Armand el vampiro (24 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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—Sí.

Marius me tomó en brazos y me levantó de la cama. Me apoyé contra su pecho; estaba mareado y sentía un dolor tan intenso que emití un pequeño gemido.

—Sólo un rato, mi joven y dulce amor —me susurró Marius al oído.

Me sumergió en el agua templada de la bañera, después de haberme desnudado con suavidad. Apoyé la cabeza con cuidado en el borde de azulejos de la bañera, dejando que mis brazos flotaran en el agua y ésta me lamiera los hombros.

Marius vertió unos puñados de agua sobre mí. Primero me lavó la cara y luego el resto del cuerpo. Sentí sus dedos duros y aterciopelados deslizándose sobre mi rostro.

—No tienes ni sombra de vello en la barbilla y, sin embargo, posees los atributos de un hombre. Deberás renunciar a los placeres que tanto amas. —Lo haré, te lo prometo —murmuré.

Sentí un dolor lacerante en la mejilla. La herida aún estaba abierta. Traté de tocármela, pero él me sujetó la mano mientras vertía unas gotas de su sangre en la herida. Al cabo de unos instantes sentí un cosquilleo y un escozor que indicaba que ésta comenzaba a cicatrizar. Marius efectuó la misma operación sobre el rasguño que yo tenía en el brazo, y el pequeño corte en el dorso de la mano. Cerré los ojos y me rendí a este extraño e intenso goce.

Su mano se deslizó sobre mi pecho, pasó por alto mis partes pudendas y exploró una pierna y luego la otra, en busca de la más leve lesión en la piel. De nuevo experimenté un violento estremecimiento de placer.

Sentí que Marius me sacaba de la bañera y me envolvía en una cálida toalla. Sentí una impetuosa ráfaga de aire, lo que significaba que se movía a mayor velocidad de lo que el ojo humano podía detectar. Luego sentí el suelo de mármol bajo mis pies, y su frescura me alivió.

Nos encontrábamos en el estudio. Estábamos de espaldas al cuadro sobre el que Marius había estado trabajando hacía un par de noches, frente a otro magnífico lienzo de grandes dimensiones que mostraba, bajo un sol resplandeciente y un cielo azul cobalto, un frondoso grupo de árboles rodeado por dos figuras batidas por ei viento.

La mujer era Dafne, cuyos brazos se habían transformado en unas ramas de laurel repletas de hojas, y sus pies en unas raíces que se hundían en la tierra color marrón oscuro. Tras ella aparecía el desesperado y bello Apolo, un dios dotado de una cabellera dorada y unas piernas esbeltas y musculosas, el cual había llegado demasiado tarde para impedir la frenética y mágica huida de su amada de sus brazos amenazadores, su metamorfosis fatal.

—Observa el aire indiferente de las nubes —me susurró el maestro al oído. Luego señaló el sol que había pintado a grandes trazos con más habilidad que los hombres que lo veían a diario.

Pronunció unas palabras que yo había confiado a Lestat hacía tiempo, cuando le conté mi historia, unas palabras que Marius había salvado misericordiosamente de las pocas imágenes de esa época que yo le había ofrecido.

Cuando repito esas palabras me parece oír la voz de Marius, las últimas palabras que oí como un ser mortal:

—Éste es el único sol que volverás a ver. Pero dispondrás de un milenio de noches para contemplar una luz que ningún mortal ha visto jamás, para arrebatar a las lejanas estrellas, como Prometeo, una luz infinita que te permitirá comprender todas las cosas.

Y yo, que en la fabulosa tierra de la que acababa de regresar había contemplado una luz celestial infinitamente más portentosa, anhelé que él la eclipsara para siempre.

8

Los aposentos privados del maestro consistían en una serie de habitaciones en las que había cubierto los muros con unas copias impecables de las obras de los pintores mortales que tanto admiraba: Giotto, Fra Angélico, Bellini.

Nos hallábamos en la habitación que contenía la gran obra de Benozzo Gozzoli, de la capilla de los Médicis en Florencia: El cortejo de los Reyes Magos. Gozzoli había creado su visión a mediados de siglo, plasmándola sobre tres muros de la pequeña cámara sagrada.

Sin embargo, mi maestro, con su memoria y sus dotes sobrenaturales, había ampliado esta monumental obra, cubriendo con ella todo un lado de esta inmensa y ancha galería.

La copia era tan perfecta como la obra original de Gozzoli, con sus legiones de florentinos elegantemente ataviados, sus pálidos rostros un modelo de contemplativa inocencia, montados en magníficos corceles tras la exquisita figura de Lorenzo de Médicis, un joven con una melena rizada rubio oscuro que le rozaba los hombros, y un toque rojo carnal en sus pálidas mejillas. De aspecto majestuoso, vestido con una chaqueta dorada ribeteada de piel y unas mangas largas divididas a la altura de los codos, a lomos de un caballo blanco espléndidamente enjaezado, miraba con expresión serena e indiferente al observador de la pintura. No había un detalle de la misma que desmereciera otro. Incluso las riendas y los arreos del caballo estaban exquisitamente plasmados en oro y terciopelo, a tono con las ceñidas mangas del jubón de Lorenzo y sus botas de terciopelo rojo que le llegaban a las rodillas.

El encanto de la pintura residía principalmente en los semblantes de los jóvenes, así como de algunos ancianos que constituían la nutrida procesión, los cuales mostraban unas bocas pequeñas y silenciosas y unos ojos que miraban de reojo como si temieran romper el hechizo de la escena si miraban al frente. La procesión desfilaba ante castillos y montes, en su peregrinar hacia Belén.

Docenas de candelabros de plata encendidos a ambos lados de la habitación iluminaban esta obra maestra. Las gruesas velas blancas de purísima cera de abejas emitían una suntuosa luz. En el cielo aparecía un glorioso amasijo de nubes en torno a un óvalo de santos flotando por los aires, rozando mutuamente sus manos extendidas al tiempo que nos contemplaban con satisfacción y benevolencia.

Ningún mueble cubría las losas de mármol de Carrara rosa del suelo pulido. Un airoso diseño de frondosas y verdes parras delimitaba cada losa cuadrada, pero éste era el único adorno del lustroso suelo y tacto sedoso bajo los pies.

Contemplé con la fascinación de una mente febril esta galería de imponentes superficies. El cortejo de los Reyes Magos, que ocupaba todo el muro a mi derecha, parecía emitir una suave plétora de sonidos irreales: las sofocadas pisadas de los cascos de los caballos, los apresurados pasos de las figuras que caminaban junto a ellos, el murmullo de los arbustos repletos de flores rojas junto al camino e incluso las lejanas voces de los cazadores que recorrían los senderos montañosos acompañados por sus esbeltos mastines.

Mi maestro se detuvo en el centro de la estancia. Se había despojado de su acostumbrada capa de terciopelo rojo, bajo la cual llevaba sólo una túnica de tejido dorado, con las mangas largas y abullonadas hasta las muñecas, cuyo dobladillo rozaba sus pies desnudos.

Su cabello formaba un resplandeciente halo rubio que le caía suavemente hasta los hombros y realzaba sus facciones.

Yo lucía un traje de tejido tan liviano y sencillo como su atuendo.

—Acércate, Amadeo —me ordenó el maestro.

Me sentía débil, tenía sed y las piernas apenas me sostenían. Él lo sabía, no tenía disculpa. Avancé con pasos lentos y torpes hasta llegar a él, que me esperaba con los brazos extendidos.

Marius apoyó las manos en la parte posterior de mi cabeza. Acercó sus labios a mi rostro. Una sensación de fatalidad hizo presa en mí.

—Ahora morirás para permanecer junto a mí en una vida eterna —me susurró al oído—. No temas nada. Tu corazón estará a salvo en mis manos.

Sus dientes se clavaron en mí, profundamente, con crueldad y la precisión de dos puñales. Percibí un estallido en mis oídos. Mis entrañas se contrajeron, produciéndome un intenso dolor en el vientre. Al mismo tiempo sentí un placer salvaje que me recorrió las venas hasta alcanzar las heridas en mi cuello. Sentí que mi sangre circulaba aceleradamente hacia mi maestro, para calmar su sed y provocar mi inevitable muerte.

Incluso mis manos estaban poseídas por una vibrante sensación. Mi cuerpo se había convertido de pronto en un circuito cerrado, refulgente, mientras mi maestro bebía mi sangre, emitiendo unos sonidos roncos, obvios, deliberados. Los latidos de su corazón, lentos y acompasados, llenaron mis oídos.

El dolor que me retorcía las tripas se alquemizó y transformó en éxtasis; mi cuerpo se tornó ingrávido, carente de toda sensación de ocupar un lugar en el espacio. Sentí en mi pecho los latidos del corazón de Marius. Toqué los suaves mechones de su cabello, pero no los así. Me parecía flotar, sostenido sólo por los insistentes latidos de su corazón y el torrente sanguíneo que fluía por mis venas impulsado por una corriente eléctrica.

—Voy a morir —musité. Este éxtasis no podía durar.

Súbitamente, el mundo murió.

Me hallaba solo en la desolada orilla del mar, barrida por el viento. Era la tierra a la que había viajado con anterioridad, pero ahora tenía un aspecto muy distinto, desprovista de su resplandeciente sol y sus abundantes flores. Los sacerdotes estaban presentes, pero sus oscuros hábitos estaban cubiertos de polvo y olían a tierra. Los reconocí en el acto, los conocía bien. Conocía sus nombres. Reconocí sus rostros afilados y barbudos, su pelo ralo y grasiento, los sombreros negros de fieltro que lucían. Reconocí la porquería de sus uñas y la mirada ávida que reflejaban sus ojos hundidos y relucientes. Los sacerdotes me indicaron que me acercara.

Sí, había regresado al lugar donde debía estar. Nos elevamos más y más hasta detenernos sobre el farallón de la ciudad de cristal, situada a lo lejos a nuestra izquierda, desolada y desierta.

La energía incandescente que había iluminado sus múltiples torres translúcidas se había desvanecido por completo, desconectada de su fuente. De su radiante colorido sólo quedaban unos apagados matices bajo un firmamento monótono y gris. Qué triste era contemplar la ciudad de cristal desprovista de su fuego mágico.

De sus torres brotó un coro de sonidos, un murmullo de cristal contra cristal. Sin embargo, no contenía música, sólo una sorda y luminosa desesperación.

—Vamos, Andrei —me llamó uno de los sacerdotes. Me aferró la mano con la suya sucia y manchada de barro seco con tal fuerza que me hizo daño. Al mirarme la otra mano, comprobé que tenía los dedos descarnados y de una blancura cadavérica. Los nudillos se traslucían a través de la piel como si la carne hubiera desaparecido, pero no era así. Tenía la piel adherida a los huesos, hambrienta y flácida como la de los sacerdotes.

Ante nosotros discurría un río repleto de fragmentos de hielo y grandes masas de troncos negruzcos que flotaban en la superficie, formando un lago cenagoso sobre las planicies. Tuvimos que atravesarlo; el agua helada me lastimó los pies. Pero seguimos avanzando, los tres sacerdotes y yo. Ante nosotros se erguían las otrora doradas cúpulas de Kíev. Era nuestra Santa Sofía, que seguía sosteniéndose en pie tras las horrendas matanzas y conflagraciones perpetradas por los mongoles, los cuales habían destruido nuestra ciudad, sus tesoros y sus perversos y mundanos hombres y mujeres.

—Vamos, Andrei.

Reconocí el portal. Pertenecía al Monasterio de las Cuevas. Sólo unas velas iluminaban estas catacumbas. El olor a tierra era tan intenso que sofocaba incluso el hedor a sudor que se había secado sobre carne inmunda y enferma.

Yo sostenía en las manos el tosco mango de madera de una pequeña pala. Me puse a excavar la mullida tierra hasta contemplar a un hombre que no estaba muerto sino que soñaba con el rostro cubierto de tierra.

—¿Estás vivo, hermano? —pregunté en voz baja a su alma enterrada hasta el cuello.

—Sí, hermano Andrei. Dame el sustento que necesito para seguir vivo —respondió el hombre sin apenas mover sus labios agrietados ni abrir sus pálidos párpados—. Lo suficiente hasta que nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, elija el momento en que debo regresar a casa.

—Me admira tu valor, hermano —dije, acercando un cántaro de agua a sus labios. Al beber el agua se deslizó por su mentón, formando unos surcos de barro. El hombre apoyó de nuevo la cabeza sobre la mullida tierra.

—Y tú, criatura —respondió el hombre, respirando trabajosamente, apartando un poco los labios del cántaro—. ¿Cuándo reunirás el valor necesario para elegir tu celda de tierra entre nosotros, tu sepultura, y aguardar la llegada de Jesucristo?

—Rezo para que sea pronto, hermano —contesté.

Retrocedí unos pasos y empuñé de nuevo la pala. Excavé hasta descubrir la siguiente fosa; un hedor inconfundible me asaltó la nariz. El sacerdote que estaba junto a mí me sujetó para que no me desvaneciera.

—Nuestro amado hermano Joseph ha ido a reunirse con el Señor —afirmó—. Descubre su rostro para que podamos comprobar que murió en paz.

El hedor era insoportable. Sólo los seres humanos muertos apestan de esta manera. Es un hedor a fosas abandonadas y carros que transportan los cadáveres de las poblaciones asoladas por la peste. Temí ponerme a vomitar, pero seguí cavando hasta que descubrimos la cabeza del último hombre. Calvo, el cráneo estaba cubierto por una envoltura de piel que se había encogido.

Los sacerdotes situados a mis espaldas pronunciaron unas oraciones.

—¡Ciérrala, Andrei! —me ordenaron.

—¿Cuándo reunirás el valor necesario, hermano? ¿Sólo Dios puede decirte...?

«¿El valor para qué?» Reconozco esta estentórea voz, a este nombre de espaldas anchas que ha irrumpido en la catacumba. Su cabellera y su barba de color castaño son inconfundibles, así como su jubón de cuero y las armas que penden de su cinturón de cuero.

—¿Es esto lo que habéis hecho con mi hijo, el pintor de iconos?

El hombre me aferró del hombro, como había hecho mil veces, con esa manaza con la que me golpeaba hasta dejarme sin sentido.

—¡Suéltame, cretino ignorante! —murmuré—. Estamos en la casa de Dios.

El hombre me arrastró con tal violencia que caí al suelo. Mi túnica negra estaba desgarrada.

—¡Basta, padre! ¡Aléjate de aquí! —exclamé.

—¿Vais a enterrar en una de estas fosas a un muchacho que pinta como los ángeles?

—Deja de gritar, hermano Iván. Dios decidirá lo que debemos hacer.

Los sacerdotes echaron a correr detrás de mí. Mi padre me arrastró hasta el taller. Del techo colgaban varias hileras de iconos, y otros cubrían toda la pared del fondo. Mi padre me arrojó en una silla situada ante la recia mesa de trabajo. Tomó el candelabro de hierro y encendió con su llama oscilante y rebelde el resto de las velas.

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