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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (61 page)

BOOK: Atlántida
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«Vamos, vuelve a llamarme y cuéntame de una maldita vez qué tienen que ver los nanobios con todo esto», pensó

Media hora después, seguía sin tener noticias suyas. Por más que insistía, lo único que conseguía era escuchar una locución que le repetía:
El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura.

Decidió entrar en el servidor de noticias de la NNC, que solía ser el más puesto al día. Habían dedicado todo un portal a informaciones relacionadas con los volcanes. Yellowstone todavía no había entrado en erupción, pero la altura media de la caldera había subido cinco centímetros en las últimas horas. El Krakatoa estaba lanzando al cielo una columna eruptiva de más de treinta kilómetros de altura, y se temía que en cualquier momento se derrumbara sobre su propia caldera como había ocurrido en 1883.

No tardó en encontrar lo que buscaba.

Posible súpererupción en los Campi Flegri.

De momento, la noticia era sucinta como la de un teletipo. Se había perdido prácticamente todo contacto con la zona de Nápoles y los satélites habían detectado un gran incremento en el volumen de la nube de cenizas; incremento que no parecía deberse al Vesubio.

Iris entró en la página del IVI, el Instituto Vulcanológico Internacional, donde podía acceder a imágenes por satélite en tiempo real. Debía de estar muy solicitada: el servidor le pidió seis euros por la conexión en lugar de los dos habituales, y cuando ella introdujo su contraseña de acceso le dio error. «Qué granujas», pensó, pero no le quedó más remedio que pagar los seis euros.

Una imagen del centro de Italia mostraba una gran sombra negra sobre el golfo de Nápoles. En otra, procesada por ordenador y combinada con fotografías infrarrojas, se apreciaba un círculo rojo en la zona oeste de los Campi Flegri. El círculo medía más de un kilómetro de diámetro y su color revelaba que la temperatura era muy superior a la de la zona que lo rodeaba.

Eso significaba que se había abierto una boca volcánica en los Campi. Una boca de tamaño colosal. Por el tamaño de la nube que el viento arrastraba ya hacia el norte, Iris no lo dudó.

Acababa de estallar otro supervolcán. «Dios mío, Eyvindur…».

Iris apretó la cabeza contra la almohada para ahogar los gemidos y empezó a llorar.

Unos minutos después la cama se sacudió, como si alguien la meciera. Era el séptimo temblor que notaba esa noche. Obviamente, en aquella habitación Iris no disponía de instrumentos. Pero estaba acostumbrada a percibir las trepidaciones del suelo, y supo que el origen de aquel seísmo no se hallaba en el volcán submarino de Kolumbo, sino directamente debajo de ella, en la cámara de magma del volcán de Santorini.

Cuando el lecho dejó de moverse, se dio cuenta de que algo seguía vibrando al lado de su cabeza. Era el móvil. Miró la pantalla con la absurda esperanza de que fuese Eyvindur. «No seas ridícula», se dijo. El lugar desde donde le había llamado su antiguo mentor se hallaba muy cerca del cráter recién abierto. El primer estallido de la erupción habría sido tan brutal como el de una bomba termonuclear. Lo más probable era que Eyvindur ni se hubiera dado cuenta.

«Ojalá haya tenido tiempo para ver la explosión», pensó. Conociendo a Eyvindur, si los dioses le habían permitido contemplar un segundo de supervolcán, habría muerto feliz.

El móvil seguía vibrando. Era un número de España, de un teléfono fijo. ¿Quién llamaría a aquellas horas? ¿Alguna de sus primas de Madrid?

¿Y si era Gabriel Espada? Ella le había rechazado la última llamada. Era lógico que probara de nuevo con un teléfono fijo. «Sí, seguro que es él», pensó.

Su corazón, que se había calmado un poco después de llorar, volvió a acelerarse. Su primera idea fue rechazar la llamada, o mandar un mensaje insultando a aquel falsario.

Pero estaba encerrada en la mansión de un millonario loco que, al parecer, pensaba asesinarla cuando saliera la luna llena. Las cosas no podían empeorar por hablar con Gabriel Espada.

—Dígame.

—Hola, Iris. Soy Gabriel Espada. —Antes de que ella pudiera decir nada, añadió—: Por favor, esto es muy importante, no me cuelgues.

—¿Vas a hacerme una oferta para leer las cartas por teléfono? ¿Cuál es el precio hoy? ¿Trescientos euros?

—Escucha, eso lo aclararemos otro día. Ahora…

—No habrá otro día. Voy a colgar.

—¿Sabes algo de la cúpula de oricalco?

Iris se detuvo cuando tenía el dedo a un milímetro de la tecla de colgar.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Eso significa que sí sabes algo…

—¿Te estás haciendo el adivino?

—Escucha, Iris, esto es muy importante. Hablo de una cúpula de metal o de algo que parece metal. Es dorada por fuera, pero tiene unos extraños diseños verdes que cambian ante la vista. Mide…

—… entre cuatro y cinco metros de diámetro.

—¡La has visto! ¡Tú también la has visto! ¿Dónde está?

—Aquí, en Nea Thera, en Santorini.

—¿Qué es Nea Thera?

—El palacio de Spyridon Kosmos.

Hubo un instante de silencio. Después, Gabriel dijo:

—Claro. Kosmos es Minos.

—No te entiendo.

—Escucha, por favor, Iris. La otra vez te engañé. Soy un fraude como tú dijiste, un tirado que tiene que trampear para llegar a fin de mes. Pero esto, por increíble que parezca, no tiene nada que ver con el dinero. Prométeme que no vas a colgar hasta que termine, por favor.

A su pesar, Iris estaba más que interesada. Pero esperó unos segundos haciéndose la dura, y por fin contestó:

—Está bien. Habla.

Madrid, Moratalaz

Cuando Gabriel colgó, cuarenta minutos después, Valbuena le miró con severidad. Ya eran casi las cinco, pero seguía de pie, con las manos entrelazadas a la espalda, como hacía en clase, y sin dar muestras de cansancio ni sueño.

Aunque no tenía televisión, la radio sí parecía gustarle. Estaba escuchando un viejo transistor. Al comprobar que Gabriel había terminado de hablar, desconectó la clavija del auricular.

—Escuche esto. Está hablando Pauline Chantraine, premio Nobel por sus estudios sobre el clima. Para hablar con propiedad, quien habla es su traductora. Pero lo que dice es revelador.

«… además del Krakatoa. Hay datos preocupantes que revelan que la erupción de Italia puede haberse convertido también en un supervolcán. Si un milagro no detiene esas erupciones cuanto antes, será inevitable una glaciación.

»La vida como fenómeno sobrevivirá, sin duda. La vida vegetal y animal que conocemos sólo saldrá adelante en un pequeño porcentaje. La mayoría de las especies se extinguirán. Y eso nos incluye a nosotros».

Valbuena apagó el transistor y lo dejó sobre un estante.

—¿No tiene nada que decir, señor Espada?

—Supongo que somos nosotros quienes tenemos que llevar a cabo ese milagro y detener las erupciones antes de que sea tarde.

—La cuestión es sencilla. Ahora sabemos que la cúpula de oricalco ha salido a la luz. Esa cúpula es un artefacto que sirve no sólo para ponerse en contacto con la mente colectiva de la Tierra, sino incluso para modificar su conducta.

—¿Cree que podría utilizarse para detener lo que está pasando?

—Ésa es mi hipótesis, en efecto.

Gabriel meneó la cabeza.

—Habría que intervenir en extremos muy alejados del planeta. Los Atlantes lo estropearon todo por intentar manipular a la Tierra de forma engañosa y para sus propios fines. Si se intentara algo así a mayor escala, el desastre podría ser infinitamente mayor que el de la Atlántida.

—Adelante, señor Espada. Creo que su razonamiento discurre por el mismo sendero que el mío.

—Sólo hay una solución. No podemos manipular a esa mente, es demasiado peligroso. Tenemos que intentar convencerla. Negociar con ella.

—Así es.

—Pero hay un problema, profesor. ¿Qué podemos tener los humanos que desee la Gran Madre Tierra?

—Cada cosa a su tiempo, señor Espada. De momento, es imprescindible que la señorita Kiru viaje a Santorini y entre de nuevo en esa cúpula.

Gabriel suspiró.

—Muy bien, profesor. Me temo que voy a tener que hacerle más gasto a su teléfono.

—¿Diga?

—Enrique, soy Gabriel.

—Por Dios, vaya horas. Qué susto me has dado.

—Eso te pasa por no poner el móvil en silencio. Pero me alegro. Tengo que hablar contigo.

—¿Por qué me llamas desde un fijo? ¿Te han cortado la…? —Enrique, siempre tan delicado, se interrumpió.

—Escucha, esto es urgente. ¿Ese jet de segunda mano que compraste está en condiciones de volar?

—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

«Esto es surrealista», pensó Gabriel. No sabía cómo abordarlo sin que sonara absurdo.

—Estupendo. Necesito que nos lleves a Santorini.

—¿A Santorini precisamente? Si quieres huir de los volcanes, creo que no es el mejor lugar del mundo.

Gabriel suspiró y, por segunda vez en menos de una hora, pidió a su interlocutor que, por absurdo que le sonara lo que tenía que contarle, no colgara el teléfono.

La diferencia era que Enrique no había visto la cúpula de oricalco ni había experimentado en sus propias carnes el aterrador poder del
Habla.
Era inevitable que toda la historia le sonara inverosímil.

—Gabriel, por favor. Te he dejado hablar. Pero ¿tú te has escuchado a ti mismo?

—Suelo hacerlo, Enrique.

—¿Te das cuenta de que has caído en el delirio del Emperador de Todas las Cosas?

No se le había ocurrido enfocar la situación de ese modo.

«El Emperador de Todas las Cosas» era un artículo escrito por Norman Spinrad en los años ochenta o noventa. En él se mofaba de muchas obras de fantasía en que los protagonistas, adolescentes que normalmente vivían en lugares recónditos o eran de condición muy humilde, resultaban ser herederos secretos del trono de algún poderoso imperio universal o poseedores de increíbles superpoderes físicos o mentales. Gracias a esos dones latentes, el Destino los señalaba con su dedo, y después de sufrir mil penalidades salvaban al mundo y se casaban con la princesa.

—¿Es que te crees el Elegido, como Luke Skywalker o Frodo? —continuó Enrique, ahondando en la llaga.

En palabras del autor de la teoría, aquélla era la fantasía masturbatoria definitiva para adolescentes.

Gabriel Espada. El adolescente perpetuo.

—Yo… No sé qué decir.

Gabriel se dio cuenta de que estaba sudando frío. El no pretendía ser el Emperador de Todas las Cosas, ni siquiera el Emperador de Unas Cuantas Cosas. No deseaba gobernar el mundo. En realidad, ni siquiera sabía muy bien qué quería. Sólo se había dejado llevar por la inercia de una serie de sucesos descabellados que lo habían arrollado a su paso como la lava de un volcán.

Penoso. Había seguido adelante sin pensar, hasta el punto de llegar a creer que él, un cuarentón sin familia y sin trabajo fijo que vivía en un cuchitril y gorroneaba a los amigos, poseía la fórmula mágica para salvar al mundo.

—Déme eso.

Gabriel se volvió hacia Valbuena. El profesor seguía de pie, tieso como un clavo, pero ahora había desenlazado la mano derecha y la tenía extendida hacia él.

—¿Quiere el teléfono?

—¿Tiene usted alguna otra cosa a la que pueda referirme con el demostrativo «eso»?

«Mi cabeza —pensó Gabriel—. Me va a estallar…».

—Venga, túmbese ahora mismo en mi cama y duerma un rato.

Mientras Valbuena tomaba el teléfono y saludaba a su antiguo alumno, el «señor Hisado», Gabriel se arrastró como un zombi hasta el dormitorio y, sin encender la luz ni quitarse los zapatos, se dejó caer sobre la colcha.

«Yo me rindo», pensó. Esta vez sí que le daba igual que el mundo se parara o no. Iba a bajarse en la próxima.

—Despierte, señor Espada.

Una mano le estaba sacudiendo el hombro. Gabriel se incorporó a duras penas. El cuerpo le dolía más que antes de acostarse, aunque la migraña parecía haberse reducido.

—¿Qué ocurre? ¿Cuánto he dormido?

—Una hora. Más que suficiente para sentirse fresco, ¿no?

—¿Está de guasa?

Al ver el rostro hierático de Valbuena comprendió que no lo estaba.

—Al parecer, he sido más convincente que usted, señor Espada. Su amigo el señor Hisado va a ponerse en contacto con el piloto de su reactor particular para que presente cuanto antes el plan de vuelo. Calcula que entre las doce y la una del mediodía podremos volar a Santorini.

—¿Podremos?

Valbuena enarcó una ceja.

—Como comprenderá, no pienso quedarme aquí mientras usted y el señor Gil tratan de desentrañar el secreto de la Atlántida y lo echan a perder todo con su proverbial torpeza.

—Pensé que no le gustaba viajar.

—Lo que más me gusta es viajar en el tiempo, señor Espada. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Ahora, siento echarle de la habitación, pero tengo que hacer preparativos.

Gabriel exhaló un suspiro que sonó casi a estertor y se levantó.

Madrid, la Castellana

—La cúpula está lista. La próxima noche hay luna llena. Necesito que vengas cuanto antes.

Sybil estaba sentada en la bañera, cubierta de espuma hasta la barbilla, mientras las bolas de sal se deshacían en el fondo y sus burbujas le cosquilleaban la piel. Luh, de rodillas junto a ella, volvió a limpiarle los bordes de la herida de la sien.

—Ya se han unido, señora —susurró.

—Está bien.

El golpe había sido tan brutal que le habían saltado esquirlas de hueso. Ella misma se las había tenido que quitar delante del espejo del coche. Ahora que la piel se había cerrado sobre la herida, sabía que los fragmentos óseos que faltaban se regenerarían por sí solos. Era un proceso que solía producirle molestias, sobre todo un picor interno que no se aliviaba por mucho que se rascara. Pero en cinco días como mucho aquella zona del cráneo recobraría su grosor habitual.

—No me has contestado —dijo él.

Sybil miró al móvil, pero apartó los ojos enseguida para seguir jugando con las burbujas. Su hermano llevaba puesta aquella espantosa máscara de actor otoñal. Los coloretes estaban muy conseguidos, pues daban la impresión de maquillaje ajado untado a brochazos sobre una piel apergaminada, pero a Sybil se le antojaban casi obscenos.

En realidad, todo lo que reflejara decrepitud y decadencia, reales o simuladas, le provocaba repugnancia.

—¿Qué intenciones tienes? —le preguntó.

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