Aullidos (8 page)

Read Aullidos Online

Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
3.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rumbo
y yo hundimos el hocico en las sobras y durante unos instantes nos dedicamos exclusivamente a llenarnos la tripa. Como es natural,
Rumbo
trató de apoderarse de los bocados más suculentos.

Una vez que dejamos el plato limpio, mi amigo se dirigió a un recipiente colocado debajo de un grifo que goteaba y bebió con avidez. Yo me acerqué e hice otro tanto. Luego nos desplomamos en el suelo, con la tripa llena a reventar.

—¿Todos los días comes tan bien,
Rumbo
? —le pregunté.

—No. Esta mañana hemos tenido suerte. El Jefe no me da de comer todos los días y a veces no resulta fácil robar comida. Los tenderos del barrio empiezan a mirarme con recelo.

El Jefe entró en el cobertizo y puso la radio a todo volumen.

—¿Siempre has pertenecido al Jefe?

—A decir verdad, no me acuerdo. No recuerdo haber tenido otro amo. —
Rumbo
reflexionó y dijo—: Es inútil. Cuando me esfuerzo en recordar algo me aturdo. A veces, cuando olfateo algunas personas, recuerdo unos olores que me resultan familiares. Pero no recuerdo nada antes de conocer al Jefe. Siempre he estado aquí.

—¿Se porta bien contigo?

—Por regla general, sí. A veces me ata con una correa para que no me escape por las noches o me da una patada cuando ladro demasiado fuerte. Pero no puedo evitarlo. Tiene unos amigos que me caen gordos y cuando vienen por aquí me pongo a ladrar como una fiera.

—¿Qué hacen?

—Hablan. Entran en el cobertizo y se pasan horas metidos ahí. Hay algunos empleados fijos que se encargan de traer los coches para desguazarlos y de los montones de chatarra. De todos modos, no trabajan mucho.

—¿Qué es lo que hace el Jefe?

—No seas tan curioso, pequeñajo.

—Disculpa.

Rumbo
me miró fijamente durante un instante y luego dijo:

—Tú no eres como los otros perros. Eres…, te pareces un poco a mí. La mayoría de los perros son bastante estúpidos. Tú también eres estúpido, pero en otro sentido. ¿De dónde vienes exactamente?

Le conté todo lo que recordaba y comprobé que yo también había empezado a olvidar mi pasado. Recordaba el mercado donde me habían comprado, pero apenas recordaba nada de lo ocurrido entre ese episodio y el de la perrera. Hay épocas en que mi mente está completamente lúcida y otras en blanco, y mi pasado y mis orígenes no son más que un recuerdo borroso. Con frecuencia me olvido de que soy un hombre.

En aquellos momentos no dije nada a
Rumbo
acerca de mis orígenes humanos para no alarmarle, pues le necesitaba para aprender a sobrevivir como un perro. Los animales estamos mejor dotados que las personas para adaptarnos a las circunstancias, y mi parte animal desechaba los recuerdos que me atormentaban.

—Tuviste suerte de escapar de la perrera, cachorro. Muchos no salen vivos de allí —dijo
Rumbo
.

—¿Has estado alguna vez en ella?

—No. Jamás lograrán pescarme.

—¿Por qué no son todos los perros como nosotros,
Rumbo
? ¿Por qué no hablan y discurren como nosotros?

—No lo sé —contestó, encogiéndose de hombros.

—¿Has sido alguna vez… recuerdas haber sido… has sido siempre un perro?

Mi amigo alzó bruscamente la cabeza y me miró fijamente.

—¿A qué te refieres? Pues claro que he sido siempre un perro. ¿Qué otra cosa iba a ser?

—Nada —respondí, apoyando la cabeza en las patas.

—Eres un cachorro muy extraño. Si me causas problemas aquí, me veré obligado a echarte. Y deja de hacer preguntas imbéciles.

—Lo lamento,
Rumbo
—dije, cambiando rápidamente de tercio—. ¿A qué se dedica el Jefe? —le pregunté de nuevo.

La mirada de enojo que me dirigió
Rumbo
mientras me enseñaba los dientes aplacó momentáneamente mi curiosidad. Decidí echar un sueñecito, pero antes de quedarme dormido se me ocurrió hacerle otra pregunta.

—¿Por qué los hombres no nos entienden cuando hablamos?

—No lo sé —contestó
Rumbo
, medio adormilado—. A veces el Jefe me entiende cuando le hablo, pero por lo general no me hace caso y me ordena que deje de ladrar. Algunos seres humanos son tan estúpidos como los perros. Y ahora déjame tranquilo, estoy cansado.

En aquel momento comprendí que
Rumbo
y yo no nos comunicábamos por medio de palabras, sino a través de nuestras mentes. Todos los animales e insectos —incluso los peces— se comunican entre sí por medio de sonidos, olores o gestos, y he comprobado que incluso la criatura más torpe posee un vínculo mental con su propia especie, lo mismo que con las otras. Es algo que trasciende la comunicación física. ¿Cómo se explica que los saltamontes se pongan de golpe a brincar, las hormigas soldados a desfilar y que el lemming decida que ha llegado el momento de arrojarse al mar? El instinto, las comunicaciones por medio de las secreciones corporales y el sentido de supervivencia de una raza desempeñan sin duda un papel fundamental, pero hay algo más. Yo soy un perro y lo sé perfectamente.

Pero en aquellos momentos no lo sabía. Era un cachorro que se sentía aturdido y desconcertado. Había hallado un amigo con el que podía conversar a través de la mente y que se parecía más a mí que los otros perros que había conocido. Algunos casi habían logrado entenderme, pero ninguno era tan inteligente como
Rumbo
. Le miré afectuosamente a través de los párpados entornados y me quedé dormido.

Capítulo 8

Pasé unos días estupendos con
Rumbo
. La primera mañana había sido muy instructiva y durante las próximas semanas mi amigo me enseñó muchas cosas. Dedicábamos buena parte del día a buscar comida. Por las mañanas visitábamos el mercado (averigüé que se trataba de Nine Elms, el mercado de frutas y hortalizas que había sido cruelmente trasplantado de Covent Carden a una oscura zona al sur del Támesis, lo cual me hizo comprender que me hallaba en algún lugar del sur de Londres, cerca de Vauxhall), y más tarde nos dábamos una vuelta por las tiendas para ver si podíamos robar algo. Pronto aprendí a comportarme con tanta habilidad y astucia como
Rumbo
, aunque era menos audaz que él. Mi amigo era capaz de meterse en el portal de un edificio y salir tranquilamente al cabo de unos segundos con un paquete de galletas, una barra de pan o lo que pillara (en cierta ocasión apareció con una pierna de cordero, pero salió una negra detrás de él y organizó tal escándalo, que
Rumbo
soltó la pierna de cordero y se largó a toda velocidad, derribando una botella de leche que había en la acera).

Una mañana vimos una furgoneta de reparto llena de bandejas de pasteles y dulces que olían maravillosamente, por no hablar del pan recién horneado.
Rumbo
aguardó a que el conductor entrara en una panadería con una bandeja de pasteles y saltó dentro de la furgoneta. Yo no me atreví a seguirlo, y le contemplé con envidia cuando apareció sosteniendo entre sus fauces un suculento bollo. Luego se sentó debajo del vehículo para devorar su botín. Cuando el hombre entró de nuevo en la tienda con otra bandeja cargada de dulces,
Rumbo
se metió otra vez en la furgoneta y agarró un pastel de chocolate. Repitió la operación tres veces, ocultándose debajo de la furgoneta antes de que regresara el conductor a por otra bandeja, mientras daba buena cuenta del bollo o el pastel que había robado. Yo, imbécil de mí, decidí imitarlo. Esperé a que el conductor entrara en la tienda, me encaramé en la furgoneta (no era tarea sencilla para un cachorro como yo) y me puse a husmear entre las deliciosas bandejas de dulces.
Rumbo
entraba y salía del vehículo como una bala, pero yo me entretuve unos instantes, sin saber qué elegir. Cuando al fin me decidí por una suculenta tarta de limón, aunque también me sentía muy tentado por un pastel de chocolate cubierto de nata, apareció súbitamente una sombra en la puerta de la furgoneta.

Yo solté un aullido de temor y el hombre lanzó un alarido de asombro. Su asombro se trocó en una actitud amenazadora y mi temor se convirtió en pánico. Traté de explicarle que estaba famélico, que no había comido desde hacía más de una semana, pero no quiso saber nada. Se precipitó hacia mí, intentando agarrarme por el pescuezo, y yo retrocedí hacia el interior de la furgoneta. El hombre soltó una blasfemia y se subió a la furgoneta. Aunque agachó la cabeza, no pudo evitar darse un golpe contra el techo del vehículo. Es terrible tener la certeza de que te van a lastimar y confieso que en aquellos momentos sentí una profunda lástima de mí mismo. ¿Por qué me había dejado convencer por ese ladrón de
Rumbo
, ese delincuente disfrazado de perro? ¿Por qué había permitido que ese miserable chucho callejero me metiera en esta vida de estafador de pacotilla?

De pronto apareció el bueno de
Rumbo
en la parte posterior de la furgoneta y comenzó a gruñir y ladrar. ¡Estuvo magnífico! El hombre se giró alarmado, volvió a golpearse en la cabeza, perdió el equilibrio y cayó de espaldas, deslizándose hasta el suelo de la furgoneta y hundiendo los codos en unas tartas cubiertas de nata.

Yo pasé por encima de sus piernas, salté de la furgoneta y eché a correr.
Rumbo
cogió otro pastel antes de saltar detrás mío. Cuando nos detuvimos, unos cinco kilómetros más adelante, todavía nos relamíamos las fauces. Le di las gracias mientras trataba de recuperar el resuello y él sonrió con aire de superioridad.

—A veces, pequeñajo, eres tan estúpido como los otros perros, o quizá más. No obstante, reconozco que requiere cierto tiempo enseñarle a un cachorro los trucos de un viejo zorro —dijo.

Por algún motivo que no alcanzo a comprender, este comentario le pareció muy gracioso y no cesó de repetirlo durante toda la jornada.

Rumbo
solía utilizar otro truco sirviéndose de mí como señuelo. El truco consistía en que yo me acercaba a una ama de casa cargada con la compra y utilizaba todos mis encantos de cachorro para que depositara las bolsas en el suelo y me ofreciera algún bocado. Se iba acompañada de sus hijos resultaba más sencillo, pues éstos la obligaban a detenerse para acariciarme. Mientras yo le lamia la cara o me revolcaba por el suelo, ofreciéndole mi vientre para que me hiciera cosquillas,
Rumbo
se apresuraba a inspeccionar las bolsas de la compra. Cuando hallaba algo que le apetecía lo cogía y se largaba a toda velocidad, mientras yo me despedía de la señora y le seguía a paso más lento. Con frecuencia, la mujer descubría nuestra treta antes de que mi compinche hubiera dado con algo que mereciera la pena, pero ello no restaba emoción a nuestro juego.

Otro de nuestros pasatiempos favoritos consistía en robarles los caramelos a los niños. Las madres se ponían a gritar y los niños lloraban desconsoladamente mientras nosotros nos largábamos con nuestro botín. También disfrutábamos atacando por sorpresa a un niño mientras se comía un helado. Sin embargo, la llegada del invierno nos obligó a suspender este tipo de actividades, pues los parques se quedaron desiertos y los carritos de helados desaparecieron.

Rumbo
gozaba haciendo rabiar a otros perros. Según él, todos los animales eran unos seres inferiores y estúpidos, sobre todo los perros, a quienes consideraba las criaturas más imbéciles del planeta. No sé por qué tenía esos prejuicios contra los perros; quizá se avergonzaba de que no poseyeran su inteligencia y dignidad.
Rumbo
, a pesar de ser un cínico y un sinvergüenza, poseía una gran dignidad. Jamás mendigaba; pedía comida, o la robaba, pero no mendigaba. En ocasiones representaba el papel de un perro suplicando que le dieran algo de comer o un poco de afecto, pero lo hacía para divertirse. Me enseñó que la vida se aprovecha de los seres vivos, y que para existir, lo que se dice existir, uno tenía que aprovecharse de la vida. En su opinión, los perros se habían convertido en esclavos de los hombres. Él no pertenecía al Jefe, sino que trabajaba para él, vigilando su negocio para ganarse el sustento. El Jefe lo comprendía y su relación se basaba en el respeto mutuo. Yo dudaba de que el Jefe tuviera tan nobles sentimientos, pero me cuidé mucho de expresar esa opinión ante
Rumbo
, pues yo era el alumno y él mi maestro.

Mi compañero no desperdiciaba la ocasión de ridiculizar a los otros perros. La tenía tomada con los caniches, cuyos ricitos le hacían desternillarse de risa. Los pobres salchichas también eran objeto de sus burlas. Se metía con todos, tanto si se trataba de un dálmata como de un chihuaha. Sin embargo, en cierta ocasión pasó junto a nosotros un doberman y observé que
Rumbo
se ponía muy serio y no hacía el menor comentario.

Rumbo
se metía muchas veces en serios aprietos, y de paso me metía a mí, cuando los otros perros olfateaban nuestra diferencia y se unían contra nosotros. Confieso que de cachorro lo pasé bastante mal, pero eso me endureció. También aprendí a correr más de prisa. Lo curioso es que
Rumbo
podría haber sido nuestro líder, puesto que era más fuerte y más inteligente que los otros perros; pero prefería ir por libre, sin preocuparse de los demás. Todavía no comprendo por qué se unió a mí, aunque supongo que fue porque presentía que éramos distintos.

También era un impenitente Romeo. Le encantaban las féminas, sin importarle su raza o tamaño. Solía desaparecer y al cabo de unos días regresaba con aspecto cansado pero satisfecho. Cuando le preguntaba dónde se había metido, contestaba que me lo contaría cuando fuera mayor.

Yo solía adivinar cuándo iba a desaparecer, pues de repente percibía un extraño y excitante olor y
Rumbo
se ponía tieso, olfateaba el aire y se largaba del taller, mientras yo trataba en vano de seguirlo. Naturalmente, se trataba siempre de una perra en celo que rondaba por el vecindario o a varios kilómetros de distancia, pero yo era demasiado joven para saber esas cosas, y aguardaba con paciencia su regreso, sintiéndome solo y abandonado. Cuando
Rumbo
aparecía de nuevo, estaba de mejor humor y resultaba más fácil convivir con él.

Otra de sus aficiones era cazar ratas. ¡Cómo odiaba el viejo
Rumbo
a las ratas! Por lo general no había muchas ratas en el taller, pero de vez en cuando aparecían dos o tres en busca de comida o un lugar donde reproducirse. Mi amigo tenía un sexto sentido para detectarlas. El pelo se le erizaba y se ponía a gruñir, mostrando sus amarillentos colmillos. Cuando le veía de ese talante, sentía pavor. Luego avanzaba sigilosamente, sin apresurarse, y se ponía a buscar entre la chatarra como un cazador siguiendo el rastro de su presa, dispuesto a lanzarse sobre ella. Al principio me limitaba a observarlo, pues esos seres de aspecto repugnante y mal hablados me aterraban. Con el tiempo, sin embargo,
Rumbo
me contagió la tirria que sentía hacia las ratas y mi temor se convirtió en odio, el odio dio paso a la ira y la ira me ayudó a superar mi terror. A partir de entonces las cazábamos juntos.

Other books

Suddenly by Barbara Delinsky
Freshman Year by Annameekee Hesik
Devlin's Luck by Patricia Bray
The Empanada Brotherhood by John Nichols
Sleight of Hand by Mark Henwick
Death of an Angel by Frances Lockridge