Atlántida (52 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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Randall sonrió sólo con la boca. Su mirada era infinitamente triste.

—Puedo ayudarle a borrar cualquier recuerdo.

—¿Cualquiera?

—Créame, he borrado recuerdos propios y ajenos mucho peores que los suyos. A veces uno no puede vivir si no corta las amarras de su propio pasado.

Alborada se levantó y apretó el hombro de Randall.

—¡Hágalo, por favor! —pidió Alborada, agarrándole el hombro.

—Más adelante. Pero se lo aviso: a menudo los recuerdos se las arreglan para volver solos.

—Me arriesgaré a eso…

¿De verdad podría olvidar el rostro de aquella mujer bajo la bolsa de plástico y, sobre todo, su placer culpable? ¿Podría dormir de nuevo con la conciencia tranquila y pensar que su peor pecado era pisotear algunas cabezas para ascender profesionalmente?

Si Randall conseguía eso, es que no era un dios. Era
el
dios.

Su presunta divinidad se puso en pie y se estiró, haciendo crujir los huesos de sus rodillas con un chasquido que sonó muy humano.

—¿Dónde estamos? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—Estamos en Port Hurón, casi en la frontera con Canadá. Llevamos casi tres días en esta comisaría.

—Entonces, es hora de moverse. Me espera una reunión familiar.

—¿Y dónde va a ser esa reunión?

—En el mismo lugar que la última vez. En la Atlántida. —Randall se crujió los dedos y añadió—: Creo que ahora la llaman Santorini.

Madrid, Moratalaz

Tras llegar a casa de Herman, Gabriel pulsó el botón verde del Morpheus, y Kiru se despertó al instante. En el ínterin, su memoria había vuelto a reiniciarse, y hubo que ofrecerle las consabidas explicaciones y soportar una pequeña dosis de efluvios eróticos.

«Así que a esto lo llaman el
Habla»,
pensó Gabriel.

Era evidente que no podían quedarse allí. Gabriel pensó por un momento en recurrir a Enrique. Pero si SyKa lo había localizado a él en un sórdido apartamento alquilado, le resultaría mucho más fácil encontrar a Enrique.

Herman le brindó la solución.

—Vamos a casa de Valbuena.

Ni siquiera lo llamaron, por temor a encender los móviles y ser localizados. Cuando se plantaron ante su portal ya eran las tres de la madrugada. Pero apenas habían llamado al telefonillo cuando el profesor contestó.

Esta vez, cuando subieron la escalera, fue Gabriel quien se quedó descolgado. Le dolían las costillas, la espalda y las piernas, como si lo hubieran apaleado.

«Demonios, es que me han apaleado», se dijo. Por no hablar de las dolorosas pulsaciones que le recorrían la cabeza.

Kiru se detenía cada pocos peldaños para aguardarle y le tendía la mano.

—Kiru te espera.

Gabriel se lo agradecía, sin aceptar su ayuda. Tendría que contactar de nuevo con ella, pero prefería demorar el momento. Si cerraba los ojos, le parecía visualizar un monstruoso coágulo o un tumor maligno creciendo dentro de su cerebro.

Valbuena los estaba esperando en la puerta. Llevaba el mismo traje y la misma corbata que en la visita anterior. Gabriel se preguntó si dormía así o se cambiaba de ropa más rápido que un actor de teatro.

—Sentimos haberle despertado —dijo Gabriel.

—No me han despertado. Sólo duermo cuatro horas al día.
Ars longa, vita brevis.

—Perdone, pero no le entiendo —dijo Herman.

—Me habría sorprendido lo contrario, señor Gil. Me refiero a que el conocimiento que merece la pena adquirir es demasiado vasto y la vida humana demasiado breve como para perder el tiempo durmiendo más de lo imprescindible.

—¿Todo eso ha dicho? Sí que resumían esos romanos…

Valbuena se quedó mirando a Kiru.

—No tengo el gusto de conocer a esta señorita.

—Profesor Valbuena, ésta es Kiru —dijo Gabriel.

—¿Kiru a secas?

—Cuando nació no estaban de moda los apellidos. Valbuena enarcó una ceja.

—Sospecho que tienen algo que contarme. Pasen. Señor Gil, ya sabe dónde está la cafetera. El mío largo de café y con la leche templada.

Mientras Herman se dirigía a la cocina refunfuñando «la esclavitud la abolió Lincoln», los demás se sentaron en el salón. Gabriel le refirió a Valbuena sus últimas visiones y lo que había ocurrido.

Cuando terminó, eran las cuatro, tenía la boca seca y estaba mareado de tanto hablar.

—He intentado llegar más allá de ese momento y saber qué ocurría dentro de la cúpula dorada, pero me ha sido imposible.

Valbuena se atusó las rígidas puntas de su bigote imperial.

—Los recuerdos de esta mujer son fascinantes. Aparte de ser una dama bellísima —añadió.

Era evidente que le gustaba Kiru. Curiosamente, Valbuena también parecía agradarle a ella, que hasta el momento sólo había tenido ojos para Gabriel. Éste, lejos de ponerse celoso, se sintió aliviado.

—Por ejemplo, las pasarelas de madera que rodeaban el volcán —prosiguió Valbuena—. ¿Sabe cómo describe Platón la Atlántida?

—Lo sabía, pero mi cabeza… —dijo Gabriel, frotándose las sienes.

—Tenía una estructura de círculos concéntricos. Una montaña central, donde se hallaba la acrópolis o ciudad sagrada, rodeada por tres círculos de agua separados entre sí por otros tantos de tierra firme. Es una descripción que se parece bastante a los recuerdos de la señorita Kiru.

—Yo no lo veo tan claro —dijo Herman. Por una vez, Valbuena se abstuvo de hacer comentarios mordaces.

—La ciudad sagrada se encuentra en el volcán, la isla central del archipiélago. El primer anillo de agua separa el volcán del primer círculo de tierra firme, que no es otro que la primera pasarela de madera.

—Usted lo ha dicho. De madera, no de tierra firme.

—Para el caso es lo mismo. Además, por lo que cuenta el señor Espada cabe deducir que en esas pasarelas había huertos, algo parecido a las chinampas o jardines flotantes que cultivaban los aztecas en Tenochtillan. La antigua ciudad de México para entendernos, señor Gil.

—Gracias por ilustrarme, profesor —contestó Herman con sarcasmo.

—Tras la primera pasarela vienen el segundo anillo de agua, la segunda pasarela y el tercer anillo de agua, que no es otro que la bahía interior de Santorini. Por último, el contorno exterior del archipiélago sería el tercer anillo de tierra firme.

—Sigo sin verlo.

—Por Dios, Herman, si lo veo hasta yo, y parece que tengo a Motorhead tocando dentro de mi cabeza.

—Hay más pruebas de que es una visión veraz —añadió Valbuena—. Lo que no sospechaba es que se construyeran pirámides escalonadas en la Atlántida. La cúpula también resulta sorprendente, pero no tanto que sea dorada.

—¿Por qué?

—Platón habla de un metal precioso que sólo se da en la Atlántida, el oricalco. En griego es
oreikhálkos,
«bronce o cobre de la montaña». Sin duda se refería a esa cúpula de color broncíneo situada en la ladera de la gran montaña central.

—Se supone que el oricalco tenía propiedades maravillosas —dijo Gabriel.

—Platón sólo dice que se trataba de un material sumamente valioso. Lo cual no sería extraño si el secreto del poder de la Atlántida, tal como sugieren los recuerdos de la señorita Kiru, radicaba en la cúpula de oricalco.

»Ahora, debemos averiguar en qué consistía ese secreto.

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Herman.

Valbuena miró directamente a Kiru. Gabriel tuvo la impresión de que la severa mirada del profesor era capaz de imponer respeto incluso a una inmortal adorada en la antigua Atlántida.

—Yo lo sospecho. La señorita Kiru lo sabe.

Ella asintió y trató de decir algo.

—Kiru lo… lo… Es

Cuando fue a hablar, Gabriel tuvo la impresión de que la metáfora «tener algo en la punta de la lengua» se hacía realidad visible. La lengua de Kiru asomó un instante entre sus dientes perfectos, pero se quedó allí, como si hubiera chocado con una barrera impenetrable.

—Es cuestión de vida o muerte que lo averigüemos —insistió Valbuena—. El secreto del poder de la Atlántida es también el secreto de su hundimiento.

—Perdone, profesor —dijo Herman—. Saber por qué se hundió la Atlántida seguro que es genial, pero no una cuestión de vida y muerte. Ahora mismo están ocurriendo catástrofes más preocupantes.

—Veo que ni siquiera conseguí enseñarle a respetar las pausas dramáticas, señor Gil. Desde el primer minuto de la erupción de Long Valley he sabido que se cierne sobre nuestras cabezas la caída de la civilización que conocemos y tal vez la extinción de nuestra especie. Pero iba a añadir que el secreto del hundimiento de la Atlántida puede ser también la clave que explique por qué se acerca el fin del mundo.

Valbuena hizo una nueva pausa dramática. Esta vez, Herman la respetó.

—Así que, si existe alguna posibilidad de salvar el mundo —dijo, acercando el dedo a la sien de Kiru—, debemos encontrarla en la cabeza de esta joven.

En vuelo sobre el Atlántico

El reactor avanzaba hacia las sombras de la noche, volando contra la rotación de la Tierra.

Pero antes de ver el día, el reactor había tenido que despegar de Port Hurón en la oscuridad de la noche artificial creada por la nube del volcán.

Cuando Carol Ollier los sacó de la comisaría, Joey, que llevaba sólo unos minutos amodorrado, pensó que en realidad había dormido varias horas y ya había anochecido.

El cielo estaba cubierto de horizonte a horizonte por una nube oscura y tan espesa que la posición del sol apenas se intuía como una leve mancha gris, y las únicas luces que se veían en medio del apagón eran los faros de los coches que pasaban.

—Sólo es la una —dijo Alborada, consultando un reloj de oro.

Fuera los esperaban dos vehículos. En uno de ellos habían montado ya el copiloto del Gulfstream y la azafata. La piloto aguardaba fuera, porque quería hablar con la jefa de policía. Durante unos segundos, Joey oyó cómo ambas mujeres discutían en voz baja a la luz de las linternas. Le pareció entreoír que el problema era la ceniza. «Ustedes sabrán», decía la jefa. «O despegan ahora o…»

Randall se acercó a ellas. Al momento ambas mujeres se pusieron de acuerdo y la piloto asintió varias veces con la cabeza.

«Qué convincente es», pensó Joey, tan orgulloso de los poderes de su amigo como Robin lo estaría de Batman.

Después, la jefa de policía les dijo a los tres, Randall, Alborada y Joey, que subieran al otro vehículo.

—Yo mismo los llevaré.

El coche estaba tan sucio como si llevara un mes abandonado en la calle. Antes de montar tuvieron que limpiar los cristales. Joey no resistió la tentación de escribir su nombre en el capó, junto al emblema de la policía de Port Hurón.

Aunque la lluvia de ceniza no era tan intensa como en Long Valley, la neblina que formaba dibujaba halos blanquecinos alrededor de las luces del coche. Debía llevar varias horas cayendo, porque ya había depositado en el suelo una alfombra gris que amortiguaba el sonido de las ruedas.

Al parecer, Randall y Alborada sabían de qué iba aquello. Pero a Joey lo habían sacado de la habitación sin explicarle nada, así que preguntó: ¿Adónde nos lleva?

—Al aeropuerto —respondió Carol Ollier—. Si queréis salir de aquí, tenéis que hacerlo ya. A las tres cerrarán todos los aeropuertos, salvo los de la costa este. Y no sé por cuánto tiempo los mantendrán abiertos.

—Pero si estamos casi en la otra punta del país… ¿Cómo es que la ceniza ha llegado tan pronto?

En aquel mediodía innatural, bajo una oscuridad más propia de una noche sin luna, las consecuencias de la erupción parecían mucho más cercanas que viendo las noticias. Joey pensó que las tinieblas de Mordor estaban a punto de llegar a Rivendel.

—Las cosas se están poniendo realmente feas —comentó Alborada.

—No lo sabe bien —dijo la jefa de policía—. En Yellowstone han detectado que su propio supervolcán está a punto de entrar en erupción y han declarado la alerta roja.

—¿A cuánto está Yellowstone de aquí? —preguntó Joey.

—A más de mil trescientas millas. Pero si ya nos están cayendo las cenizas de Long Valley, que está a más lejos, las de Yellowstone nos van a llegar hasta el cuello. ¿Qué le hemos hecho a Dios para que nos envíe esto?

Por alguna razón, Carol Allier se volvió hacia Randall, como si éste tuviera la respuesta.

—Los dioses se guían por sus propios designios —respondió él—. Lo que hagan o digan los mortales tiene poco que ver en ello.

—¿Creen de verdad que esto está ocurriendo por voluntad de un ser superior? —preguntó Alborada.

—¿Y qué otra cosa puede ser? —dijo la jefa de policía.

—Se trata de dos sucesos altamente improbables que han coincidido. Eso da como resultado una improbabilidad aún mayor, como si a una misma persona le toca dos veces la lotería. Es difícil, pero no estadísticamente imposible. No hay por qué recurrir a causas sobrenaturales.

—¿Y qué me dice de la erupción de Italia? —preguntó la jefa de policía—. Ya son tres veces la lotería

—Otro suceso aislado que ha…

—¿Y lo de Indonesia? ¿Sabe que allí acaba de entrar en erupción el volcán Krakatoa? Van cuatro veces.

Eso lo ignoraba Joey, y Randall y Alborada también, al parecer. Carol debía haberlo escuchado por la radio de la policía.

—¿De verdad cree que todo esto es casualidad? —insistió la jefa.

«Los extraterrestres», pensó Joey. Todas esas catástrofes sólo podían ser los preparativos de una invasión alienígena. Primero debilitar a la humanidad con catástrofes volcánicas, y luego asestar el golpe definitivo.

A él mismo le parecía una ocurrencia descabellada, pero ¿no era inverosímil, todo lo que estaba ocurriendo?

Alborada se encogió de hombros.

—Parece que aquí el único que defiende la razón científica soy yo. Pero después de lo que estoy viendo, ya no sé qué pensar.

Acababa de dar la una. La jefa de policía saltó de emisora en emisora para escuchar los boletines horarios. Los titulares se referían sobre todo a lo que ocurría en Estados Unidos, pero incluso sin informar de las erupciones de Italia y del Krakatoa ya resultaban lo bastante apocalípticas.

Las fronteras con Canadá y México estaban colapsadas, y la policía de esos países había empezado a disparar a matar contra aquellos que intentaban saltarse los controles. Joey recordó el campo de refugiados donde habían encerrado a su familia.

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