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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (13 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Los tres científicos (Riley no conocía sus nombres) habían sido demasiado lentos. El desmoronamiento repentino de la pasarela los había cogido a los tres desprevenidos. Demasiado lentos como para poder agarrarse a algo, todos habían caído al tanque.

Los reflejos de Riley habían sido más rápidos. Cuando había notado que la pasarela cedía bajo sus pies, se había lanzado y había logrado agarrarse a la rejilla de la pasarela.

La niña también había sido rápida.

Tan pronto como el suelo había cedido bajo ella, se había tirado a la pasarela y había comenzado a resbalarse hacia el extremo final.

Sus pies habían sido los primeros en abandonar la pasarela, seguidos de su cintura y luego del pecho. Cuando su cabeza estaba ya a la altura de la barandilla, había logrado agarrarse a la desesperada con una mano.

La barandilla aguantó un segundo, pero, debilitada por la fuerza de la explosión de gas, se había combado y se había dado la vuelta, de forma que ahora pendía boca abajo.

Y allí estaba la niña, sin parar de gritar y sujeta con una mano a una barandilla vuelta del revés que colgaba a quince metros de un tanque infestado de orcas.

—¡No mires abajo! —gritó Riley mientras intentaba llegar a su mano. Ya había visto a las orcas en el tanque y había contemplado cómo una de ellas cogía al soldado francés. No quería que la niña lo viera.

La niña lloraba y sollozaba.

—¡No me dejes caer!

—No te dejaré caer —dijo Riley mientras, tumbado boca abajo, se estiraba todo lo que podía para intentar cogerle la muñeca. A su alrededor, pequeños focos aislados de fuego seguían ardiendo en lo que quedaba de la pasarela.

Su mano estaba a treinta centímetros de la niña cuando vio que los ojos de esta miraban asustados a su alrededor.

—¿Cómo te llamas? —le dijo Riley para intentar distraerla.

—Mi mano está caliente —gimoteó.

Riley echó la vista atrás, al inicio de la barandilla. A unos tres metros y medio a su izquierda, las llamas de un pequeño fuego rozaban el punto donde la barandilla se unía con la pasarela.

—Sé que quema, cielo. Lo sé. Pero sigue sujetándote. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Kirsty.

—Hola, Kirsty. Mi nombre es Buck, pero puedes llamarme Libro como hacen todos los demás.

—¿Por qué te llaman así?

Riley miró de reojo al fuego situado junto a la barandilla.

Aquello no auguraba nada bueno.

Con el calor de la explosión, la pintura negra de la barandilla se había convertido en láminas secas, como de papel. Si el fuego entraba en contacto con esas láminas, toda la barandilla saldría ardiendo.

Riley siguió intentando alcanzar la mano de Kirsty. Se estiró aún más. Quince centímetros. Casi la tenía.

—¿Siempre haces tantas preguntas? —Riley soltó una débil y entrecortada risotada. Hizo una mueca al estirarse—. Si (jadeo) realmente quieres saberlo (jadeo), es porque una vez (jadeo) uno de mis amigos descubrió que estaba escribiendo un libro.

—Ah. —Los ojos de Kirsty comenzaron a mirar a su alrededor de nuevo.

—Kirsty. Ahora escúchame, pequeña. Quiero que me sigas mirando, ¿vale? Sigue mirándome.

—Vale —dijo.

Y entonces miró hacia abajo.

Riley soltó una palabrota.

Quitapenas se encontraba a menos de tres metros del soldado francés cuando este había sido arrastrado bajo el agua. La violencia de la muerte del francés le había asustado en extremo.

Ahora todo el tanque estaba en silencio.

Quitapenas se giró, mirando desesperadamente a su alrededor. El agua estaba fría y le escocía la herida de bala del hombro, pero apenas si lo notaba.

Madre estaba a poca distancia de él. Atenta, expectante, tensa. El cuerpo de Piernas flotaba boca abajo en el agua junto a ella. Un hilo de sangre le salía de la cabeza y se filtraba en las aguas cristalinas y azules de alrededor.

Los cuatro soldados franceses restantes también estaban quietos. Ignoraron por completo a Quitapenas y a Madre; batalla olvidada, al menos por el momento.

Finalmente, Quitapenas vio a los científicos. Dos mujeres y un hombre.

En el tanque se encontraban diez personas, y ninguna de ellas se movía.

Ninguno de ellos se atrevía a moverse.

Todos habían visto lo que le había ocurrido al soldado francés instantes antes.

La lección: si no te movías, cabía la posibilidad de que no te llevaran con ellas.

Quitapenas contuvo la respiración cuando tres enormes sombras pasaron lentamente por el agua bajo él.

Escuchó un
clic
y se volvió. Madre apuntaba con el MP-5 a la superficie del agua.

Dios santo
, pensó Quitapenas. Si había alguien en el mundo que tuviera las pelotas para tumbar a una orca con un arma, tenía que ser Madre.

Más silencio.

No te muevas…

Y de repente se escuchó un rugido terrible cuando una de las orcas surgió de la superficie, justo al lado de Madre.

La orca elevó la mitad de su inmenso cuerpo por encima del agua, giró sobre un costado en el aire y después se estrelló contra el cuerpo inerte de Piernas. Se produjeron unos crujidos espantosos cuando cogió el cuerpo en su boca y juntó sus filas de dientes, rompiéndole prácticamente todos y cada uno de sus huesos. Y entonces la cabeza de la orca se sumergió y apareció su cola. A continuación, la cola desapareció y solo quedó el agua llena de espuma.

Y el cuerpo de Piernas desapareció.

Quitapenas se quedó donde estaba, dando vueltas en el agua, boquiabierto. Y entonces, lentamente, se percató.

Piernas no se había movido.

Las nueve personas que quedaban en el tanque también lo comprendieron al instante.

A las orcas les daba igual si se movían o no…

Los nueve se movieron al unísono y comenzaron a nadar con desesperación cuando las orcas salieron a la superficie y dieron comienzo a su frenesí gastronómico.

En lo que quedaba del nivel B, Riley volvió a soltar otro taco.

Cuando Kirsty vio el tanque y las enormes formas negras y blancas, había comenzado a temblar. Entonces, cuando la primera orca surgió del agua y se estrelló contra el cuerpo inerte de Piernas, había comenzado a hiperventilar.

—OhDiosmío, ohDiosmío —sollozó.

Riley se dio prisa. Sacó la mitad superior de su cuerpo por la pasarela girada, quedando prácticamente colgando boca abajo, e intentó coger a Kirsty con la mano que tenía libre.

Sus manos estaban ahora a centímetros.

Casi la tenía.

De repente, escuchó un rugido a su izquierda.

Riley volvió la cabeza.

—No…

El fuego había prendido las láminas de pintura de la barandilla. La respuesta fue instantánea. Una pequeña llama naranja comenzó a propagarse a lo largo de la barandilla, devorando las láminas de pintura seca y dejando un leve rastro de fuego a su paso.

Riley miraba con ojos desorbitados.

El fuego se estaba extendiendo por la barandilla.

¡Directo a la mano de Kirsty!

Kirsty seguía mirando a las orcas en el tanque. Alzó la cabeza para mirar a Riley. En ese instante sus miradas se cruzaron y Riley vio el terror absoluto en sus ojos.

Riley se estiró todo lo que pudo, con la mitad inferior de su cuerpo colgando completamente boca abajo de la pasarela, intentando desesperadamente agarrarle la mano.

La llama naranja seguía propagándose por la barandilla, dejando su rastro tras de sí.

La mano de Riley estaba a menos de tres centímetros de la de Kirsty.

Se estiró de nuevo y notó que las yemas de sus dedos rozaban la mano de la niña.

Otro centímetro. Solo otro centímetro más.

—Señor Libro, ¡no me deje caer!

La brillante línea naranja de fuego se interpuso en el campo de visión de Riley y este gritó de la frustración.

—¡No!

El fuego se extendió por la barandilla ante sus ojos, justo debajo de la mano de Kirsty.

Riley observó impotente y horrorizado cómo la niña gritaba de dolor. Y entonces la pequeña hizo lo único que su cuerpo sabía que tenía que hacer al entrar en contacto con el fuego.

Soltarse.

Kirsty cayó rápidamente.

Pero, mientras caía, Riley se soltó de la pasarela y se tiró tras ella. Cayó un metro con un brazo estirado hacia arriba y otro hacia abajo. Con este último agarró la capucha forrada de lana de la parka rosa de Kirsty mientras con la otra mano se agarraba a la barandilla candente.

Los dos cuerpos se detuvieron con una sacudida y Riley dio un giro de ciento ochenta grados que casi le desencaja el brazo. Ahora estaba cabeza arriba, colgando de la misma barandilla ardiente que, solo segundos atrás, había hecho que Kirsty se soltara.

Y, por extraño que pareciera, a pesar del calor abrasador que se filtraba a través de su guante de cuero, logró esbozar una sonrisa de alivio.

—Te tengo, pequeña —musitó casi riendo—. Te tengo.

Kirsty colgaba bajo él con los brazos torpemente extendidos, sujeta tan solo por la capucha forrada de lana que Riley tenía agarrada.

—De acuerdo —dijo Riley para sí mismo—. ¿Cómo demonios vamos a salir de…?

De repente se escuchó un sonido metálico y Kirsty se tambaleó y descendió levemente. Solo cayó un par de centímetros. Durante un instante Riley no fue capaz de entender lo que pasaba.

Y entonces lo vio.

Sus ojos se posaron en la juntura entre la parka rosa de Kirsty y su capucha forrada de lana.

A Riley casi se le salen los ojos de las órbitas.

La capucha no era parte de la parka.

Era una de esas capuchas de quita y pon que podían unirse y quitarse al cuello de la parka cuando se quisiera. Estaba unida a la parka de Kirsty con seis botones automáticos.

El sonido que había oído antes era el de uno de sus botones al soltarse.

Riley comenzó a marearse.

—Oh, esto no es justo. No es justo, joder —dijo.

¡Pop!

Otro botón se soltó.

Kirsty cayó un par de centímetros más.

Riley no sabía qué hacer. No había nada que pudiera hacer. Ya estaba colgando del punto más bajo de la barandilla, no podía bajar más. Y Kirsty colgaba de su otra mano, así que no podía agarrarse a nada.

¡Pop! ¡Pop!

Dos botones más se soltaron y Kirsty gritó horrorizada cuando cayó bruscamente y luego se frenó de una sacudida.

La capucha rosa comenzó a estirarse. Solo dos botones la mantenían unida al cuello de la parka.

Riley pensó en impulsar a Kirsty hacia la pasarela del nivel C situada justo debajo de ellos, a menos de cuatro metros. Pero lo descartó inmediatamente. La capucha apenas si estaba ya sujeta a la parka. Cualquier movimiento habría soltado los dos botones restantes.

—¡Maldita sea! —gritó Riley—. ¿Nadie puede ayudarme?

—¡Aguante! —le gritó una voz desde un lugar cercano—. ¡Ya voy!

Riley se volvió y vio a Schofield en la parte más alejada de la pasarela del nivel C, dentro de una especie de nicho. A su lado estaba Zorro. Schofield parecía estar ordenándola que bajara por la escalera más cercana y se dirigiera a la plataforma del tanque mientras él se encargaba de Riley y Kirsty.

¡Pop!

Uno de los dos últimos botones se soltó y Riley centró de nuevo su atención en Kirsty. Con muecas de dolor y tensión, siguió sosteniéndola con fuerza y la miró. La pequeña estaba fuera de sí. Sus ojos estaban rojos, llenos de lágrimas. Lo miró a los ojos y le habló entre sollozos:

—No quiero morir. Oh, Dios mío. No quiero morir.

Un botón solo.

La capucha se tensaba cada vez más por el peso de Kirsty.

No iba a aguantar…

Un segundo antes de que ocurriera, Buck Riley sintió como el peso de la niña tiraba de la capucha y le dijo con dulzura:

—Lo siento.

Con un
pop
repentino, el último botón se soltó y Riley observó impotente como Kirsty caía a cámara lenta. Sus ojos se mantuvieron fijos en Riley mientras caía. Su rostro era el reflejo de un terror puro e indescriptible. Aquellos enormes ojos fueron haciéndose más y más pequeños, y Buck Riley sintió como se le retorcía el estómago cuando la pequeña cayó al tanque de agua glacial, a quince metros de distancia de él.

El tanque de la estación polar Wilkes se había convertido en un matadero. Desde el nicho del nivel C, Shane Schofield observó horrorizado la escena.

La sangre había enturbiado tanto el agua helada que casi la mitad del inmenso tanque no era ya más que una neblina granate. Incluso las enormes orcas desaparecían cuando atravesaban las zonas turbias.

En un lado del tanque estaban los franceses. Se habían llevado la peor parte. Ya habían perdido dos hombres por el ataque de las orcas.

Al otro lado del tanque estaban los dos marines restantes (Quitapenas y Madre) y los tres científicos de Wilkes que estaban con Libro cuando el nivel B había cedido. Los cinco nadaban frenéticamente hacia la cubierta de metal que rodeaba el tanque.

Fue entonces cuando Schofield vio la pequeña figura vestida de rosa de Kirsty caer al agua. Cayó con la espalda primero e inmediatamente después se hundió. Sus agudos gritos la habían acompañado durante toda la caída.

Schofield se volvió hacia Buck Riley, que colgaba de la barandilla de la pasarela vuelta boca abajo.

Sus ojos se encontraron durante un instante. Libro parecía abatido, derrotado, exhausto. Sus ojos lo decían todo. No podía hacer más. Había hecho todo lo que había podido.

Schofield no.

Pensativo, analizó la situación.

Kirsty estaba en el lado más alejado del tanque, al otro lado de la campana de inmersión. Todos los demás se encontraban cerca del borde del tanque, intentando salir. En su esfuerzo por escapar, ninguno de ellos había visto a la niña caer al tanque.

Cuando bajó la vista, Schofield pudo oír la voz de Montana por el intercomunicador. Estaba gritando a Serpiente y a
Santa
Cruz mientras libraban su batalla sin armas con los soldados franceses en el nivel A.

—… Haga que se muevan hacia el sur…

—… Tampoco pueden usar sus armas…

Schofield se giró, buscando algo que pudiera servirle de ayuda.

Seguía en el nicho, solo. Instantes antes, había enviado a Gant al nivel E. Mientras, él intentaría ayudar a Libro Riley. Pero antes de que hubiese podido llegar hasta allí, la niña había caído. Y ahora estaba en el tanque.

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