Así habló Zaratustra (22 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Y una cosa más sé: me encuentro ahora ante mi última cumbre y ante aquello que durante más largo tiempo me ha sido ahorrado. ¡Ay, mi más duro camino es el que tengo que subir! ¡Ay, he comenzado mi caminata más solitaria!

Pero quien es de mi especie no se libra de semejante hora; de la hora que le dice: «¡Sólo en este instante recorres tu cami­no de grandeza! ¡Cumbre y abismo, ahora eso está fundido en una sola cosa!

Recorres tu camino de grandeza; ¡ahora se ha convertido en tu último refugio lo que hasta el momento se llamó tu último peligro!

Recorres tu camino de grandeza; ¡ahora es necesario que tu mejor valor consista en que no quede ya ningún camino a tus espaldas!

Recorres el camino de tu grandeza; ¡nadie debe seguirte aquí a escondidas! Tu mismo pie ha borrado detrás de ti el ca­mino, y sobre él está escrito: Imposibilidad.

Y si en adelante te faltan todas las escaleras, tienes que sa­ber subir incluso por encima de tu propia cabeza; ¿cómo que­rrías, de otro modo, caminar hacia arriba?

¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio cora­zón! Ahora lo más suave de ti tiene aún que convertirse en lo más duro.

Quien siempre se ha tratado a sí mismo con mucha indul­gencia acaba por enfermar a causa de ello. ¡Alabado sea lo que endurece! ¡Yo no alabo el país donde corren manteca y miel.
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Es necesario aprender a apartar la mirada de sí para ver muchas cosas; esa dureza necesítala todo aquel que escala montañas.

Mas quien tiene ojos importunos como hombre del cono­cimiento, ¡cómo iba a ver ése en todas las cosas algo más que los motivos superficiales de ellas!

Tú, sin embargo, oh Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de todas las cosas; por ello tienes que subir por encima de ti mismo, ¡arriba, cada vez más alto, hasta que in­cluso tus estrellas las veas por debajo de ti!

¡Sí! Bajar la vista hacia mí mismo e incluso hacia mis estre­llas; ¡sólo esto significaría mi cumbre, esto es lo que me ha quedado aún como mi última cumbre!

Así iba diciéndose Zaratustra a sí mismo al ascender, con­solando su corazón con duras sentenzuelas, pues tenía el corazón herido como nunca antes. Y cuando llegó a la cima de la cresta de la montaña, he aquí que el otro mar yacía allí extendido ante su vista; entonces se detuvo y calló largo rato. La noche era fría en aquella cumbre, y clara y estre­llada.

Conozco mi suerte, se dijo por fin con pesadumbre. ¡Bien! Estoy dispuesto. Acaba de empezar mi última soledad.

¡Ay, ese mar triste y negro a mis pies! ¡Ay, esa grávida desa­zón nocturna! ¡Ay, destino y mar! ¡Hacia vosotros tengo aho­ra que descender!

Me encuentro ante mi montaña más alta y ante mi más lar­ga caminata; por eso tengo primero que descender más bajo de lo que nunca descendí.

¡Descender al dolor más de lo que nunca descendí, hasta su más negro oleaje! Así lo quiere mi destino. ¡Bien! Estoy dispuesto.

¿De dónde vienen las montañas más altas?, pregunté en otro tiempo. Entonces aprendí que vienen del mar.

Este testimonio está escrito en sus rocas y en las paredes de sus cumbres. Lo más alto tiene que llegar a su altura desde lo más profundo. Así dijo Zaratustra en la cima del monte, donde hacía frío; pero cuando se acercó al mar y se encontró por fin únicamen­te entre los escollos, el camino lo había cansado y vuelto aún más anheloso que antes.

Todo continúa aún dormido, dijo; también el mar duerme. Ebrios de sueño y extraños miran sus ojos hacia mí.

Pero su aliento es cálido, lo siento. Y siento también que sueña. Y soñando se retuerce sobre duras almohadas.

¡Escucha! ¡Escucha! ¡Cómo gime el mar a causa de recuer­dos malvados! ¿O tal vez a causa de expectativas malvadas?

Ay, triste estoy contigo, oscuro monstruo, y enojado conmi­go mismo por tu causa.

¡Ay, por qué no tendrá mi mano bastante fortaleza! ¡En verdad, me gustaría redimirte de sueños malvados!

Y mientras Zaratustra hablaba así, se reía de sí mismo con melancolía y amargura. «¡Cómo! ¡Zaratustra!, dijo, ¿quieres consolar todavía al mar cantando?

¡Ay, Zaratustra, necio rico en amor, sobrebienaventurado de confianza! Pero así has sido siempre; siempre te has acerca­do confiado a todo lo horrible.

Has querido incluso acariciar a todos los monstruos. Un vaho de cálida respiración, un poco de suave vello en las ga­rras, y enseguida estabas dispuesto a amar y a atraer.

El amor es el peligro del más solitario, el amor a todas las cosas, ¡con tal de que vivan! ¡De risa son, en verdad, mi nece­dad y mi modestia en el amor!»

Así habló Zaratustra, y rió por segunda vez; entonces pensó en sus amigos abandonados, y como si los hubiera ofendido con sus pensamientos, enojóse consigo mismo a causa de és­tos. Y pronto ocurrió que el que reía se puso a llorar; de có­lera y de anhelo lloró Zaratustra amargamente.
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* * *

De la visión y enigma
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1

Cuando se corrió entre los marineros la voz de que Zaratus­tra se encontraba en el barco, pues al mismo tiempo que él había subido a bordo un hombre que venía de las islas afortu­nadas, prodújose una gran curiosidad y expectación. Mas Zaratustra estuvo callado durante dos días, frío y sordo de tristeza, de modo que no respondía ni a las miradas ni a las preguntas. Al atardecer del segundo día, sin embargo, aunque todavía guardaba silencio, volvió a abrir sus oídos; pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía de lejos y que quería ir aún más lejos. Zaratustra era amigo, en efecto, de todos aquellos que realizan largos viajes y no les gusta vivir sin peligro. Y he aquí que, por fin, a fuer­za de escuchar, su propia lengua se soltó y el hielo de su cora­zón se rompió; entonces comenzó a hablar así:

A vosotros los audaces buscadores e indagadores, y a quien­quiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a ma­res terribles,

a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos,

pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir;

a vosotros solos os cuento el enigma que he visto, la visión del más solitario:

Sombrío
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caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, sombrío y duro, con los labios apreta­dos. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí.

Un sendero que ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al que ya no alentaban ni hier­bas ni matorrales: un sendero de montaña crujía bajo la obs­tinación de mi pie.

Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.

Hacia arriba, a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.

Hacia arriba, aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído,
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pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro.

«Oh Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú, piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada, ¡tiene que caer!

¡Oh Zaratustra, tú, piedra de la sabiduría, tú, piedra de hon­da, tú, destructor de estrellas! A ti mismo te has arrojado muy alto, mas toda piedra arrojada, ¡tiene que caer!

Condenado a ti mismo, y a tu propia lapidación; oh Za­ratustra, sí, lejos has lanzado la piedra, ¡mas sobre ti cae­rá de nuevo!»

Calló aquí el enano; y esto duró largo tiempo. Mas su silen­cio me oprimía; ¡y cuando se está así entre dos, se está, en ver­dad, más solitario que cuando se está solo!

Yo subía, subía, soñaba, pensaba, mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse.

Pero hay algo en mí que yo llamo valor; hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento. Ese valor me hizo al fin dete­nerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!»

El valor es, en efecto, el mejor matador; el valor que ata­ca, pues todo ataque se hace a tambor batiente.

Pero el hombre es el animal más valeroso, por ello ha ven­cido a todos los animales. A tambor batiente ha vencido inclu­so todos los dolores; pero el dolor por el hombre es el dolor más profundo.

El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos, ¡y en qué lugar no estaría el hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es mirar abismos?

El valor es el mejor matador; el valor mata incluso la com­pasión. Pero la compasión es el abismo más profundo: cuan­to el hombre hunde su mirada en la vida, otro tanto la hunde en el sufrimiento.

Pero el valor es el mejor matador; el valor que ataca: éste mata la muerte misma, pues dice: «¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez! ».
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En estas palabras, sin embargo, hay mucho sonido de tam­bor batiente. Quien tenga oídos, oiga.

2

«¡Alto! ¡Enano!, dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos: ¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ése no podrías soportarlo!»

Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero, ¡pues el enano saltó de mi hombro, el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí donde nos habíamos detenido había un portón.

«¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo, tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí; nadie los ha recorrido aún has­ta su final.

Esa larga calle hacia atrás dura una eternidad. Y esa larga calle hacia adelante es otra eternidad.

Se contraponen esos caminos; chocan derechamente de cabeza, y aquí, en este portón, es donde convergen. El nom­bre del portón está escrito arriba: "Instante".

Pero si alguien recorriese uno de ellos cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?”

«Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.» «Tú, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no to­mes las cosas tan a la ligera! O te dejo en cuclillas ahí donde te encuentras, cojitranco, ¡y yo te he subido hasta aquí!

¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado "Instante" corre hacia atrás una calle larga, eterna; a nuestras espaldas yace una eternidad.

Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que ha­ber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?

Y si todo ha existido ya, ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que haber exis­tido ya?

¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras sí todas las cosas venideras? ¿Por lo tanto, incluso a sí mismo?

Pues cada una de las cosas que pueden correr, ¡también por esa larga calle hacia adelante tiene que volver a correr una vez más!

Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos jun­to a este portón, cuchicheando de cosas eternas ¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?

y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle, ¿no tenemos que retornar eternamente?»

Así dije, con voz cada vez más queda, pues tenía miedo de mis propios pensamientos y de sus trasfondos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro cerca.

¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensa­miento corrió hacia atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota in­fancia.
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entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi con el pelo erizado, la cabeza levantada, temblando, en la más si­lenciosa medianoche, cuando incluso los perros creen en fantasmas,

de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel mo­mento la luna llena, con un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había detenido, un disco incandescente, detenido sobre el techo plano, como sobre propiedad ajena;

esto exasperó entonces al perro; pues los perros creen en la­drones y fantasmas. Y cuando de nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.

¿Adónde se había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el cuchicheo? ¿Había yo soñado, pues? ¿Me ha­bía despertado? De repente me encontré entre peñascos salva­jes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.

¡Pero allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltan­do, con el pelo erizado, gimiendo; ahora él me veía venir, y entonces aulló de nuevo; gritó; ¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?

Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un jo­ven pastor retorciéndose, ahogándose, convulso, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente negra.
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¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la ser­piente se deslizó en su garganta y se aferraba a ella mordiendo.

Mi mano tiró de la serpiente; tiró y tiró; ¡en vano! No conseguí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: «¡Muerde! ¡Muerde!

¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!» éste fue el grito que de mí se escapó; mi horror, mi odio, mi náusea, mi lástima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito.

¡Vosotros, hombres audaces que me rodeáis! ¡Vosotros, buscadores, indagadores, y quienquiera de vosotros que se haya lanzado con velas astutas a mares inexplorados! ¡Voso­tros, que gozáis con enigmas!

¡Resolvedme, pues, el enigma que yo contemplé entonces, interpretadme la visión del más solitario!
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Pues fue una visión y una previsión; ¿qué vi yo entonces en símbolo? ¿Y quién es el que algún día tiene que venir aún?
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¿Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pe­sadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?

Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la ser­piente y se puso en pie de un salto.
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