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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (8 page)

BOOK: Así habló Zaratustra
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¿Qué es ese hombre? Un montón de enfermedades, que a través del espíritu se extienden por el mundo: allí quieren ha­cer su botín.

¿Qué es ese hombre? Una maraña de serpientes salvajes, que rara vez tienen paz entre sí; y entonces cada una se va por su lado, buscando botín en el mundo.

¡Mirad ese pobre cuerpo! Lo que él sufría y codiciaba, esa pobre alma lo interpretaba para sí; lo interpretaba como placer asesino y como ansia de la felicidad del cuchillo.

A quien ahora se pone enfermo asáltalo el mal, lo que aho­ra es mal: el enfermo quiere causar daño con aquello que a él le causa daño. Pero ha habido otros tiempos, y otros males y bienes.

En otro tiempo eran un mal la duda y la voluntad de sí­mismo. Entonces el enfermo se convertía en hereje y en bru­ja: como hereje y como bruja sufría y quería hacer sufrir.

Pero esto no quiere entrar en vuestros oídos: perjudica a vuestros buenos, me decís. ¡Mas qué me importan a mí vues­tros buenos!

Muchas cosas de vuestros buenos me producen náuseas, y, en verdad, no su mal. ¡Pues yo quisiera que tuvieran una de­mencia a causa de la cual pereciesen, como ese pálido delin­cuente!

En verdad, yo quisiera que su demencia se llamase verdad o fidelidad o justicia: pero ellos tienen su virtud para vivir largo tiempo y en un lamentable bienestar.

Yo soy un pretil junto a la corriente
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: ¡agárreme el que pue­da agarrarme! Pero yo no soy vuestra muleta.,

Así habló Zaratustra.

* * *

Del leer y el escribir

De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escri­be con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.

No es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.

Quien conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un si­glo de lectores todavía, y hasta el espíritu olerá mal.

El que a todo el mundo le sea lícito aprender a leer corrom­pe a la larga no sólo el escribir, sino también el pensar.

En otro tiempo el espíritu era Dios,
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luego se convirtió en hombre, y ahora se convierte incluso en plebe.

Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido de memoria.

En las montañas el camino más corto es el que va de cum­bre a cumbre: mas para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se ha­bla, hombres altos y robustos.

El aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad: estas cosas se avienen bien.

Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duen­des; el valor quiere reír.

Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros: esa nube que veo por debajo de mí, esa negrura y pesadez de que me río; cabalmente ésa es vuestra nube tempestuosa.

Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy elevado.

¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida.
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Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos, así nos quiere la sabiduría: es una mujer y ama siempre únicamente a un guerrero.
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Vosotros me decís: «la vida es difícil de llevar». Mas ¿para qué tendríais vuestro orgullo por las mañanas y vuestra resig­nación por las tardes?

La vida es difícil de llevar: ¡no me os pongáis tan delica­dos! Todos nosotros somos guapos, borricos y pollinas de carga.
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¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de ro­cío?

Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar.
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Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia.
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Y también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbu­jas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de su misma especie.

Ver revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, vo­lubles, eso hace llorar y cantar a Zaratustra.

Yo no creería más que en un dios que supiese bailar.

Y cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profun­do, solemne: era el espíritu de la pesadez,
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él hace caer a to­das las cosas.

No con la cólera, sino con la risa se mata.
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¡Adelante, ma­temos el espíritu de la pesadez!

He aprendido a andar: desde entonces me dedico a correr. He aprendido a volar: desde entonces no quiero ser empuja­do para moverme de un sitio.

Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora un dios baila por medio de mí.

Así habló Zaratustra.

* * *

Del árbol de la montaña
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El ojo de Zaratustra había visto que un joven lo evitaba. Y cuando una tarde caminaba solo por los montes que ro­dean la ciudad llamada «La Vaca Multicolor»: he aquí que en­contró en su camino a aquel joven, sentado junto a un árbol en el que se apoyaba y mirando al valle con mirada cansada. Za­ratustra agarró el árbol junto al cual estaba sentado el joven y dijo:

Si yo quisiera sacudir este árbol con mis manos, no podría. Pero el viento, que nosotros no vemos, lo maltrata y lo do­bla hacia donde quiere. Manos invisibles son las que peor nos doblan y maltratan.
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Entonces el joven se levantó consternado y dijo: «Oigo a Za­ratustra, y en él estaba precisamente pensando.» Zaratustra re­plicó:

«¿Y por eso te has asustado?, Al hombre le ocurre lo mis­mo que al árbol.

Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo; hacia el mal.»

«¡Sí, hacia el mal!, exclamó el joven. ¿Cómo es posible que tú hayas descubierto mi alma?»

Zaratustra sonrió y dijo: «A ciertas almas no se las descu­brirá nunca a no ser que antes se las invente».

«¡Sí, hacia el mal!, volvió a exclamar el joven.

Tú has dicho la verdad, Zaratustra. Desde que quiero ele­varme hacia la altura ya no tengo confianza en mí mismo, y ya nadie tiene confianza en mí; ¿cómo ocurrió esto?

Me transformo demasiado rápidamente: mi hoy refuta a mi ayer. A menudo salto los escalones cuando subo; esto no me lo perdona ningún escalón.

Cuando estoy arriba, siempre me encuentro solo. Nadie habla conmigo, el frío de la soledad me hace estremecer. ¿Qué es lo que quiero yo en la altura?

Mi desprecio y mi anhelo crecen juntos; cuanto más alto subo, tanto más desprecio al que sube. ¿Qué es lo que quiere éste en la altura?

¡Cómo me avergüenzo de mi subir y tropezar! ¡Cómo me burlo de mi violento jadear! ¡Cómo odio al que vuela! ¡Qué cansado estoy en la altura!»

Aquí el joven calló. Y Zaratustra miró detenidamente el ár­bol junto al que se hallaban y dijo:

«Este árbol se encuentra solitario aquí en la montaña; ha crecido muy por encima del hombre y del animal.

Y si quisiera hablar, no tendría a nadie que lo comprendie­se: tan alto ha crecido.

Ahora él aguarda y aguarda; ¿a qué aguarda, pues? Habi­ta demasiado cerca del asiento de las nubes: ¿acaso aguarda el primer rayo?».
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Cuando Zaratustra hubo dicho esto el joven exclamó con ademanes violentos: «Sí, Zaratustra, tú dices verdad. Cuando yo quería ascender a la altura, anhelaba mi caída, ¡y tú eres el rayo que yo aguardaba! Mira, ¿qué soy yo des­de que tú nos has aparecido? ¡La envidia de ti es lo que me ha destruido!», Así dijo el joven, y lloró amargamente.
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Mas Zaratustra lo rodeó con su brazo y se lo llevó consigo. Y cuando habían caminado un rato juntos, Zaratustra co­menzó a hablar así:

Mi corazón está desgarrado. Aún mejor que tus palabras es tu ojo el que me dice todo el peligro que corres.

Todavía no eres libre, todavía buscas la libertad. Tu bús­queda te ha vuelto insomne y te ha desvelado demasiado. Quieres subir a la altura libre, tu alma tiene sed de estrellas. Pero también tus malos instintos tienen sed de libertad.

Tus perros salvajes quieren libertad; ladran de placer en su cueva cuando tu espíritu se propone abrir todas las prisio­nes.
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Para mí eres todavía un prisionero que se imagina la liber­tad: ay, el alma de tales prisioneros se torna inteligente, pero también astuta y mala.

El liberado del espíritu tiene que purificarse todavía. Mu­chos restos de cárcel y de moho quedan aún en él: su ojo tiene que volverse todavía puro.

Sí, yo conozco tu peligro. Mas por mi amor y mi esperanza te conjuro: ¡no arrojes de ti tu amor y tu esperanza!

Todavía te sientes noble, y noble te sienten todavía también los otros, que te detestan y te lanzan miradas malvadas. Sabe que un noble les es a todos un obstáculo en su camino.

También a los buenos un noble les es un obstáculo en su ca­mino: y aunque lo llamen bueno, con ello lo que quieren es apartarlo a un lado.

El noble quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud. El bueno quiere las cosas viejas, y que se conserven.

Pero el peligro del noble no es volverse bueno, sino insolen­te, burlón, destructor.

Ay, yo he conocido nobles que perdieron su más alta espe­ranza. Y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas.

Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres, y apenas se trazaron metas de más de un día.

“El espíritu es también voluptuosidad”, así dijeron. Y en­tonces se le quebraron las alas a su espíritu: éste se arrastra ahora de un sitio para otro y mancha todo lo que roe.

En otro tiempo pensaron convertirse en héroes: ahora son libertinos. Pesadumbre y horror es para ellos el héroe.

Mas por mi amor y mi esperanza te conjuro: ¡no arrojes al héroe que hay en tu alma! ¡Conserva santa tu más alta espe­ranza!,

Así habló Zaratustra.

* * *

De los predicadores de la muerte
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Hay predicadores de la muerte: y la tierra está llena de se­res a quien hay que predicar que se alejen de la vida.

Llena está la tierra de superfluos, corrompida está la vida por los demasiados. ¡Ojalá los saque alguien de esta vida con el atractivo de la «vida eterna»!

«Amarillos»: así se llama a los predicadores de la muerte, o «negros». Pero yo quiero mostrároslos todavía con otros co­lores.

Ahí están los seres terribles, que llevan dentro de sí el ani­mal de presa y no pueden elegir más que o placeres o autola­ceración. E incluso sus placeres continúan siendo autolacera­ción.

Aún no han llegado ni siquiera a ser hombres, esos seres te­rribles: ¡ojalá prediquen el abandono de la vida y ellos mismos se vayan a la otra!
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Ahí están los tuberculosos del alma: apenas han nacido y ya han comenzado a morir, y anhelan doctrinas de fatiga y de re­nuncia.

¡Querrían estar muertos, y nosotros deberíamos aprobar su voluntad! ¡Guardémonos de resucitar a esos muertos y de las­timar a esos ataúdes vivientes!

Si encuentran un enfermo, o un anciano, o un cadáver, en­seguida dicen: «¡la vida está refutada!»

Pero sólo están refutados ellos, y sus ojos, que no ven más que un solo rostro en la existencia.

Envueltos en espesa melancolía, y ávidos de los pequeños incidentes que ocasionan la muerte: así es como aguardan, con los dientes apretados.

O extienden la mano hacia las confituras y, al hacerlo, se burlan de su niñería: penden de esa caña de paja que es su vida y se burlan de seguir todavía pendientes de una caña de paja.
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Su sabiduría dice: «¡tonto es el que continúa viviendo, mas también nosotros somos así de tontos! ¡Y ésta es la cosa más tonta en la vida!»,

«La vida no es más que sufrimiento», esto dicen otros, y no mienten: ¡así, pues, procurad acabar vosotros! ¡Así, pues, procurad que acabe esa vida que no es más que sufrimiento!

Y diga así la enseñanza de vuestra virtud: «¡tú debes matar­te a ti mismo! ¡Tú debes quitarte de en medio a ti mismo!»
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«La voluptuosidad es pecado; así dicen los unos, que pre­dican la muerte, ¡apartémonos y no engendremos hijos!»

«Dar a luz es cosa ardua; dicen los otros, ¿para qué dar a luz? ¡No se da a luz más que seres desgraciados!» Y también éstos son predicadores de la muerte.

«Compasión es lo que hace falta, así dicen los terceros. ¡Tomad lo que yo tengo! ¡Tomad lo que yo soy! ¡Tanto menos me atará así la vida!»

Si fueran compasivos de verdad, quitarían a sus prójimos el gusto de la vida. Ser malvados, ésa sería su verdadera bon­dad.

Pero ellos quieren librarse de la vida: ¡qué les importa el que, con sus cadenas y sus regalos, aten a otros más fuerte­mente todavía!

Y también vosotros, para quienes la vida es trabajo salvaje e inquietud: ¿no estáis muy cansados de la vida? ¿No estáis muy maduros para la predicación de la muerte?

Todos vosotros que amáis el trabajo salvaje y lo rápido, nuevo, extraño; os soportáis mal a vosotros mismos, vues­tra diligencia es huída y voluntad de olvidarse a sí mismo.

Si creyeseis más en la vida, os lanzaríais menos al instante. ¡Pero no tenéis en vosotros bastante contenido para la espera, y ni siquiera para la pereza!

Por todas partes resuena la voz de quienes predican la muerte: y la tierra está llena de seres a quienes hay que predi­car la muerte.

O «la vida eterna»: para mí es lo mismo; ¡con tal de que se marchen pronto a ella!

Así habló Zaratustra.

* * *

De la guerra y el pueblo guerrero

No queremos que con nosotros sean indulgentes nues­tros mejores enemigos, ni tampoco aquellos a quienes ama­mos a fondo. ¡Por ello dejadme que os diga la verdad!

¡Hermanos míos en la guerra! Yo os amo a fondo, yo soy y he sido vuestro igual. Y yo soy también vuestro mejor enemi­go. ¡Por ello dejadme que os diga la verdad!

Yo sé del odio y de la envidia de vuestro corazón. No sois bastante grandes para no conocer odio y envidia. ¡Sed, pues, bastante grandes para no avergonzaros de ellos!

Y si no podéis ser santos del conocimiento, sed al menos guerreros de él. Éstos son los acompañantes y los precursores de tal santidad.

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