Así habló Zaratustra (36 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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es de su compasión de lo que yo he huido, buscando refu­gio en ti. Oh Zaratustra, protégeme, tú mi último refugio, tú el único que me ha adivinado:

tú has adivinado qué sentimientos experimenta el que lo mató a Él. ¡Quédate! Y si quieres irte, impaciente: no vayas por el camino que yo he seguido. Ese camino es malo.

¿Estás irritado conmigo porque hace ya mucho tiempo que hablo y chapurreo? ¿De que yo te dé consejos? Pero tú sabes que yo, el más feo de los hombres,

yo soy también el que tiene asimismo los pies más gran­des y más pesados. Por donde yo he pasado, allí el camino es malo. Todos los caminos pisados por mí quedan muertos y es­tropeados.

Mas en el hecho de que tú pasases a mi lado en silencio; de que te ruborizases, bien lo vi: en eso he reconocido que tú eres Zaratustra.

Cualquier otro me habría arrojado su limosna, su compa­sión, con miradas y palabras. Mas para esto no soy yo bas­tante mendigo, eso tú lo has adivinado

para esto soy yo demasiado rico, ¡rico en cosas grandes, terribles, en las cosas más feas, más inexpresables! ¡Tu ver­güenza, oh Zaratustra, me ha honrado!

A duras penas logré escapar de la muchedumbre de los compasivos, para encontrar al único que hoy enseña “la compasión es importuna
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¡a ti, oh Zaratustra!

ya sea compasión de un Dios, ya sea compasión de los hombres: la compasión va contra el pudor. Y no querer-ayu­dar puede ser más noble que aquella virtud que se apresura solícita.

Mas entre todas las gentes pequeñas se da hoy el nombre de virtud a eso, a la compasión: ellas no tienen respeto por la gran desgracia, por la gran fealdad, por el gran fracaso.

Yo miro por encima de todos éstos al modo como el perro mira por encima de los lomos de los pululantes rebaños de ovejas. Son pequeñas gentes grises, lanosas, benévolas.

Como una garza mira despectivamente por encima de los estanques poco profundos, con la cabeza echada hacia atrás: así miro yo por encima del hormigueo de grises y pequeñas olas y voluntades y almas.

Durante demasiado tiempo se les ha dado la razón a esas gentes pequeñas: con ello se les ha acabado por dar, finalmen­te, también el poder ahora enseñan: “Bueno es tan sólo aquello que las gentes pequeñas llaman bueno”.

Y “verdad” se llama hoy lo que dijo el predicador que pro­cedía de ellos, aquel extraño santo y abogado de las gentes pe­queñas, que atestiguó de sí mismo “yo soy la verdad”.

Desde hace ya mucho tiempo ese presuntuoso hace hin­char la cresta a las gentes pequeñas, él, que enseñó un error nada pequeño cuando enseñó “yo soy la verdad”.
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¿Se ha dado nunca una respuesta más cortés a un presun­tuoso? Pero tú, oh Zaratustra, lo dejaste de lado al pasar y di­jiste: “¡No! ¡No! ¡Tres veces no!”

Tú pusiste en guardia contra la compasión no a todos, no a nadie,
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sino a ti y a los de tu especie.

Tú te avergüenzas de la vergüenza del que sufre mucho; y en verdad, cuando dices “de la compasión procede una gran nube, ¡atención, hombres!”

cuando enseñas “todos los creadores son duros, todo gran amor está por encima de su propia compasión,
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¡oh Zaratustra, qué bien me pareces entender de signos meteoro­lógicos!

Pero tú mismo ¡ponte en guardia también a ti mismo contra tu compasión! Pues muchos se encuentran en camino hacia ti, muchos que sufren, que dudan, que desesperan, que se ahogan, que se hielan

También contra mí te pongo en guardia. Tú has adivinado mi mejor, mi peor enigma, a mí mismo y lo que yo había he­cho. Yo conozco el hacha que te derriba.

Pero Él tenía que morir: miraba con unos ojos que lo veían todo, veía las profundidades y las honduras del hombre, toda la encubierta ignominia y fealdad de éste.

Su compasión carecía de pudor: penetraba arrastrándose hasta mis rincones más sucios.
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Ese máximo curioso, super­indiscreto, super-compasivo, tenía que morir.

Me veía siempre: de tal testigo quise vengarme o dejar de vivir.

El Dios que veía todo, también al hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no soporta que tal testigo viva.»

Así habló el más feo de los hombres. Y Zaratustra se levantó y se dispuso a irse: pues estaba aterido hasta las entrañas.

«Tú, inexpresable, dijo, me has puesto en guardia contra tu camino. Para agradecértelo voy a alabarte los míos. Mira, allá arriba está la caverna de Zaratustra.

Mi caverna es grande y profunda y tiene muchos rincones; allí encuentra su escondrijo el más escondido de los hombres. Y junto a ella hay cien agujeros y hendiduras para los anima­les que se arrastran, que revolotean y que saltan.

Tú, expulsado que te has expulsado a ti mismo, ¿no quieres vivir en medio de los hombres y de la compasión humana? ¡Bien, obra como yo! Así aprenderás también de mí; sólo obrando se aprende.

¡Y ante todo y sobre todo, habla con mis animales! El ani­mal más orgulloso y el animal más inteligente ¡ellos son sin duda los adecuados consejeros para nosotros dos!»

Así habló Zaratustra y siguió sus caminos, aún más pensa­tivo y lento que antes: pues se hacía muchas preguntas a sí mismo y no le era fácil darse respuesta.

«¡Qué pobre es el hombre!, pensaba en su corazón, ¡qué feo, qué resollante, qué lleno de secreta vergüenza!

Me dicen que el hombre se ama a sí mismo: ¡ay, qué grande tiene que ser ese amor a sí mismo! ¡Cuánto desprecio tiene en su contra!

También ése de ahí se amaba a sí mismo tanto como se des­preciaba, para mí es alguien que ama mucho y que despre­cia mucho.

A nadie encontré todavía que se despreciase más profunda­mente: también esto es altura. Ay, ¿acaso era ése el hombre su­perior, cuyo grito oí?

Yo amo a los grandes despreciadores. Pero el hombre es algo que tiene que ser superado.»

* * *

El mendigo voluntario

Cuando Zaratustra hubo dejado al más feo de los hom­bres tuvo frío y se sintió solo: por su ánimo cruzaban, en efec­to, muchos pensamientos fríos y solitarios, de modo que por este motivo también sus miembros se enfriaron más. Pero mientras continuaba su camino, subiendo, bajando, pasando unas veces al lado de verdes prados, pero también por ba­rrancos salvajes y pedregosos, donde en otro tiempo, sin duda, un impaciente arroyo había tendido su lecho: de pronto sus pensamientos comenzaron a volverse más cálidos y cor­diales.

«¿Qué me ha sucedido?, se preguntó, algo caliente y vivo me reconforta, y tiene que hallarse cerca de mí.

Ya estoy menos solo; desconocidos hermanos y compañe­ros de viaje andan vagando a mi alrededor, su cálido aliento llega hasta mi alma.»

Mas cuando atisbó a su alrededor buscando a los consola­dores de su soledad: ocurrió que eran unas vacas que se halla­ban reunidas en una altura; su cercanía y su olor habían cal­deado su corazón.
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Aquellas vacas parecían escuchar con interés a alguien que les hablaba y no prestaban atención al que se acercaba. Y cuando Zaratustra estuvo junto a ellas oyó cla­ramente que una voz de hombre salía de en medio de las va­cas; y era manifiesto que todas ellas habían vuelto sus cabezas hacia quien hablaba.

Entonces Zaratustra se lanzó presurosamente en medio de los animales y los apartó, pues temía que le hubiese ocurrido una desgracia a alguien, al cual difícilmente podía servirle de ayuda la compasión de unas vacas. Pero en esto se había enga­ñado; pues he aquí que había allí un hombre sentado en tierra y parecía exhortar a las vacas a que no tuviesen miedo de él, hombre pacífico y predicador de la montaña,
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en cuyos ojos predicaba la bondad misma. «¿Qué buscas tú aquí?», exclamó Zaratustra con asombro.

«¿Que qué busco yo aquí?, respondió aquél: lo mismo que tú, ¡aguafiestas!, a saber, la felicidad en la tierra.

Mas para lograrlo quisiera aprender de estas vacas. Pues, sin duda lo sabes, hace ya media mañana que les estoy ha­blando, y justo ahora iban ellas a darme una respuesta. ¿Por qué las perturbas?

Mientras no nos convirtamos y nos hagamos como vacas no entraremos en el reino de los cielos.
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De ellas deberíamos aprender, en efecto, una cosa: el rumiar.

Y, en verdad, si el hombre conquistase el mundo entero y no aprendiese esa única
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cosa, el rumiar: ¡de qué le serviría! No escaparía a su tribulación,

a su gran tribulación: la cual tiene hoy el nombre de náu­sea. ¿Quién no tiene hoy llenos de náusea el corazón, la boca y los ojos? ¡También tú! ¡También tú! ¡Contempla, en cambio, a estas vacas!»

Así habló el predicador de la montaña, y luego volvió su mirada hacia Zaratustra, pues hasta ese momento estuvo amorosamente pendiente de las vacas -: mas entonces se transformó. «¿Con quién estoy hablando?, exclamó espanta­do, y se levantó de un salto del suelo.

Éste es el hombre sin náusea, éste es Zaratustra en persona, el vencedor de la gran náusea, éstos son los ojos, ésta es la boca, éste es el corazón de Zaratustra en persona.

Y mientras esto decía besábale las manos a aquel a quien hablaba, con ojos bañados en lágrimas, y se comportaba exactamente como uno a quien de improviso le cae del cielo un precioso regalo y un tesoro. Mas las vacas contemplaban todo esto y se maravillaban.

«No hables de mí, ¡hombre extraño!, ¡hombre encantador!, dijo Zaratustra defendiéndose de su ternura, ¡háblame pri­mero de ti! ¿No eres tú el mendigo voluntario, que en otro tiempo arrojó lejos de sí una gran riqueza,

que se avergonzó de su riqueza y de los ricos, y huyó a los pobres para regalarles la abundancia y su corazón? Pero ellos a él no lo aceptaron.»

«Pero ellos a mí no me aceptaron, dijo el mendigo volunta­rio, lo sabes bien. Por esto acabé marchándome a los anima­les y a estas vacas.»

«Entonces aprendiste, interrumpió Zaratustra al que ha­blaba, que es más difícil dar bien que tomar bien, y que rega­lar bien es un arte y la última y más refinada maestría de la bondad».
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«Especialmente hoy en día, respondió el mendigo volunta­rio: hoy en que todo lo bajo se ha vuelto levantisco e intrata­ble, y orgulloso a su manera, a saber: a la manera de la plebe.

Pues ha llegado la hora, tú lo sabes bien, de la grande, per­versa, larga, lenta rebelión de la plebe y de los esclavos: ¡Rebe­lión que crece cada vez más!

Ahora toda beneficencia y todo pequeño regalo indignan a los de abajo; ¡y los demasiado ricos, que estén en guardia! Quien hoy, semejante a una botella ventruda, gotea por cuellos demasiado estrechos: a esas botellas la gente gusta hoy de romperles el cuello.

Codicia lasciva, envidia biliosa, rencor malhumorado, or­gullo plebeyo: todo eso me ha saltado a la cara. Ya no es verdad que los pobres sean bienaventurados.
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El reino de los cielos está entre las vacas».

¿Y por qué no está entre los ricos?, preguntó Zaratustra para tentarlo, mientras rechazaba a las vacas, que acariciaban familiarmente con su aliento a aquel apacible hombre.

«¿Por qué me tientas?, respondió éste. Tú mismo lo sabes mejor que yo. ¿Pues qué fue lo que me empujó a irme con los más pobres, oh Zaratustra? ¿No fue la náusea que me causa­ban los más ricos de entre nosotros?

¿los forzados de la riqueza, que recogen su ganancia de todas las barreduras, con ojos fríos, con pensamientos codi­ciosos, esa chusma cuyo hedor llega al cielo,

esa plebe dorada, falsificada, cuyos padres fueron rateros, o pájaros de carroña, o traperos, esa plebe complaciente con las mujeres, lasciva, olvidadiza: todos ellos no se diferen­cian apenas, en efecto, de una puta

¡plebe arriba, plebe abajo! ¡Qué significan ya hoy “los po­bres” y “los ricos”! Esa diferencia la he olvidado, por ello me escapé lejos, cada vez más lejos, hasta llegar a estas vacas.»

Así habló el pacífico, y resoplaba y sudaba con sus pala­bras: de modo que las vacas se maravillaron de nuevo. Mas Zaratustra le estuvo mirando todo el tiempo a la cara, son­riendo, mientras aquél hablaba tan duramente, y movió la ca­beza en silencio.

«Te haces violencia a ti mismo, predicador de la montaña, al emplear palabras tan duras. Para tal dureza no están hechos ni tu boca ni tus ojos.

Tampoco, según me parece, tu estómago: a él le repugna todo ese encolerizarse y odiar y enfurecerse. Tu estómago re­clama cosas más suaves: tú no eres un carnicero.

Me pareces, antes bien, alguien que se alimenta de plantas y de raíces. Tal vez mueles grano. Y, con toda certeza, eres contrario a las alegrías de la carne y amas la miel.»

«Me has adivinado bien, respondió el mendigo voluntario, con el corazón aliviado. Yo amo la miel, también muelo gra­no, pues he buscado lo que agrada al paladar y hace puro el aliento:

también lo que necesita largo tiempo, un trabajo que ocupe día y hocico de afables ociosos y haraganes.

Estas vacas, ciertamente, han llegado más lejos que nadie: se han inventado el rumiar y el estar echadas al sol. También se abstienen de todos los pensamientos pesados, que hinchan el corazón.»

«¡Bien!, dijo Zaratustra: tú deberías ver también mis ani­males, mi águila y mi serpiente, hoy no tienen igual en la tie­rra.

Mira, por ahí va el camino que conduce a mi caverna: sé huésped de ella esta noche. Y habla con mis animales acerca de la felicidad de los animales,

hasta que yo también vuelva a casa. Pues ahora me llama un grito de socorro que me obliga a alejarme de ti a toda pri­sa.
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Asimismo encontrarás miel nueva en mi casa, miel do­rada de panales, fresca como el hielo: ¡cómela!

Mas ahora despídete en seguida de tus vacas, ¡hombre ex­traño!, ¡hombre encantador!, aunque te resulte difícil. ¡Pues son tus amigos y maestros más cálidos!»

« Excepto uno, al cual yo amo todavía más, respondió el mendigo voluntario. ¡Tú mismo eres bueno, y mejor incluso que una vaca, oh Zaratustra!»

«¡Vete, vete!, ¡vil adulador!, gritó Zaratustra con maligni­dad, ¿por qué me corrompes con esa alabanza y con miel de adulaciones?»

«¡Vete, vete!», volvió a gritar, y blandió el bastón hacia el tierno mendigo: pero éste escapó a toda prisa.

* * *

La sombras
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Mas apenas acababa de irse el mendigo voluntario y volvía Zaratustra a estar solo consigo mismo cuando oyó a su espalda una nueva voz: ésta gritaba «¡Alto! ¡Zaratustra! ¡Aguarda! ¡Soy yo, oh Zaratustra, yo, tu sombra!» Pero Zara­tustra no aguardó, pues un fastidio repentino se apoderó de él a causa de la gran muchedumbre y gentío que en sus monta­ñas había. «¿Dónde se ha ido mi soledad?, dijo.

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