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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (22 page)

BOOK: Asesinos en acción
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Naturalmente, Buck desconocía lo que es una máquina purificadora del aire y por ello atribuyó a una causa sobrenatural, a la presencia del Araña Gris, el puro ambiente que se respiraba en el interior del castillo.

Al extremo del corredor había una extensa habitación en la que penetró.

Un genio de la pintura futurista debió decorarla, sin duda, pues ornaban sus paredes una serie de rayas, puntos y manchas verdes, rojas, azules, amarillas, blancas, doradas y plateadas, sin orden ni concierto… ni sentido de la estética.

Ocultas luces de colores que se encendían o apagaban de vez en cuando, daban el último toque fantástico a la escena.

Esta había sido deliberadamente preparada para impresionar la primitiva inteligencia de los moradores de la marisma que adoraban a las paganas deidades del vudú.

En mitad de la estancia y sobre un trono de oro… en apariencia, pero en realidad de madera pintada de purpurina, estaba sentado el Araña Gris.

Aquel trono producía la sensación de una riqueza ilimitada en la mente de Buck.

El Araña llevaba puesta la máscara de seda y la bata pintada. La repulsiva tarántula gris corría sin parar sobre una de sus manos.

—¿Qué deseas de mí? —preguntó Buck a su jefe con voz temblorosa.

Antes de responder emitió el Araña unos cuantos monosílabos incomprensibles. Hacia esto para contribuir al ambiente sobrenatural que creaba en torno suyo la bien preparada escena.

—Buck Boontown: te considero uno de mis servidores más fieles y dignos de confianza —dijo al cabo el Araña.

—OUI, ¡gracias! —replicó altamente complacido el hombre-mono.

—Y voy a encomendarte una tarea delicadísima —siguió diciendo el Araña.

—¿Oui? Pues la haré al instante—. Tan impresionado estaba el pobre Buck con lo que veía, que a una sola palabra del jefe le hubiera entregado la vida.

El Araña le mostró una bolsa de piel semejante a la que usan ciertas casas de comercio para llevar sus ingresos al Banco.

Estaba llena de monedas de plata cuyo valor ascendía a unos cien dólares.

Buck se apoderó ansiosamente de ella. Como la mayoría de los seres primitivos le emocionaba más, muchísimo más, la vista del dinero en moneda contante y sonante que los billetes de Banco.

—Esta es tu recompensa —le dijo el Araña—. Tu paga por lo que vas a hacer. Más tarde, si me sirves bien, te daré otro quehacer… y otra suma como ésta.

Buck Boontown sólo pudo balbucear unas palabras de gratitud.

El Araña alzó la diestra y, en respuesta a la señal, entraron dos hombres-mono en la estancia llevando entre ambos una caja del tamaño de un baúl mundo pequeño.

—¿Sabes lo que es esto? —preguntó el jefe.

Buck se quedó mirando, embobado, el contenido de la caja. Parecía hallarse perplejo… y decepcionado.

—¡Moscas! —murmuró—. Moscardones de los que vuelan por la marisma.

La decepción del hombre-mono pareció producir un gran placer a su jefe, que soltó una carcajada sonora tras de los sédenos pliegues de la máscara.

—Parecen inofensivas, ¿eh?

—OUI. Les gusta morder al hombre, pero su mordedura no tiene consecuencias —repuso Buck Boontown.

El Araña dejó oír una nueva carcajada.

—Te equivocas, hombre de la marisma —manifestó—. Estos insectos no son moscardones corrientes. Si uno de ellos te mordiera morirías al momento.

Buck Boontown le miró con incrédula expresión.

—Parecen moscardones corrientes —explicó el Araña— porque en efecto lo eran antes de cogerles yo. Después les he rociado con un veneno muy activo que han absorbido sus cuerpos sin afectarlos en lo más mínimo. Pero sus mordiscos son venenosos. Ocasionan la muerte instantánea de un hombre.

—¡Sacré! —exclamó impresionado Boontown.

El Araña Gris se sonrió.

—El veneno que contienen está hecho por mí y su fórmula es un secreto. Tú no sabes lo que me costó llegar a encontrar sus componentes y que éstos produjeran el efecto deseado. Pero, ¡lo he conseguido al fin!

«Además, esas moscas están muertas de hambre. Se alimentan de sangre. Ya puedes figurarte cómo se posarán sobre todo ser vivo que encuentren cuando salgan de su caja. ¡Y aquel a quien muerdan, morirá!

»Te la doy para que la dejes ir allí donde se encuentren Doc y sus hombres.»

Buck Boontown arrugó la frente.

—OUI, más ¿no me morderán y matarán también a mí?

—Para abrir la tapa, usa de un aparato de relojería que voy a entregarte —dijo el jefe—. Tu tarea se reduce, simplemente, a llevar la caja cerca de las trincheras y excavaciones de la colina y poner el aparato de modo que se abra al amanecer. Haz que tus compañeros abandonen antes las cercanías del poblado, y las moscas aniquilarán al enemigo. ¿Has comprendido?

—¡OUI! —replicó Buck Boontown. Recibió instrucciones detalladas respecto al modo de hacer funcionar y colocar en la caja el aparato de relojería y partió del Castillo del Mocasín con la caja de las moscas a la espalda.

La distancia que debía recorrer en su viaje de vuelta al lugar en que estaban sitiados Doc y sus hombres era larga y, por consiguiente, llegó a las inmediaciones de la colina después de media noche.

Delante de ella cambió unas palabras con sus hombres, ordenándoles que la abandonaran al momento.

—Tu hijo Sill ha regresado —le comunicó uno de ellos—. Está con tu mujer.

A Buck le alegró extraordinariamente la noticia.

Dejó la caja en el suelo y preparó el aparato convenientemente. Al amanecer se abriría la caja y ¡volarían las moscas por la marisma!

Ni Doc Savage ni sus hombres sospecharían de tan inofensivos insectos que les morderían causándoles la muerte.

Buck corrió a reunirse con su mujer. Ansiaba ver a su hijo, a su Sill, a quien amaba entrañablemente.

¡Pobre, infortunado, Sill! Quizás algún día, cuando fueran a vivir en la ciudad de Nueva Orleans, le llevaría a un gran doctor que le curara.

Buck ignoraba que acababa de sentenciar a muerte al hombre que con su extraordinaria habilidad había hecho de Sill un ser normal.

Capítulo XVI

El desquite

Buck Boontown se detuvo, varias veces, en el camino para interrogar a los compañeros que iban de retirada. Deseaba asegurarse de que no faltaba ninguno.

Y en efecto: no faltaba. La orden de abandonar seguidamente las inmediaciones del poblado había circulado ya de boca en boca.

Además, aseguraron a Buck que ni el hombre de bronce ni sus hombres se habían dado cuenta del éxodo que se llevaba a cabo.

—Al amanecer ¡morirán! —exclamó complacido Boontown.

Y reanudó la marcha. Sabía que las mujeres y los niños acampaban a una legua de distancia de la colina, mas, al llegar al lugar que ocupaban, lo halló vacío.

Perdió veinte minutos en averiguar que se habían instalado dos leguas más allá y siguió sus huellas.

De un punto lejano, en el gallinero de alguna cabaña, se alzaba el canto del gallo. Los mochuelos habían cesado de ulular. El cielo comenzaba a teñirse de blanco hacia Oriente. Ya las nubes más altas se sonrojaban con los primeros rayos del sol naciente…

Despuntaba el alba…

Buck se reunió a su mujer y su hijo.

—¿Cómo está el muchacho? —preguntó a la primera.

—Bien, papá —respondió Sill Boontown.

Algo en el tono con que pronunció estas palabras hizo intuir al padre parte de la verdad.

Un júbilo indescriptible alteró sus marchitas facciones. Lo que esperaba había llegado ya. Se lo decía claramente el semblante alborozado de su mujer.

Rápidamente fue narrada la historia de la curación de Sill y éste explicó a sus padres cómo se había realizado su portentosa cura.

Al concluir su relato mostró a Buck Boontown un fajo de billetes.

—Me los ha dado el hombre de bronce —manifestó.

—¿Con qué objeto? —preguntó Buck.

—Dice que para que me lleves a la ciudad y me pagues el colegio —replicó el muchacho.

Buck contempló los billetes. Trabajosamente sacó la cuenta de su equivalente en monedas de un dólar. Excedía en mucho a la suma con que le había pagado su crimen el Araña Gris.

El remordimiento se apoderó de él.

¡Así, el hombre de bronce no era un demonio como le pintaba el jefe!

Él no pretendía acabar, violentamente, con los vuduistas…

Le devolvía a su hijo milagrosamente vuelto a su estado normal.

Además le proveía del dinero necesario para su educación, le facilitaba los medios de que visitara la ciudad maravillosa de Nueva Orleans.

La suma que le donaba era muchísima más crecida que la que él, Buck, soñaba con poder ahorrar.

Tales pensamientos giraban como un maelstrón en su mente, y uno, sobre todo, remordía a su conciencia: ¡por su culpa iba a morir el hombre de bronce!

Buck no era malo, en el fondo. La vida que llevaba le había hecho ignorante y cruel, mas, de haber sido educado de otro modo hubiera sido un hombre de bien.

Lanzó un gemido doloroso y huyó, como alma que lleva el diablo. ¡Sabía lo que le tocaba hacer!

Se dirigió rectamente a la eminencia donde continuaban sitiados Doc y sus hombres.

Esperaba llegar a tiempo de impedir que escaparan las moscas de su prisión, pues sus mordiscos debían ser fatales para Doc. Su carrera era un desafío que lanzaba a la muerte. Por el camino arrojó lejos de sí la ametralladora.

También se despojó del revólver. Tenía que descargarse de peso excesivo.

Vadeó lagos de cieno que de ordinario hubieran evitado con un rodeo.

Matorrales, zarzas espinosas, abrojos, le salían al paso constantemente, pero él seguía marchando. En cierta ocasión se aventuró a entrar en un fangoso trozo de río, infestado de caimanes.

El sol asomaba ya su disco sobre la línea del horizonte… La luz del nuevo día se difundía velozmente la hora en que debía abrirse la caja de las moscas venenosas.

Buck trató en vano de caminar más deprisa. Estaba exhausto. A cada ruidosa inspiración de pulmones se le teñían los labios de una espuma rojiza, pues se había atravesado la lengua de un mordisco.

Por fin divisó la colina. Echó hacia la derecha y vio la caja que buscaba. Un horror sin nombre le invadió súbitamente.

¡Había llegado tarde!

¡La tapa de la caja comenzaba a abrirse!

El hombre no aflojó el paso. Por el contrario: avanzó más deprisa y saltó sobre la caja. De ella habían salido una docena de moscas.

Buck comprendió lo que le reservaba el Destino si realizaba lo que pretendía. Mas, no vaciló.

No obstante haber sucumbido a la influencia de la secta, tenía una moral propia. Doc Savage había devuelto a su hijo la razón perdida, por consiguiente evitaría a su costa que cayera en el lazo tendido por su enemigo.

Una de las moscas venenosas le mordió en un brazo mientras bajaba la tapa de la caja. Apenas se conmovió. Cerró y aseguró bien la caja y después tomó asiento sobre ella.

Deliberadamente consintió que los hambrientos que habían quedado fuera se posaran en su cuerpo, y le extrajeran la sangre indispensable para su alimento.

Al acabar, las fue matando una tras otra.

Después de ultimar la destrucción de la última mosca venenosa, se deshizo de la caja.

Doc y sus hombres le vieron llegar tambaleándose.

—¿Qué le sucede a ese hombre? —murmuró Monk.

Pronto iba a saberlo. Con voz entrecortada les explicó Buck lo sucedido.

Sus palabras eran cada vez más apagadas e incoherentes. Su rostro asumía un color encendido. El veneno obraba sobre él como obra el veneno de la cobra.

—¿Dónde se halla el Castillo del Mocasín? —le preguntó Doc.

Buck se moría y no se hacía ilusiones. Quizás comprendió a última hora la falsedad de la doctrina vuduista; tal vez adivinó que el Araña era un malvado situado más bajo en la escala que la propia Mocasín cuya imagen tatuaba en el paladar de sus esclavos.

Fuera lo que fuera, lo que le movía a obrar bien, era indudablemente en beneficio de la Humanidad.

Ahogándose, explicó en dos palabras la situación del Castillo.

Después quedó exánime. ¡Había muerto!

De este modo saldaba la deuda contraída con Doc Savage.

Profundo silencio sucedió a su fallecimiento. Nuestros aventureros no encontraban palabras con qué expresar su emoción.

Finalmente Monk expresó el pensamiento que estaba en la mente de todos: —¡Ese hombre era un héroe!— exclamó.

Capítulo XVII

El Araña Gris es…

El calor sofocante del mediodía pesaba sobre el Castillo del Mocasín.

De la selva adyacente y mojada, ascendía y se desparramaba en todas direcciones cálido vapor. Los cardenales, sinsontes y mirlos se mantenían inmóviles y callados sobre las ramas de los árboles emitiendo de vez en cuan chillidos semejantes al croar de las ranas.

Las lagartijas y lagartos que de ordinario se encaramaban tan deprisa por el tronco de las palmeras, avanzaban soñolientos o se detenían, jadeando, a la sombra de la fronda inmóvil.

Era como si la odiosa presencia del oculto y siniestro edificio de piedra hubiera contaminado e inyectado parte de su nefasta influencia a la marisma que le rodeaba.

Pero, en su interior, reinaba un gran contenido que transpiraba a su ambiente y se aguardaban buenas noticias.

El Araña daba vueltas, impaciente, en torno al trono dorado que se alzaba en el centro de la estancia futurista.

Echó la plomiza tarántula al aire y la recogió al vuelo. Todavía vestía la bata bordada y llevaba la máscara de seda.

—¿Qué detendrá a esos condenados habitantes de la marisma? —murmuró al cabo—. A estas horas tenían que haberme mandado un mensajero para notificarme la muerte de Doc y de sus hombres.

La repugnante tarántula trepaba en aquel momento por su bata moviendo a compás las largas patas. La cogió con vivo ademán.

—Probablemente temerán acercarse a la colina —decidió, tras de reflexionar un instante— para cerciorarse de que los enemigos han sido victimas de las moscas, pero ya no pueden tardar mucho en hacerlo.

Se aproximó a la puerta de salida y ordenó al guardián que vigilaba en el portal:

—Diga a los guardas que en cuanto llegue un mensajero lo hagan pasar aquí al instante.

—¡OUI! —repuso el hombre-mono.

Tranquilizado volvió a entrar el Araña Gris en la sala del trono.

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