, Giscón, Gylimat, Himilcón, Maharbal, Hannón, Mutún. Todos, incluso Sosilos y los dos semihelenos Epicides e Hipócrates, incluso Aníbal Monómaco.

El estratega se quedó perplejo un momento; el yelmo, de borde ligeramente curvado hacia delante, no dejaba ver sus facciones. Antígono luchó contra el impulso, la necesidad de caer a tierra como los otros; pero cruzó los brazos y permaneció de pie.

Lentamente, casi deslizándose, Aníbal llegó al comienzo del paseo de estandartes; sin rozar los brazos y manos y extendidos hacia adelante. Cuando estuvo entre las primeras lanzas y estandartes se detuvo, se dio la vuelta, desenvainó la espada y la levantó sobre los oficiales postrados. El arma britana estaba cubierta de sangre derramada.

—Kart-Hadtha. —La voz de Aníbal sonó serena, desapasionada, controlada. Con la punta de la espada tocó a Myrkam y a Barmorkar, y después a Asdrúbal y Muttines—. Levantaos, padres de la ciudad. Levantaos, hermanos en la victoria.

—Volvió a envainar la espada.

Todos se levantaron, lentamente. Antígono, en la penumbra y fuera del camino de estandartes, expulsó el aire retenido en los pulmones, dejó caer los brazos y dijo a media voz:

—¡Ojo rojo de Melkart! Bienvenido, estratega.

Aníbal se dio la vuelta y miró fijamente al heleno, casi asustado; luego se empujó el yelmo hacia atrás, dio tres o cuatro pasos y abrazó a Antígono.

—Tigo, ¿tú aquí? ¿Has…?

Antígono soltó una suave risita.

—He visto tu triunfo, estratega, y también la increíble victoria. Pero no me he arrodillado, muchacho.

Aníbal retrocedió un paso. Hizo un guiño.

—Entonces puedo estar tranquilo.

—Dame a todos los jinetes, señor, ¡a todos! —dijo Maharbal de repente. Estaban sentados, bebiendo y comiendo, alrededor de una enorme hoguera encendida, frente al camino de estandartes; era una noche cálida.

—¿Para qué, amigo?

—Roma. —Maharbal señaló algo en la oscuridad, más o menos hacia el noroeste—. Dentro de cuatro días puedes estar comiendo en el Capitolio, Aníbal.

Se hizo silencio; sólo se oía el crepitar del fuego y el sordo murmullo de la animada noche de la llanura. Contadas palabras sobre la victoria, que todavía no habían asimilado, y ni una sola sobre el futuro, hasta ahora.

—¿En el Capitolio, Maharbal?

—En Roma, señor. Dame a los jinetes, y cuando llegues, la mesa estará servida. Aníbal clavó la mirada un momento en el fuego; luego levantó el vaso.

—Este trago va por vuestra victoria, amigos y hermanos —dijo sereno—. Pero no podemos tomar Roma, Maharbal.

El jefe de jinetes, sentado con la espalda muy recta, se desplomó. Sacudió la cabeza.

—¿Victoria? —dijo; su voz sonó casi amarga—. Vencer, eso es algo que sabes hacer, Aníbal, pero, sacar partido de la victoria…

Sosilos se levantó de un salto, caminó hasta detrás de Maharbal, le puso una mano sobre la cabeza.

—Tiene razón, estratega. ¡Nunca ha habido una oportunidad como ésta! —El cronista extendió los brazos hacia el cielo y gritó las siguientes frases—. Cuando los celtas arremetieron contra Roma, después de la batalla de Alia, ¡todavía existía el ejército romano! ¡Cuando Pirro vencía a Roma, las legiones podían retirarse y volver a formar después de la batalla! ¡Pero ahora no hay ni un solo ejército romano en toda Italia! ¡El cónsul Cayo Terencio ha huido, el cónsul Lucio Emilio está muerto! Gneo Servilio Gemino, Marco Minucio Rufo, los comandantes del año pasado, ¡están muertos, Aníbal! ¡Ocho legiones aniquiladas, más otras ocho de aliados! ¡Nunca ha habido una victoria como ésta! ¿Por qué, señor, estratega, amigo, Aníbal, favorito de los dioses, en los que no crees, y príncipe de todos los estrategas…?, ¿por qué no quieres oír a Maharbal?

—Porque lo que dice Maharbal es una insensatez —dijo Antígono en voz alta.

Los púnicos y semihelenos lo miraron fijamente; Sosilos levantó los brazos.

—Tigo se expresa con un poco de dureza, pero tiene razón. —Aníbal observó los rostros petrificados—. Las murallas de Roma son altas y sólidas, ¿cómo podíamos tomarlas por asalto sin torres, sin catapultas, sin arietes, sin todo lo que hace falta para sitiar una ciudad? ¿Creéis que nos abrirán las puertas cuando lleguemos? Los alrededores de Roma están densamente poblados: diez mil localidades, cien mil casas, una espada en cada casa, cien hombres dispuestos a luchar en cada localidad. ¿Creéis que nos dejarán dormir siquiera una noche, sin cortarnos la garganta? Los graneros de Roma están llenos, y el Tiberus cruza la ciudad, ¿creéis que incendiarán su comida y envenenarán su río para conocer por fin lo que son el hambre y la sed? Y aunque, aunque marcháramos hacia Roma, los cercáramos, la sitiáramos. ¿Qué creéis que harían los romanos? Aunque dispusiéramos de todas las máquinas de asedio del mundo, necesitaríamos seis, siete, ocho meses para derrumbar las murallas y entrar en la ciudad. En ese tiempo, amigos, las flotas romanas traerían de regreso a las tropas de Iberia y Sicilia, y los aliados latinos de Roma formarían nuevas legiones. Entonces seriamos nosotros los que estaríamos cercados, atrapados entre las murallas de la ciudad y las paredes de los campamentos de legionarios. Hoy hemos conseguido una gran victoria; pero nos ha costado muchos hombres, y otros muchos están heridos. Quizá después de esta noche nos queden veinticinco mil soldados capaces de ponerse en marcha mañana por la mañana. Si tuviéramos cuatro veces esa cantidad, para cerrar carreteras, dejar guarniciones en ciudades, defender puertos, poner cerco a Roma, y todavía nos quedaran hombres que pudieran recorrer el país y abastecernos de alimentos: entonces, amigos, no estaríamos sentados aquí. Hubiéramos partido nada más terminada la batalla.

Más tarde, cuando ya sólo Muttines y Asdrúbal estaban con ellos, el heleno preguntó a Aníbal por los detalles y cálculos del estratega, por otras posibilidades y formaciones en las que se hubiera podido desarrollar la todavía increíble batalla.

—¿Qué habría pasado si los romanos hubieran formado en la orilla izquierda?

—No podían hacerlo. —Aníbal sonrió a Asdrúbal—. Nos ocupamos de eso al trasladar el campamento; en parte fue idea de Asdrúbal. Al norte empiezan las colinas; junto al río están los campamentos, muy cerca el uno del otro, no había espacio para una batalla. Así que cuando nosotros pasamos a la orilla derecha, a ellos no les quedó más remedio que formar allí.

—Pero, ¿para qué eso de convertir a los catafractas en soldados de a pie? Sé que fue una buena idea, pues dio resultado, pero, ¿cómo podías estar seguro?

—Era un cebo. —Aníbal yació su vaso y se estiró—. Un cebo para el miedo que sienten los romanos hacia nuestra caballería. A nada temen más que a una llanura amplia en la que nuestros jinetes puedan actuar a placer. Cuando emplazamos a los catafractas entre el río y los soldados de a pie, casi encerrados, cometimos un error; eso pensaron los romanos. Y por eso se dieron tanta prisa en formar. Para que no pudiéramos reparar el error.

Antígono caviló un momento, finalmente dijo:

—De todas maneras, estratega. Hubieran podido formar, pero no en esa larga columna escalonada, sino en una falange del doble de ancho, que de todas maneras hubiera sido bastante larga.

Aníbal alargó el vaso hacia Muttines; el libiofenicio volvió a llenarlo.

—¿Un cerco romano? En ese caso hubiera distribuido a los celtas en el centro, hubiera enviado a los soldados ligeros contra la caballería romana y Asdrúbal hubiera roto el frente romano por el centro. Los hubiéramos dividido en dos grupos. No olvides que la caballería romana está atrapada junto al río y se hubiera ahogado en la masa de sus propios legionarios. La batalla hubiera sido más difícil y sangrienta, pero los romanos no podían vencer. A pesar de su superioridad. —Tras una breve pausa, añadió—: Sólo tenían dos posibilidades de victoria, o en realidad sólo una; y una de no perder.

—¿O sea…?

—La victoria, si hubieran formado en pequeñas unidades móviles. Pero no eran capaces de hacer eso. Y no ser derrotados, si se quedaban en el campamento. Pero habían pasado los últimos días demasiado excitados como para hacer eso.

Al día siguiente se rindieron los dos campamentos romanos; sus accesos al Aufido habían sido bloqueados y ya no tenían agua. Poco a poco se empezaron a percibir con mayor claridad las dimensiones de lo ocurrido el día anterior. Casi quince mil romanos y aliados habían sido tomados prisioneros, una cantidad similar había huido en pequeños grupos dispersos por la región. Más de cincuenta mil caídos cubrían el campo de batalla, entre ellos, además de numerosos caudillos de los aliados de Roma, se encontraban también un cónsul, varios cónsules y tribunos de años anteriores, los dos cuestores de ese año, veintinueve tribunos militares, algunos pretores y ediles de ese y otros años, ochenta senadores.

De los celtas, que habían hecho frente al avance de la falange, prácticamente ninguno había salido ileso; cuatro mil habían muerto. Además de alrededor de mil quinientos íberos y libios, y doscientos jinetes. El número de heridos que podrían reponerse rondaba en torno a los siete mil; según opinión de los médicos, otros mil, sobre todo celtas, morirían a causa de las heridas. El cálculo hecho por Aníbal la noche anterior era casi exacto; de los aproximadamente treinta y tres mil supervivientes, apenas veinticinco mil estaban en condiciones de emprender una marcha hacia Roma.

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