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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (23 page)

BOOK: Asesinato en el Savoy
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—Sí, creo que aparecía en las revistas semana sí y semana no.

—Hampus Broberg y Mats Linder son también ciudadanos importantes.

—¡Vaya!

—No se les puede tratar de cualquier manera.

—Desde luego que no.

—Al mismo tiempo, deberíais tener mucho cuidado con lo que le contáis a la prensa.

—Personalmente yo no digo ni mu.

—Como ya te expliqué el otro día, se producirían consecuencias incalculables si la opinión pública llegara a conocer ciertos aspectos de las actividades de Palmgren.

—¿Quién sufriría los efectos de estas consecuencias?

—¿Quién crees tú? —dijo Malm molesto—. La sociedad, naturalmente; nuestra sociedad. Si se llegara a saber que a nivel gubernamental se tenía conocimiento de ciertas transacciones, entonces…

—¿Entonces…?

—Entonces las consecuencias políticas podrían ser devastadoras.

Martin Beck odiaba la política. Sus ideas en este aspecto se las guardaba siempre para sí, y procuraba evadirse de los trabajos que pudieran tener consecuencias políticas. En general, procuraba no dejarse ver demasiado cuando entraba en juego la criminalidad política.

Pero aquella vez no pudo evitar preguntar:

—¿Para quién?

Malm emitió un ruidito, como si le acabaran de clavar un cuchillo en la espalda.

—Haz lo que puedas, Martin —dijo en tono suplicante.

—Sí —contestó Martin Beck con suavidad—, haré lo que pueda… —Y en seguida añadió—: Stig.

Era la primera vez que llamaba al intendente por su nombre de pila, y esperaba que fuese también la última.

El resto de la tarde transcurrió bajo el predominio de la tristeza. La investigación Palmgren estaba bloqueada.

En cambio, el resto de la jefatura respiraba una vitalidad inusual. La policía de Malmö hizo una redada en dos burdeles en pleno centro de la ciudad, para gran disgusto de las pupilas y para mayor escarnio de los clientes sorprendidos in fraganti. Åsa Torell tenía razón cuando dijo que tendría mucho que hacer.

Él abandonó la jefatura de policía hacia las ocho, igual de insatisfecho todavía y presa de una inquietud inexplicable. No tenía apetito, así que no pensaba comer nada especial. Al fin consiguió meterse en el cuerpo un canapé y un vaso de leche en la cafetería Mitt i City, en la plaza Gustav Adolf. Comió despacio mientras observaba a través de los cristales a los vagabundos adolescentes que fumaban hachís y cambiaban canutos por discos robados, en torno al estanque cuadrado que ocupaba el centro de la plaza.

No se veía ningún policía, y daba la impresión de que el personal de protección de menores tenía otras ocupaciones en aquellos momentos.

Después estuvo vagando a lo largo de Södergatan, torció en la plaza Stortorget y siguió hasta el puerto. Cuando llegó al hotel eran las diez y media.

En el vestíbulo se fijó en dos individuos sentados en sendos sillones a la derecha de la entrada al comedor. Uno de ellos era alto y calvo, lucía un espeso bigote negro y estaba muy moreno. El otro era un jorobado, casi como un enano, tenía la cara oscura como cortada a cuchillo y sus ojos negros revelaban inteligencia. Ambos iban impecablemente vestidos, el del bigote con un traje ligero azul oscuro, y el jorobado con un traje gris claro con chaleco que le sentaba bien. Los dos llevaban zapatos blancos relucientes y miraban imperturbables e inexpresivos hacia delante. Entre los dos hombres había una mesita con una botella de Chivas Regal y dos vasos.

«¡Extranjeros!», pensó Martin Beck. Todo el hotel bullía de visitantes foráneos, y en los mástiles de la fachada había visto dos enseñas nacionales desconocidas para él.

Mientras esperaba que le dieran la llave de su habitación, vio a Paulsson salir del ascensor y dirigirse hacia la mesa de los dos hombres.

24

En la habitación del hotel todo estaba dispuesto para la noche: le habían descubierto la cama, cerrado la ventana y corrido las cortinas.

Martin Beck encendió la lámpara de la mesilla y se quedó mirando el televisor fijamente. No tenía ganas de conectarlo, y además seguramente ya no daban nada.

Se quitó los zapatos, los calcetines y la camisa, después descorrió las cortinas y abrió la ventana de par en par. Entró un ligero soplo de aire fresco muy de agradecer.

Apoyó las manos en el marco de la ventana y contempló el canal, la estación ferroviaria y el puerto, y así permaneció en camiseta y pantalón, sin pensar en nada. El aire era cálido y estaba inmóvil, y el cielo permanecía despejado y cuajado de estrellas.

Se veían pasar barcos de pasajeros en varias direcciones, y el transbordador de trenes estaba entrando en el puerto. En las calles el tráfico era escaso y delante de la estación central se veía una larga hilera de taxis con los letreros encendidos y las portezuelas delanteras abiertas. Los taxistas charlaban formando pequeños grupos, y sus coches eran de colores llamativos, no negros como en Estocolmo.

No tenía ganas de acostarse. Ya había leído los periódicos de la tarde y no había pensado en comprarse algún libro, aunque podía muy bien bajar a comprar uno, pero hubiera tenido que vestirse de nuevo. Y tampoco tenía realmente ganas de leer. Si le entraban de repente, siempre quedaba el recurso de la Biblia o el listín telefónico, que estaban a mano, o podía volver a leer el informe de la autopsia, pero eso lo conocía ya casi de memoria.

En lugar de hacer alguna de estas cosas, continuó mirando por la ventana y sintiéndose ajeno a todo, y completamente solo. Así lo había elegido él mismo, pues podía haberse sentado en el bar o haber ido a casa de Mansson o a cualquier otra parte. Algo le faltaba, pero no hubiera sabido decir exactamente qué.

Cuando llevaba un buen rato así, oyó que alguien llamaba a la puerta muy suavemente, tanto, que si hubiera estado dormido o en la ducha, no hubiera oído nada.

—¡Adelante! —dijo sin volver la cabeza.

Oyó abrirse la puerta. Igual era el asesino que entraba pistola en mano, y si le acertaba en la base del cráneo, caería con toda seguridad por la ventana, y con suerte habría muerto antes de estrellarse contra el suelo.

Sonrió y se dio media vuelta. Allí estaba Paulsson, con su traje a cuadritos y sus estridentes zapatos amarillos. Parecía descontento y ni siquiera su bigote tenía la viveza acostumbrada.

—Hola.

—Hola.

—¿Puedo pasar?

—Claro, pasa y siéntate —le invitó Martin Beck, que fue a sentarse en la cama.

Paulsson se acomodó en el sillón como retorciéndose. Tenía la frente y las mejillas brillantes de sudor.

—Quítate la chaqueta; aquí no tienes que hacer cumplidos.

Paulsson dudó, y por fin se fue desabrochando los botones de las dos hileras de su chaqueta y se despojó de ella, la dobló con mucho cuidado y la colocó en un brazo del sillón.

Debajo de la chaqueta llevaba una camisa de rayas muy anchas, verde pálido y naranja, además de la pistola en su funda.

Martin Beck se preguntó cuánto tiempo tardaría aquel hombre en empuñar el arma si primero tenía que resolver aquel galimatías de botones.

—¿Qué te preocupa? —dijo con tranquilidad.

—Esto… Quería hacerte una consulta.

—Muy bien. ¿De qué se trata?

—No hace falta que contestes, si no quieres.

—No seas ridículo. ¿Qué quieres?

—Hombre…

Y entonces lo dijo, por fin, haciendo seguramente un esfuerzo tremendo:

—¿Has descubierto algo?

—No —confesó Martin Beck, y por pura cortesía le devolvió la pregunta—: ¿Y tú?

Paulsson sacudió la cabeza apesadumbrado y se mesó los bigotes con gran cariño, como buscando fuerzas para continuar.

—Parece complicadísimo todo esto.

—O a lo mejor es que es muy sencillo.

—¡¿Sencillo?! —exclamó Paulsson, atónito.

Martin Beck se encogió de hombros.

—No —dijo Paulsson—, yo creo que no, y lo peor es que… —se interrumpió, y con un brillo de esperanza en la mirada preguntó—: ¿Te han abroncado a ti también?

—¿Quiénes?

—Hombre, los jefes de Estocolmo.

—Parecen un poco nerviosos —admitió Martin Beck—, pero ¿qué ibas a decir que es lo peor?

—Que se trata de una investigación a escala internacional, con derivaciones políticas, ramificada en todas direcciones. Esta noche han llegado al hotel dos agentes de seguridad extranjeros.

—¿Esos dos muñecos que estaban sentados en el vestíbulo hace un rato?

Paulsson asintió.

—¿De dónde son?

—El bajito es de Lisboa y el otro de África, de Loranga Marcuse o como se llame.

—Lourenço Marques —corrigió Martin Beck—; está en Mozambique. ¿Están en misión oficial?

—No lo sé.

—Pero ¿son policías, al menos?

—Agentes de seguridad, me parece. Se hacen pasar por hombres de negocios, pero…

—¿Sí…?

—Pero me han detectado en seguida; sabían quién era yo. Es algo extraordinario.

«Verdaderamente extraordinario», pensó Martin Beck, y dijo en voz alta:

—¿Has hablado con ellos?

—Sí; hablan muy bien inglés.

Martin Beck tenía noticias de que el inglés de Paulsson era muy deficiente. Quizá dominase el chino o el ucraniano o cualquier otra cosa útil para la seguridad nacional.

—¿Y qué querían?

—Me han preguntado cosas que no he comprendido muy bien, y por eso he venido a molestarte. Lo primero que me han pedido ha sido la lista de sospechosos.

—¿Y?

—Pues si te he de ser sincero, yo no tengo una lista. ¿La tienes tú?

Martin Beck meneó la cabeza.

—Claro que no les he dicho nada —puntualizó Paulsson con astucia—, pero luego me han preguntado una cosa que no he comprendido en absoluto.

—¿Qué era?

—Pues, por lo que tengo entendido, aunque seguramente me equivoco, querían saber qué personas de las provincias de ultramar estaban en la lista de sospechosos. Provincias de ultramar…, y lo han dicho varias veces en varios idiomas.

—Sí, sí, lo has entendido bien —dijo Martin Beck en tono amistoso—. Los portugueses insisten mucho en considerar sus colonias de África y de otros lugares como si fueran auténticas provincias de Portugal, y por lo tanto se estaban refiriendo a lugares como Angola, Mozambique, Macao, Cabo Verde, Guinea, etcétera, y sobre todo a refugiados políticos.

—Paulsson pareció despertar de pronto.

—¡Ah, caramba! Entonces no lo entendí mal.

—¿Y qué les dijiste?

—Nada especial; parecían desilusionados.

Sí, eso era fácil de imaginar.

—¿Piensan quedarse aquí?

—No. Continuarán hasta Estocolmo porque quieren hablar con su embajada. Yo también tengo que ir mañana a informar y a estudiar el material de archivo. —Bostezó y agregó—: Bueno, será mejor acostarse. Ha sido una semana dura. Gracias por la ayuda.

—¿Ayuda?

—Sí, eso de las provincias ultramarinas.

Paulsson se levantó, se puso la chaqueta y se abrochó los botones de las dos hileras muy meticulosamente.

—Adiós.

—Buenas noches.

Desde la puerta se volvió y dijo muy serio:

—Este asunto puede durar años.

Martin Beck permaneció dos minutos en silencio, luego se rió para sus adentros, se quitó la ropa que aún llevaba puesta y se metió en el baño. Pasó un buen rato bajo la ducha fría, luego se envolvió en la toalla de baño y volvió a la ventana.

Afuera reinaban el silencio y la oscuridad. Tanto en el puerto como en la estación central había cesado toda actividad. Vio pasar muy lentamente un coche de la policía. Todos los taxistas se habían marchado a sus casas.

Martin Beck contempló la silenciosa noche veraniega. Todavía hacía calor, pero la ducha le produjo un gran alivio, y ahora se sentía más fresco y despejado.

Al cabo de un rato pensó que ya iba siendo hora de acostarse. Había que irse a la cama a una hora u otra, aunque realmente no tuviera mucho sueño.

Miró el pijama, que estaba sobre la almohada, y frunció el ceño, porque pensó que a pesar de ser un pijama cómodo y agradable, al día siguiente se despertaría empapado de sudor y con él pegado al cuerpo, así que lo metió en el armario. Luego dobló cuidadosamente la colcha y la introdujo debajo de la cama. Fue al baño de nuevo y colgó la toalla en su sitio.

Se tumbó de espaldas sobre la cama, se cubrió con la sábana hasta la cintura y cruzó las manos bajo la nuca. Así estuvo, en silencio, mirando el techo, en el que se dibujaban las sombras indefinidas que proyectaba la lamparilla.

Pensó mil cosas en perfecto desorden.

Cuando llevaba así un cuarto de hora o veinte minutos, volvió a oír unos golpecitos muy suaves en la puerta.

«¡Madre mía!», pensó, temiendo una nueva sesión de chismes a propósito de espías y agentes secretos. Lo más sencillo, desde luego, era hacerse el dormido. ¿O sería dejación de sus deberes?

—Muy bien, pase —dijo, aburrido de la vida.

Se abrió la puerta muy despacio y apareció Åsa Torell en zapatillas y con un camisón blanco corto, anudado a la cintura.

—¿Dormías?

—No. —Tras unos segundos añadió tontamente—: ¿Tú tampoco, verdad?

Ella sonrió y sacudió la cabeza. Su cabello corto y castaño brilló.

—No. Acabo de llegar; apenas he tenido tiempo de ducharme.

—Creo que habéis tenido un día duro hoy.

Ella asintió.

—¡Sí, jolín! Casi no he podido ni comer; sólo he tomado unas pastas.

—Siéntate.

—Gracias. ¿De verdad que no estás cansado?

—La inactividad no cansa.

Ella dudó, todavía con la mano en el pomo de la puerta.

—Voy a buscar mis cigarrillos. Mi habitación está aquí al lado.

Dejó la puerta entreabierta. Él siguió tumbado boca arriba y con las manos entrelazadas bajo la nuca. Åsa no tardó más de veinte segundos en regresar, cerró la puerta sin hacer ningún ruido y se dirigió de puntillas al sillón en el que una hora antes Paulsson se instaló para contar sus penas y lamentarse. Dejó caer las zapatillas y subió las piernas.

—Bueno; ha sido un día realmente pelma.

—¿Empiezas a arrepentirte de haberte hecho policía?

—Sí y no. Se ve de cerca mucha miseria sobre la que antes sólo se oía hablar. —Contempló pensativa su cigarrillo y prosiguió—: Pero, de vez en cuando, también tengo la sensación de estar haciendo algo de provecho.

—Sí, alguna vez.

—¿Habéis tenido mal día?

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