Assur (67 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

BOOK: Assur
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Ahora se sentía agobiado, con las entrañas tensas como una vejiga reseca cubriendo un tragaluz.

—¿Estás bien? —insistió Thyre preocupada ante la falta de respuesta.

Assur tampoco contestó, seguía mirando el horizonte. Y ella, inclinándose para recoger sus pies descalzos bajo sus muslos, reunió el valor suficiente para acercar su mano hasta la del hispano.

Thyre dudó, ansiosa por dejarse llevar y preocupada por el rechazo. Después de juguetear tímidamente con la apolillada pelambrera de la piel, reunió el coraje que necesitaba y revoloteó con sus dedos sobre el dorso de la mano de Assur. En cuanto sintió el contacto, el hispano se giró hacia ella y la miró con intensidad.

La joven vio aquellos ojos que la escudriñaban y temió haber hecho algo incorrecto, se sintió amedrentada y notó cómo el rubor cubría sus mejillas. Quiso retirar su mano, pero Assur se lo impidió apresurándose a tomar entre los suyos aquellos delicados dedos.

Ella, abochornada, bajó el rostro y apagó sus ojos en el raído cuero. Y un pequeño escarabajo que se esforzaba por atravesar el laberinto de la vieja pelambre se convirtió en el centro de su mundo mientras el corazón amenazaba con romperle el pecho.

Assur la miró, embriagándose de ternura. Rizos desmañados caían ocultándole el rostro, y la línea limpia de la frente recortaba su perfil entre aquellos reflejos pajizos, en el puente de la nariz bailaba un destello de la puesta de sol, y las suaves curvas de los labios se combaban con evidente tensión. Entre los cabellos se veía un delicado lunar que moteaba la suave piel nacarada de su cuello, y Assur tuvo que reprimirse para no besarla justo allí. Inclinado sobre el nacimiento del pecho pendía un collar de coloridas cuentas de vidrio que oscilaban al ritmo de la agitada respiración llenando el aire con un frágil tintineo hipnótico.

Thyre no se atrevía a mirar a aquel hombre que le había enseñado a desear que su ropa se disolviese en un suspiro, a anhelar que él fuese la imagen de sus sueños. No lo veía, sin embargo, podía sentirlo, tan cerca y tan intensamente que dolía. Sus manos vigorosas recogían la suya con la delicadeza justa para poder refugiarse en toda aquella fuerza, contenida con la ternura necesaria para evitar dañarla. Su olor la abrazaba haciendo que sus piernas se estremeciesen.

Él soltó una de sus manos y tomó el frágil mentón de ella con delicadeza. Thyre sintió la piel maltratada de la cicatriz y, de improviso, notó un calor irrefrenable que le inundaba el rostro. El tacto era rudo, pero le gustó, y le gustó porque aquella cicatriz era él, un pedazo de él, era una parte de aquel hombre al que estaba aprendiendo a amar, con esa y con todas las imperfecciones que lo hacían único. Único y suyo.

La presión de la mano de Assur aumentó y ella se dejó hacer. Cuando alzó el rostro vio aquellos ojos que sabían a mar y se sintió perdida. Por un momento sintió un dolor insondable atravesarle las entrañas, por un instante imaginó lo que supondría no volver a ver aquellos ojos jamás y casi pudo oír el silbar del viento zumbándole en los oídos mientras caía desde el más alto acantilado del norte.

—Viajaba hacia el norte, intentaba llegar a Nidaros… —dijo Assur en tono meditabundo, soltando a la joven para masajearse la muñeca—. Una tormenta me sorprendió, y no tenía donde refugiarme…

Thyre quiso decirle que no hacía falta que diese explicaciones, que no le importaba, pero el hombre calló repentinamente.

Él sentía deseos de trazar los rumbos que unían las constelaciones que las pecas formaban en aquellas suaves mejillas. Más aún, necesitaba tocarla, fundirse en su piel, hundir el rostro en su melena. Y no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la sinceridad que su alma deseaba liberar.

—No, no es así…

Ella solo miraba.

—Yo tengo…, tenía una hermana…

Y Assur contó su historia y se sintió agradecido por aquel silencio comprensivo con el que ella supo regalarle.

Salió a borbotones como la corrupción supurante de una herida infectada. Y fue doloroso.

Leif había escuchado gran parte de aquellas mismas palabras, pero esta vez Assur dejó escapar todo el dolor, toda la amargura que su alma había apresado con codicia a lo largo de tantos y tantos años. Le habló de la pequeña granja de Outeiro y de la apacible y olvidada vida que había quedado allí, en la ribera del Ulla. Contó cómo la hiel había subido a su garganta al descubrir en aquel escondrijo entre las piedras que Ilduara ya no estaba, le describió el abrumador peso de la responsabilidad. Le habló de aquellas tumbas sin nombre que habían quedado abandonadas. Explicó cómo había dejado con Ezequiel el pequeño carro de juguete.

Assur se desahogó rompiendo una vieja presa que rezumaba bilis indigesta. Thyre lo escuchó. Él pasó una y otra vez del alivio a la pena y comprender tanto sufrimiento hizo que temblorosas lágrimas cohibidas se desprendieran desde las largas pestañas de ella. A él la voz se le trababa con los recuerdos más ingratos.

También le habló de Gutier, de su paciencia, de cómo descubrió la importancia del honor y la camaradería; del abrigado cariño de Jesse, y de cómo se sintió al tener que guardar el secreto de la traición de Weland; y de sus tiempos más oscuros, cuando el alcohol y las reyertas en las tabernas de Nidaros se convirtieron en sus únicos amigos, cuando toda esperanza de encontrar a Ilduara se disolvió en el rencor que nació de la aceptación de la muerte de Sebastián.

Se hizo tarde, tan tarde como para que el frío de la noche los obligase a acercarse más, y como para que ella olvidase que hacía mucho que debía estar ya en la hacienda.

Y Assur solo se guardó una cosa. No dijo nada sobre el comentario que Tyrkir había hecho en la mañana. Pero como Thyre comprendería años más tarde, él siempre pensaba en protegerla.

Cuando él calló con un prolongado suspiro, ella acercó su rostro, deseando apresar con sus labios la boca de aquel hombre.

—Y entonces apareciste tú… —concluyó Assur mirándola una vez más a los ojos.

Fue un beso dulce, lleno de ansiosa pasión y urgente necesidad. Torpe al principio porque su deseo los nublaba, pero dominado pronto por la devoción que atesoraban el uno por el otro. Fue un beso que tachonó la luna y las estrellas del horizonte impidiéndoles recorrer el cielo para marcar el paso del tiempo; largo y sostenido, y, aunque al principio solo jugaron con sus labios, sus bocas se abrieron pronto generosas y sus lenguas descubrieron sabores soñados en noches de soledad.

Ella lo rodeó con los brazos y se emborrachó con la cálida protección que sintió al verse correspondida, arropada por el abrazo de él. Ambos se vieron envueltos en la cálida sensación de haber regresado; sin saberlo, se habían estado buscando y ahora, por fin, se encontraban.

Se exploraron ansiosos, dibujándose arabescos en los surcos de sus cuerpos con las yemas de los dedos, repartiéndose caricias impacientes que los estremecieron. Sus manos tocaron melodías de complicados acordes divinos, erizando el vello, provocando escalofríos de placer.

Thyre dejó que él acallase sus miedos con pacientes palabras cariñosas y pronto intuyó que Assur, de un modo especial y único, se refrenaba sin rogarle nada que no esperase con toda su alma. Él le enseñó qué significaba sentirse una mujer deseada. Ella descubrió cómo la humedad la inundaba, convirtiéndola en una alcancía lista para llenarse hasta rebosar, y también averiguó lo que hacía de él un hombre, lo notó firme y palpitante bajo las ropas y se excitó aún más al escuchar cómo él gruñía de placer y se apretaba contra su mano.

Assur venció su batalla con las capas de tela y rebuscó con sus dedos hasta intentar contener el manantial que de ella brotaba, y mientras se esforzaba por mantenerse lo suficientemente sereno como para no verse arrastrado por la pasión enfebrecida que se desbocaba en su interior, usó su mano libre para conseguir que el blusón se elevase y los rotundos pechos de ella se endureciesen al aire frío de la noche.

Eran grandes y llenos, colmados, y él los besó, rodeándolos con sus labios y dejando en ellos el rastro brillante de las huellas de su boca. Y cuando él mordisqueó uno de aquellos frutos maduros que coronaban las areolas, a Thyre se le escapó un grito en el limbo entre el dolor y la pasión.

Él alzó el rostro y vio como la punta de su lengua rosada asomaba por entre los labios fruncidos, la curva de su mentón, la piel tensa de su garganta, y la vio tan bella como la esperanza de un reencuentro, tan bonita como las flores de un cerezo entre la nieve de primavera.

Ella inclinó la cabeza y descubrió los ojos de él mirándola con ternura. Y lo que vio dio sentido a los versos de los escaldos, eran las lunas de su rostro. Y también vio en ellos algo dulce y profundo que borró aquella tristeza adusta que los envolvía a diario.

Assur insistió una y otra vez, diciéndole que no tenían por qué continuar, asegurándole que aquello que estaba naciendo entre ellos viviría eternamente. Y ella sintió la certeza que necesitaba para seguir adelante.

Los oídos de cada uno se llenaban de los gemidos del otro, sus pieles se llamaban con pasión desesperada haciendo que sus cuerpos ardiesen como ascuas al viento.

Assur la invitó a montar sobre él, dejándole a ella decidir el momento y la fuerza adecuados.

Y cuando sus cuerpos se encontraron por fin como uno solo, el lejano rumor del oleaje del mar les dictó el ritmo al que debían mecerse.

—¿Qué sabes de ese arponero sureño, ese tal Ulfr?

Leif, sorprendido, no respondió. Su madre lo miraba con severidad, calibrando la reacción de su hijo. Fue un silencio incómodo en el que Tyrkir disimuló como pudo el haber oído aquella pregunta, intentando retrasarse unos pasos más y luchando contra su curiosidad. Tras unos instantes, Thojdhild asintió, más para sí misma que para su interlocutor.

—¿Cómo van las cosas? ¿Tendrás todo a tiempo? ¿Quieres que me encargue de preparar unos cuantos barriles de salmuera para alguna conserva? —dijo finalmente la
husfreya
de Brattahlid.

Leif parpadeó intrigado. Y aunque tampoco contestó, Thojdhild no protestó.

Habiendo dejado resueltos sus asuntos con carpinteros y calafates, el patrón pensaba en regresar a la hacienda para dedicarle algo de su tiempo al avituallamiento y otros pormenores, pero Thojdhild se había adelantado plantándose allí, disimulando con excusas que sonaban a falso desde la primera palabra. Ahora caminaban cara a la hacienda y el hijo se preguntaba qué tramaría la madre, no era habitual en ella preocuparse por los detalles de una expedición a no ser que tuvieran consecuencias políticas y Leif sabía que, solo si efectivamente traía noticias de nuevas tierras, su madre se interesaría sinceramente. Y, más que ninguna otra cosa, Leif se cuestionaba sobre cuánto sabía su madre sobre el pasado de su amigo.

—Tu padre no podrá acompañarte, la situación política es delicada, y no podemos permitirnos que el señor de Groenland ande dando tumbos por el mundo…

El navegante, que hubiera esperado algo más de disimulo para arreglar el brusco comienzo de la conversación, quizá alguna pregunta más sobre las cecinas o los ahumados que pensaba cargar, quedó sorprendido por la franqueza de la matrona. Estaba a punto de objetar algo cuando su madre se le adelantó y regresó una vez más, incapaz de contenerse, al asunto que la había llevado hasta la pestilencia de los calafates.

—¿Qué sabes de ese Ulfr?

Leif quiso protestar pidiendo algo de tiempo, empezaba a sentirse acosado, pero Thojdhild no le dio oportunidad.

—¿Es germano? ¿Y su familia? ¿Quién es su padre?

Definitivamente, la matrona estaba siendo algo más directa de lo habitual en ella.

Leif percibía el apremio en las palabras de Thojdhild, y se amoscó enseguida. Su madre bien podía entrometerse sin haber sido invitada, no era raro en ella. Pero como los años le habían enseñado, los eternos tejemanejes de Thojdhild en las sombras solo podían significar una cosa: que a la matrona se le había metido algo en la cabeza y no cejaría en su empeño. Sin embargo, antes de contestar, había compromisos de sinceridad y confianza que valorar. Y Leif, aunque dicharachero y aparentemente despreocupado, no era de los que se dejaban coger en un renuncio con facilidad.

—Pues no sé mucho —mintió Leif decidiéndose por la neutralidad entre el deber hacia su madre y la lealtad hacia su amigo—, se ganó su puesto en el Mora con una apuesta…

Thojdhild interrumpió a su hijo con un bufido de desagrado decorado con aspavientos que dejaban bien claro lo atolondrado de la idea y lo harta que estaba de que los hombres que la rodeaban tomaran decisiones tan importantes a partir de juicios tan ridículos. Y aprovechó los ademanes para intentar despegarse el tufo de la brea, que todavía los rondaba.

—Ya sé, ya sé… Pero y su familia, ¿quién es su padre? ¿Desciende de algún
jarl
? Aunque sea sviar…

La mujer terminó la frase con una entonación que demostraba el poco respeto que le merecían las tribus del este.

—Espero tenerlo todo listo para antes de la primavera, quiero partir en cuanto mejore el tiempo —dijo Leif dándose un instante para pensar en el modo de evitar hablar más de lo debido—. No sé, la verdad —terminó por contestar el marino ante los gestos de apremio de su madre—, cuando un nuevo tripulante se enrola, me preocupan más sus habilidades que su pasado…

Thojdhild, como la mayoría de las mujeres del norte, además de casarse con uno, había parido y criado a hombres que habían dedicado la mitad de su vida al mar, incluso había conocido a muchos que la habían perdido en las frías aguas del océano de los grandes hielos, y sabía que su hijo mentía. Un buen patrón era el padre, el confesor y el amigo de todos sus hombres, era su obligación conocerlos y hacerlo bien, porque, como sabía la mujerona, el único modo de mantener la autoridad de una forma duradera era ganarse la confianza de todos y cada uno de los de a bordo. Y a ella le constaba, con orgullo, que su hijo era uno de esos líderes capaces y templados que mantenía la disciplina y el respeto gracias al conocimiento que tenía de sus tripulantes.

Por un momento sintió un leve deje de orgullo, su retoño medía el impacto de sus palabras valorando las consecuencias políticas, quizá había por fin madurado y era capaz de ver más allá de la gloria de expediciones imposibles. En cualquier caso, las evidentes evasivas de Leif la pusieron sobre aviso, si hasta el momento había considerado la idea de cambiar sus planes, aquellas palabras le hicieron desechar la iniciativa de plantear un compromiso entre Thyre y Ulfr. Los había visto hablar en la hacienda, y le daba la impresión de que los dos jóvenes se llevaban demasiado bien; si el enigmático ballenero tuviera un linaje del que enorgullecerse, ella hubiera podido decantarse a favor del arponero en lugar de Víkar, demasiado ansioso desde que su padre le había hecho ver lo que se esperaba de él. Pero Leif sabía algo que no quería contarle, un secreto inconfesable de su amigo, y esa certeza fue suficiente para abandonar esa posibilidad. Era obvio que, si quería organizar un matrimonio cristiano entre notables groenlandeses que pudieran servir de embajadores en Nidaros, el tal Ulfr no podría ser uno de los contrayentes; si no, ¿a qué venía el silencio de su hijo?

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