Anoche salí de la tumba (8 page)

Read Anoche salí de la tumba Online

Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Anoche salí de la tumba
5.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jason se inclinó, descargando un bofetón sobre la mejilla de la enfermera. Ella se dispuso a replicar, con sus uñas bien afiladas. La contuvo vivamente Devlin:

—¡Beverly, quieta! —farfulló—. No quiero jaleos. Que el señor Strange decida. Tiene dos caminos a seguir. Por cierto, sobre este camino… me parece Whitechapel. Y eso de allá el río… No pretenderá decirme que vive por aquí un caballero como usted, ¿eh?

—No sea imbécil, Devlin —masculló Jason, furioso—. ¿Cree que iba a llevarle a mi casa particular? Su aspecto no es el más adecuado para pasar como un amigo de Bruce Strange. Ahora no soy un pueblerino casado con una dama rica, de Dover, sino un caballero londinense de la mejor sociedad. Jason Shelley ha muerto. Y Bruce Strange ha de manejar ciertos asuntos con pies de plomo. Si quiere dinero, va a tenerlo. Ahora. Esta misma noche, Devlin.

—¿De…, de veras? —los ojos del médico brillaron, codiciosos—. Te lo dije, Beverly. El señor Shelley es muy generoso.

—No sé lo que tengo disponible en metálico, pero no serán más de quinientas o seiscientas guineas, Devlin.

—Poca cosa es… Necesitará más para comprar nuestro silencio, amigo.

—Conforme. Mañana podrán volver aquí, a la casa que poseo ahora para mis negocios… digamos turbios. Y recibirán más dinero. Ahora, sólo podré darle lo que tengo. Tómelo o déjelo, Devlin.

—Sí, sí. Lo tomaremos —se apresuró a afirmar Devlin—. El sitio me importa muy poco, si hay dinero en efectivo: Volveremos mañana, o cuando usted diga, no se preocupe. Su amigo Devlin es comprensivo.

—No siga hablando así. Cada vez que se titula amigo mío, me da náuseas —silabeó Strange, iracundo.

Devlin se mordió el labio inferior y no dijo nada. El carruaje se detuvo. La voz del cochero sonó en el exterior, a través de la ventanilla de arriba:

—Hemos llegado, señor…

—Bien, Skelton —habló Strange—. Es todo, gracias. Puede esperar aquí. Yo terminaré en seguida con estos señores.

—Sí, señor. No me moveré.

Bajó del carruaje. También Devlin. Y la opulenta doncella. Se quedaron mirando el tétrico lugar, junto a las aguas negras y brumosas del Támesis. El aire era fétido, y el paraje tan solitario y triste como un cementerio.

—¿Ese caserón? —señaló Devlin la mancha negra y sólida del edificio alargado—. Parece una barraca, Strange.

—Fue una barraca —afirmó el caballero fríamente—. Ahora me sirve de punto de reunión con gente como ustedes. Vamos adentro, si quieren ese dinero. Mi tiempo no me sobra.

—Está bien, no se impaciente. En cuanto nos pague esa suma a cuenta, no le molestaremos más… por hoy —rió entre dientes el médico.

Strange hizo girar una llave en la cerradura. Apartó un cerrojo. Empujó la puerta, rechinante. Entró, accionando un graduador. Prendió un mechero de gas. Una luz lechosa se extendió por el local. Cerró, tras haber entrado allí Devlin y la enfermera.

—Diablo… —jadeó ella—. ¿Dónde estamos? ¿Qué son esas figuras?

—Muñecos —dijo secamente Strange—. No hacen nada. Sólo se mueven si se echa una moneda en la ranura correspondiente.

—Eh, esto parece una atracción de feria —rió Devlin, nervioso.

—Es una atracción de feria. Pero eso no les importa. Vamos ya.

Avanzaron hacia el interior. Strange prendió otra luz de gas, de pantalla rojiza. La claridad infernal dio tintes sangrientos a la llamada cámara de horrores. La Borgia, Ana Bolena, el verdugo… Todo cobró una espantosa y a la vez triste dimensión. La exuberante Beverly se encogió, cubriendo incluso su torso, como si sus formas pudieran ser una tentación para el hacha del verdugo.

—Es un lugar horrible —dijo ella.

—Digno de gentuza como vosotros —silabeó Strange. Se detuvo junto al verdugo. Un leve empujón a la barandilla donde se abría la ranura para la moneda, hizo que repentinamente las figuras se pusieran en funcionamiento entre chirridos de mal engrasadas articulaciones.

Beverly emitió un chillido, angustiada. Se apartó. Strange rió entre dientes, despectivo. La mirada de Devlin a los muñecos era inquieta, vacilante.

—Está todo tan viejo, que ni moneda necesitan para moverse —comentó Strange—. Todo anda mal aquí. Pronto voy a hacerlo derribar. Este lugar me da náuseas.

Se inclinó tras las figuras. Buscó algo en un mueble. Reapareció con una caja oscura, metálica, del tamaño del un joyero. La tendió fríamente a Devlin.

—¿Es… el dinero? —jadeó el médico, tembloroso de codicia.

—Claro. Cuéntelo, a ver lo que hay. Y fijaremos la segunda y última cantidad a percibir. No pierda tiempo. Ya le dije que tengo prisa.

—Ven, Beverly… —susurró el viejo médico indigno—. Contemos.

Ella, tan ávida de dinero como él, se inclinó, asintiendo. Abrieron la caja metálica. Había billetes de diferente valor, amontonados allí. Empezaron a contarlo, de espaldas a Strange.

Este estaba parado junto al cadalso de Ana Bolena.

Estiró despacio el brazo. Tomó el hacha de largo mango y afilada hoja. La quitó de los dedos del verdugo. La enarboló con lentitud.

Luego, de repente, avanzó unos pasos hacia Devlin y la enfermera Maddern. Alzó el hacha con ambas manos… Beverly fue quien le vio. Desorbitó sus ojos, aullando. Soltó los billetes.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Doctor, mire eso! ¡No, Jason, no…!

Strange, antes Jason Shelley, descargó la siniestra herramienta sobre el doctor y su enfermera repetidas veces.

* * *

Skelton Burns cojeaba pronunciadamente, arrastrando una pierna rígida. También tenía un ojo vaciado, y en su lugar brillaba el vidrio redondo e inexpresivo de un ojo artificial. Era un hombre enjuto, huesudo, pálido, desagradable y vestido enteramente de negro, con guantes ciñendo sus manos de largos y huesudos dedos.

Pero Skelton Burns era silencioso, eficiente y leal. No preguntaba nunca el por qué de las cosas. Si Bruce Strange, su amo, le ordenaba matar, mataba. Si le ordenaba callar, su boca no se despegaba en absoluto.

Esta vez, no fue ninguna excepción.

—Ya está todo hecho, señor —dijo lentamente.

—Bien… —Jason miró en torno, complacido. Respiró hondo—. Bien, Skelton. Ni rastro de sangre… Los cuerpos mutilados, al fondo del río, por esa trampa que hay atrás de este barracón, justo sobre las aguas. ¿Llevaban suficiente lastre?

—El necesario para no salir a la superficie en mucho tiempo. Cuando lo hagan, será lejos de aquí. Y no los reconocería ni su propio padre —sonrió siniestramente Skelton, centelleándole el ojo de vidrio con la roja luz de la sala demoníaca.

—Eso, lo creo. ¿En cuanto a las cabezas…?

—Esa ha sido una buena idea —afirmó, señalando el cesto del verdugo en el cadalso. Rió burlón el servidor de Strange—. Usted tuvo una idea brillante, señor. Cabezas de verdad para la atracción de Ana Bolena. Un leve baño de cera… y las caras de ese Devlin y su enfermera debajo. Si este negocio se explotara, nadie imaginaría lo real, lo tremendamente real que es ahora esa atracción…

—Está bien. Vamos ya —miró impaciente en derredor—. Mañana hay mucho por hacer. Y hoy debo descansar. Ese maldito doctor alteró mis nervios… En marcha, Skelton. A casa.

—Como usted ordene, señor.

Capítulo VIII

Los ojos fríos y serenos del desconocido se clavaron en ella.

—¿Señorita Reed? ¿Hazel Reed?

—Sí, yo soy —le contempló pensativa—. ¿Qué es lo que desea de mí?

—No estoy muy seguro de ello —sonrió él, inclinándose cortés—. Ante todo, felicitarla por su magnífica interpretación de esta noche. Me ha cautivado usted en escena, créame. Tanto por su belleza, como por su calidad de actriz.

—Es muy amable de su parte —arrugó deliciosamente el ceño ella—. ¿Solamente para felicitarme ha subido a mi camerino, señor?

—Para eso, y para saber si es cierto que va usted a casarse con un caballero muy conocido en la buena sociedad londinense. Me refiero a Bruce Strange.

—Los periódicos ya publican la noticia, señor —sonrió Hazel dulcemente—. De modo que no creo que necesite usted hablar conmigo personalmente, para…, para algo así.

—Debe perdonarme. Puedo parecerle un poco curioso, pero… —el visitante había extraído de su bolsillo un colgante de plata, que hacía oscilar mecánica, distraídamente, entre sus dedos, frente a la mirada curiosa de Hazel, que se fijó en el objeto aun sin querer.

—Pero ¿qué, señor? —replicó ella—. ¿Tiene su curiosidad alguna justificación?

—Me temo que la más tonta y vulgar de todas, a juicio suyo. Es una impertinencia, señorita Reed, pero siento que usted me atrae. No me gusta que esté prometida a Strange.

—Lo lamento —cortó ella, fría. Él seguía jugueteando con el colgante—. Si no tiene más que decirme…

—No, nada más. Sólo que parece usted cansada. Cansada… Cansada… ¿Por qué no descansa, señorita Reed? ¿Por qué no cierra sus ojos… y reposa?

Hazel Reed miraba fijamente el colgante, las oscilaciones de la luz de gas en él… Dócilmente, cerró los ojos, muy lentamente, en tanto él repetía sus palabras pausada, rítmicamente.

Por fin, supo que la tenía completamente sumida en el trance hipnótico. Se inclinó hacia ella. Preguntó en un murmullo:

—¿Me escucha bien, Hazel?

—Sí —musitó ella, impasible—. Le escucho bien.

—¿Va a hacer todo cuanto yo diga, Hazel?

—Haré todo cuanto usted diga.

—Bien… —la contempló satisfecho. Miró en torno, al camerino. Cerró la puerta con el pestillo, y regresó lentamente hasta ella—. Soy su amigo. Yo soy su amigo, Hazel.

—Sí. Usted es mi amigo…

—Quiero librarla de peligros. Librarla de un malvado.

—Quiere librarme de peligros. Y de un malvado. Sí, le escucho.

—Quiero que me responda sinceramente, Hazel. ¿Cuánto hace que conoce a Bruce Strange?

—Hace… meses. Ocho meses. Me cortejó. Es correcto, elegante, obsequioso. Se hizo muy amigo de papá.

—¿Se enamoró usted de él?

—No. Me parecía agradable, culto, simpático, cautivador… Tal vez me enamoré luego.

—¿Está segura de eso?

—No, no estoy segura. No sé si le amo. Pero me atrae. Me cautiva.

—Sí. Strange es seductor. Gusta a las mujeres. Debe estar segura de lo que siente por él, Hazel. ¿Nunca le ha hablado él de su pasado, de dónde vino, lo que hizo?

—No, nunca. No se lo he preguntado.

—No se lo pregunte. Pero no se fíe de él. ¿Me entiende?

—Sí. No me fiaré de él.

—No se lo demuestre, pero… dude. Ese hombre puede ser peligroso para usted. Puede desear incluso… su muerte, Hazel. ¿Recordará esto?

—Sí, lo recordaré.

—Está bien. Recuerde también que yo soy su amigo. Mi nombre es Roger. Roger Hastings. Confíe en mí. Recurra a mí, si se ve en peligro. ¿Lo hará?

—Lo haré, sí.

—Es todo, Hazel. Repose. Descanse. Dentro de unos segundos abra los ojos. Retenga todo eso. Pero olvide que yo se lo aconsejé —volvió a abrir la puerta—. Ya…

Hazel suspiró. Pestañeó. A los cinco o seis segundos, miraba fijamente a Hastings, que sonreía cortés.

—¿Qué me sucedió? —musitó ella—. ¿Me he dormido acaso?

—Cielos, no —sonrió Roger—. Se quedó abstraída un momento, como pensando en algo. Eso ha sido todo. Creo que debe perdonarme. Tiene usted muchas cosas en qué pensar, para preocuparse de un admirador más que desearía seguirla viendo soltera, señorita Reed. Buenas noches, y disculpe.

Fue hacia la puerta. Ya en ella, Hazel le hizo una pregunta:

—Un momento… ¿Cuál es su nombre, señor?

—Hastings —suspiró él—. Roger Hastings.

—Bien, señor Hastings. Buenas noches —le dirigió una suave sonrisa—. Y no estoy molesta con usted, puede creerlo. En absoluto.

Él la miró, risueño. Inclinó la cabeza.

—Gracias —murmuró. Y abandonó el camerino.

Avanzó por el corredor de camerinos del Royal. Descendió la escalera hacia la salida del escenario. Al abrir la puerta, se quedó parado en seco. Ante él, un hombre alto se disponía a entrar, con un bello ramo de
fiord
. Un caballero de barbita recortada, traje gris y ojos helados.

Ambos hombres se midieron con ojos glaciales, inexpresivos. Parecían dominar sus respectivas reacciones, sus sentimientos interiores.

—Perdón —sonrió Hastings—. ¿Nos conocemos acaso, señor?

—No —negó fríamente Bruce Strange—. En absoluto señor. ¿Me permite pasar?

—Claro. Pase —se hizo a un lado. El otro siguió hacia el escenario, con sus flores. Hastings, con tono cortante, afilado, fingió recordar entonces. Y descargó su golpe sobre el caballero de las flores—: Juraría que le vi una vez… en un cementerio, señor.

Strange fingió no oírle. Siguió con su paso firme, dándole la espalda. Roger sonrió, cáustico. Y abandonó el teatro, hundiéndose en la fría niebla.

Strange subía las escaleras hacia los camerinos. Estaba ahora bastante pálido. Su mano tenía un leve temblor, igual que sus ojos glaciales.

—Roger Hastings en Londres… y aquí —silabeó—. No puede ser casual. Algo busca. Me ha recordado en seguida. Sabe que soy el hombre que vio en el calesín, el día del funeral. ¿Sabrá o sospechará quizá algo más?

Meneó la cabeza, y continuó para sí, remachando sus pensamientos:

—Tendré que encargar a Skelton que se ocupe de él… de una vez por todas.

* * *

—¿No será peligroso el juego, señor?

—Claro que lo es, Rahma —suspiró Hastings, paseando por la habitación. Miró de reojo a su fiel servidor hindú. Bajo el turbante de seda blanca, la piel de Rahma parecía bronce vivo. Los ojos eran dos cuentas de azabache centelleante—. Pero quiero llegar al fondo de todo esto. Sea el que sea. Sabes que lo he decidido así.

—Sí, señor, pero me pregunto cuál será ese fondo.

—Yo también. Cuando lo alcance, podré decírtelo.

Rahma no dijo nada. Paseó por la estancia también.

Ceñudo, se detuvo ante un ventanal asomado a la noche, a la niebla gris. Habló lentamente, abstraído:

—Usted me dijo que sospecha algo horrible. Un crimen, por ejemplo.

—Sí, Rahma. Puede haber más crímenes, si es cierto algo de lo que sospecho. Si Bruce Stranger es Jason Shelley, hubo un complot siniestro del que fue víctima mi prima. Eso significó dinero abundante para Jason y una nueva identidad. Y la impunidad absoluta.

—¿No se atreve a ir a Scotland Yard con todo eso, señor?

—No. Aún no. Hay otra muchacha por medio: una hermosa y rica joven, famosa por su labor teatral y su belleza. Un buen bocado para Jason Shelley, si es él. Quiero llegar a la verdad por sus pasos contados, Rahma, ya te lo dije.

Other books

Dead Frenzy by Victoria Houston
The Girl Before Eve by Hobman, Lisa J
All the Wright Moves by McKenna Jeffries and Aliyah Burke
City Boy by Thompson, Jean
The Danu by Kelly Lucille