—Pensaron que sería más seguro ir allí.
—¿Seguro?
—Llegó la noticia de que todo el mundo que aún estuviera cuerdo, todo el mundo que deseara tomar parte en la reconstrucción de la sociedad, debía reunirse en Amgando. Al parecer la gente está convergiendo allá desde todos lados, miles de ellos. De otras universidades principalmente. Y alguna gente del Gobierno.
—Estupendo. Toda una horda de profesores y políticos pisoteando el parque. Con todo lo demás arruinado, ¿por qué no arruinar también ese último rincón de territorio no estropeado que tenemos?
—Eso no es importante, Beenay. Lo importante es que el parque de Amgando se halla en manos de gente cuerda, es un enclave de civilización en la locura general. Y saben de nosotros, nos han pedido que nos reunamos con ellos. Votamos, y fue dos a uno a favor de ir.
—Dos a uno —dijo Beenay sombríamente—. Aunque tu gente no vio las Estrellas, ¡consiguió chiflarse de todos modos! Imagina abandonar el Refugio para emprender una caminata de quinientos kilómetros, ¿o son ochocientos?, a través del caos absoluto que se está produciendo por todas partes. ¿Por qué no aguardar un mes, o seis meses, o lo que sea? Teníais suficiente comida y agua para resistir aquí todo un año.
—Nosotros dijimos lo mismo —respondió Raissta—. Pero lo que ellos nos dijeron, la gente de Amgando, fue que el momento de ir era ahora. Si aguardábamos algunas semanas, las bandas de locos que merodearan por aquí se habrían unido y organizado ejércitos bajo señores de la guerra locales, y tendríamos que enfrentamos a ellos cuando saliéramos. Y si aguardábamos más de unas pocas semanas, los Apóstoles de la Llama probablemente habrían establecido un nuevo gobierno represivo, con su propia fuerza de Policía y Ejército, y seríamos interceptados en el momento mismo en que saliéramos del Refugio. Es ahora o nunca, dijo la gente de Amgando. Mejor tener que enfrentarse a dispersos bandidos independientes medio locos que a ejércitos organizados. Así que decidimos ir.
—Todo el mundo menos tú.
—Quería esperarte.
Él tomó su mano.
—¿Cómo sabías que vendría?
—Dijiste que lo harías. Tan pronto como terminaras de fotografiar el eclipse. Siempre has mantenido tus promesas, Beenay.
—Sí —dijo Beenay, con un tono de voz remoto. Todavía no se había recobrado del shock de encontrar el Refugio vacío. Había esperado descansar allí, curar su magullado cuerpo, completar el trabajo de restablecer su mente destrozada por las Estrellas. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora, instalarse allí ellos dos solos en aquella bóveda de cemento llena de ecos? ¿O intentar ir ellos también a Amgando? La decisión de marcharse del Refugio tenía una especie de loco sentido, se dijo Beenay: suponiendo que tuviera algún sentido el que todo el mundo se reuniera en Amgando, era probablemente mejor hacer el viaje ahora, mientras el campo se hallaba en aquel alto grado de desorden, que aguardar a que nuevas entidades políticas, ya fueran los Apóstoles o bucaneros regionales privados, ahogaran toda posibilidad de viajes entre distritos, Pero había deseado encontrar sus amigos aquí..., sumergirse en una comunidad de gente con la que estaba familiarizada hasta haberse recobrado del shock de los últimos días. Dijo con voz apagada—: ¿Tienes alguna idea de lo que está ocurriendo ahí fuera, Raissta?
—Recibimos informes por comunicador, hasta que los canales de comunicación dejaron de emitir. Al parecer la ciudad resultó casi completamente destruida por el fuego, y la universidad fue muy dañada también... Es todo cierto, ¿verdad?
Beenay asintió.
—Por todo lo que sé, sí. Escapé del observatorio justo en el momento en que la turba entraba por la fuerza. Athor resultó muerto. Estoy completamente seguro. Todo el equipo fue destruido..., todas nuestras observaciones del eclipse arruinadas...
—Oh, Beenay. Lo lamento tanto.
—Conseguí salir por la parte de atrás. En el momento en que estuve fuera, las Estrellas me golpearon como una tonelada de ladrillos. Como dos toneladas. No puedes imaginar cómo fue, Raissta. Me alegra que no puedas imaginarlo. Estuve completamente fuera de mí durante un par de días, vagando por los bosques. No hay ley. Todo el mundo se halla a sus propios medios. Puede que haya matado a alguien en alguna pelea. Los animales de compañía de la gente corren salvajes, las Estrellas deben de haberlos vuelto locos también..., y son aterradores.
—Beenay, Beenay...
—Todas las casas han ardido. Esta mañana pasé por ese vecindario elegante que hay en la colina justo al sur del bosque, ¿Punta Onos, se llama...?, y la destrucción era increíble. No se veía ni un alma. Coches destrozados, cuerpos en las calles, las casas en ruinas... ¡Dios mío, Raissta, qué noche de locura! ¡Y la locura sigue todavía!
—Tú pareces estar bien —dijo ella—. Impresionado, pero no...
—¿Loco? Pero lo estuve. Desde el momento en que salí fuera bajo las Estrellas hasta que desperté hoy. Luego las cosas empezaron al fin a anudarse de nuevo en mi cabeza. Pero creo que es mucho peor para otra gente. Los que no tienen el menor grado de preparación emocional, los que simplemente alzaron la vista y..., ¡bam!, los soles habían desaparecido, las Estrellas brillaban en su lugar. Como dijo tu tío Sheerin, habrá todo un abanico de respuestas, desde la desorientación a corto plazo hasta la locura total y permanente.
Tranquilamente, Raissta dijo:
—Sheerin estuvo contigo en el observatorio durante el eclipse, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y luego?
—No lo sé. Yo estaba ocupado controlando las fotografías del eclipse. No tengo la menor idea de lo que fue de él. No parecía estar a la vista cuando entró la turba.
—Quizá se deslizó fuera en la confusión —dijo Raissta con una débil sonrisa—. Mi tío es así..., muy rápido con sus pies a veces, cuando hay problemas. No me gustaría que le hubiera ocurrido algo malo.
—Raissta, algo malo le ha ocurrido a todo el mundo. Puede que Athor tuviera la mejor idea: es preferible dejarse arrastrar y que ocurra lo deba ocurrir. De esa forma no tendrás que enfrentarse con la locura y el caos a nivel mundial.
—No debes decir eso, Beenay.
—No. No, no debo. —Se situó detrás de ella y masajeó suavemente sus hombros. Se inclinó hacia delante y le besó suavemente detrás de la oreja—. Raissta, ¿qué vamos a hacer?
—Creo que puedo adivinarlo —dijo ella.
Pese a todo, él se echó a reír.
—Me refiero a luego.
—Ya nos preocuparemos de eso entonces —respondió Raissta.
Theremon nunca había sido un hombre de aire libre. Se consideraba a sí mismo un muchacho urbano de la cabeza a los pies. Hierba, árboles, viento, cielo abierto..., en realidad no le molestaban, pero tampoco le ofrecían ningún atractivo especial. Durante años su vida se había movido dentro de una órbita triangular fija basada en el mundo urbano, que seguía rígidamente un esquema familiar limitado en una esquina por su pequeño apartamento, en otra por la oficina del Crónica, y por el Club de los Seis Soles en la tercera.
Ahora, de pronto, se había convertido en un morador de los bosques.
Lo más extraño era que casi le gustaba.
Lo que los ciudadanos de Ciudad de Saro llamaban "el bosque" era en realidad una franja boscosa de buen tamaño que empezaba justo al sudeste de la propia ciudad y se extendía a lo largo de una veintena de kilómetros o así por la orilla sur del río Seppitano. En su tiempo el bosque había sido mucho más extenso, una enorme selva que ocupaba una gran diagonal que cruzaba la sección media de la provincia hasta casi el mar, pero la mayor parte de él había cedido paso a la agricultura, y mucho de lo que quedaba había sido talado para dejar lugar a barrios suburbanos residenciales, y la universidad había dado otro buen mordisco hacía unos cincuenta años para lo que era el nuevo campus. No deseosa de verse engullida por el desarrollo urbano, la universidad se había movido entonces para conseguir que lo que quedaba fuese declarado parque protegido. Y, puesto que la regla desde hacía muchos años en Ciudad de Saro era que lo que la universidad quería, generalmente lo conseguía, la última franja de la antigua selva fue dejada tranquila.
Allá fue donde Theremon se encontró viviendo ahora.
Los primeros dos días fueron muy malos. Su mente estaba aún medio embrumada por los efectos de ver las Estrellas, y era incapaz de establecer ningún plan coherente. Lo principal era seguir vivo.
La ciudad ardía: había humo por todas partes, el aire era abrasador, desde algunos puntos ventajosos podían incluso verse las llamas danzar en los tejados..., todo tan obvio que no resultaba una buena idea intentar volver allí. En las secuelas del eclipse, una vez el caos dentro de su mente empezó a aclararse un poco, se limitó a seguir andando colina abajo desde el campus hasta que se dio cuenta de que entraba en el bosque.
Muchos otros habían hecho evidentemente lo mismo. Algunos parecían gente universitaria, otros eran probablemente restos de la turba que se había lanzado a asaltar el observatorio la noche del eclipse, y el resto, supuso Theremon, eran suburbanitas arrojados de sus casas cuando se iniciaron los fuegos.
Todos los que veía parecían estar al menos tan trastornados mentalmente como él. Un buen número parecían estar mucho peor..., algunos de ellos completamente fuera de sus cabales, totalmente incapaces de controlarse.
No habían formado ningún tipo de bandas coherentes. Casi todos eran solitarios, que se movían a lo largo de misteriosos senderos privados por el bosque, o bien grupos de dos o tres; la mayor congregación que vio Theremon fue de ocho personas, que por su apariencia y forma de vestir parecían ser todos miembros de una misma familia.
Era horrible encontrarse con los auténticos locos: los ojos vacíos, los labios babeantes, las mandíbulas colgando, las ropas manchadas y hechas jirones. Recorrían los claros del bosque como muertos vivientes, hablando consigo mismos, cantando, dejándose caer ocasionalmente sobre manos y rodillas para arrancar puñados de hierba y masticarlos. Estaban por todas partes. El lugar era como un enorme asilo de locos, pensó Theremon. Probablemente todo el mundo era así.
Los de este tipo, los que se habían visto más afectados por la llegada de las Estrellas, eran generalmente inofensivos, al menos para los demás. Sus mentes estaban demasiado extraviadas para mostrar ningún interés en ser violentos, y su coordinación corporal estaba tan seriamente alterada que la violencia efectiva era de todos modos imposible para ellos.
Pero había otros que no estaban en absoluto tan locos, que a primera vista podían parecer casi normales, y esos planteaban realmente serios problemas.
Ésos, se dio cuenta rápidamente Theremon, encajaban en dos categorías. La primera consistía en gente que no sentía ninguna animosidad hacia nada pero que estaba histéricamente obsesionada por la posibilidad de que la Oscuridad y las Estrellas pudieran volver. Éstos eran los que encendían los fuegos.
Muy probablemente eran gente que había llevado una vida monótona y ordenada antes de la catástrofe: de índole familiar, trabajadora, esos vecinos agradables que tenemos todos. Mientras Onos estuvo en el cielo se mantuvieron perfectamente tranquilos; pero al momento mismo en que el sol primario empezó a hundirse en el Oeste y la tarde fue avanzando, el miedo a la Oscuridad les dominó, y miraron desesperados a su alrededor en busca de algo que quemar. Lo que fuera. Cualquier cosa. Dos o tres de los otros soles podían estar todavía sobre sus cabezas cuando Onos se puso, pero la luz de los soles menores no les pareció suficiente para calmar el ardiente miedo a la Oscuridad que sentía esa gente.
Ésos eran los que habían quemado su propia ciudad a su alrededor. Los que, en su desesperación, habían prendido fuego a libros, papeles, muebles, los techos de las casas. Ahora, empujados al bosque por el holocausto en la ciudad, intentaban quemarlo también. Pero esto resultaba mucho más difícil. El bosque estaba densamente poblado, era lujurioso, su masa de árboles estaba bien provista de una miríada de arroyos que fluían al gran río que discurría por su linde. Reunir ramas verdes e intentar encenderlas no proporcionaba satisfactorias hogueras. En cuanto a la alfombra de madera muerta y hojas secas que cubría el suelo del bosque, estaba empapada por las recientes lluvias. La poca que aún era capaz de arder era hallada rápidamente y utilizada para encender fuegos de campamento, sin producir ningún tipo de conflagración general; y al segundo día las provisiones de este tipo de madera eran ya muy escasas.
Así que la gente incendiaria, impedida como estaba por las condiciones del bosque y por sus propias mentes embotadas por el shock, estaban teniendo muy poco éxito hasta el momento. Pero habían conseguido iniciar un par de fuegos de buen tamaño en el bosque de todos modos, que afortunadamente se consumieron a sí mismos en unas pocas horas porque habían agotado todo el combustible de las inmediaciones. Unos pocos días de clima cálido y seco, sin embargo, y esa gente podría ser capaz de incendiar todo el lugar, como habían hecho ya con Ciudad de Saro.
El segundo grupo de gente no enteramente estable que vagaba por el bosque le pareció a Theremon una amenaza más inmediata. Eran los que habían echado a un lado todos los frenos sociales. Eran los bandidos, los matones, los degolladores, los psicópatas, los maníacos homicidas; los que avanzaban como hojas desenfundadas por los tranquilos senderos del bosque, atacado a quienes les complacía, tomando todo lo que deseaban, matando a cualquiera lo bastante desafortunado como para suscitar su irritación.
Puesto que todo el mundo tenía una cierta expresión velada en sus ojos, algunos simplemente por cansancio, otros por desaliento, y otros por locura, uno nunca podía estar seguro, cuando se encontraba con alguien en el bosque, de su grado de peligrosidad. No había ninguna forma de decir a la primera ojeada si la persona que se te acercaba pertenecía al grupo de los perturbados o locos alucinados, y en consecuencia básicamente inofensivos, o era del tipo lleno de furia letal que atacaba a cualquiera que encontrara, sin ninguna razón detrás de sus acciones.
Así que rápidamente aprendías a ponerte en guardia contra cualquiera que apareciese andando y fanfarroneando por entre los árboles. Cualquier desconocido podía ser una amenaza. Podías estar hablando muy amigablemente con alguien, comparando notas sobre vuestras experiencias desde la tarde del Anochecer, hasta que bruscamente el otro se ofendía ante cualquier observación casual tuya, o decidía que admiraba algún artículo de tus ropas, o quizá simplemente sentía un repentino aborrecimiento hacia tu rostro..., y, con un aullido propio de un animal, se lanzaba contra ti con ciega ferocidad.