Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (4 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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El jefe de la tribu, que residía en Lattakou y respondía al nombre de Mulibahan, creyó conveniente presentarse a los blancos para ofrecerles sus respetos.

Mulibahan era un hombre apuesto y no poseía los labios gruesos y la nariz aplastada que caracterizan a los hombres de su tribu. Mostraba una figura gruesa y aparecía vestido con un manto de pieles cosidas entre sí con mucho arte, y se cubría con un casquete de cuero.

Calzaba sandalias de cuero de buey y se adornaba con aros de marfil en las orejas, muñecas y antebrazos. Por encima de su gorro se veía la cola de un antílope y portaba en su mano una vara adornada con un puñado de pequeñas plumas negras de avestruz. Una espesa capa de pintura ocre le cubría de pies a cabeza.

Mulibahan se acercó a los blancos con aspecto grave y les agarró por la nariz uno tras otro. Los rusos se dejaron hacer, conservando su seriedad, pero los ingleses no se mostraron tan tranquilos. Sin embargo, todos comprendieron al instante que, de acuerdo con las costumbres africanas, aquélla era una solemne obligación del jefe de la tribu. De este modo daba la bienvenida a los hombres blancos y les ofrecía su hospitalidad.

Terminada la operación, Mulibahan se retiró sin haber pronunciado una sola palabra.

—Bien —empezó a decir el coronel Everest con su ironía habitual—, puesto que ya nos hemos naturalizado bechuanas, ocupémonos de nuestros asuntos sin perder un minuto más.

La indicación fue seguida al pie de la letra. Se dispuso lo necesario en los días que siguieron para llevar a cabo la expedición, pero, a pesar del grado extremo de organización y rapidez impuestas por el coronel, la comisión no estuvo en condiciones de partir antes de los primeros días de marzo. Pese a todo, las fechas entraban en el plan previsto.

La estación de las lluvias acababa de finalizar y el agua conservada en las profundidades del terreno había de ser un preciado tesoro para los viajeros cuando se vieran obligados a atravesar el desierto.

Se fijó la marcha para el 2 de marzo. La caravana estaba lista, a las órdenes de Mokoum, y los expedicionarios se despidieron de los misioneros, abandonando Lattakou a las siete de la mañana.

—¿Hacia dónde vamos, coronel? —preguntó Emery en el momento en que la caravana pasaba por delante de la última casa de la aldea de Lattakou.

—En línea recta —respondió Everest—, hasta encontrar un emplazamiento conveniente para establecer una base.

Ocho horas después, la caravana se internaba en el desierto, ofreciendo a los viajeros un paisaje de sorpresas y peligros.

CAPITULO VI

La escolta mandada por Mokoum se componía de cien hombres. Eran todos indígenas bochjesmen, gente trabajadora, poco irritable y menos amante de peleas, y capaces de soportar grandes fatigas físicas.

Antes de la llegada de los misioneros, los bochjesmen eran embusteros, ladrones y asesinos, pero aquéllos lograron modificar sus bárbaras costumbres, reduciendo sus instintos criminales al robo esporádico en granjas y rebaños.

Diez carromatos similares al empleado para acudir a la catarata de Morgheda componían la expedición. Dos de estos carromatos ofrecían ciertas comodidades, pues tenían la misión de servir de campamento para los blancos.

De este modo, el coronel Everest y sus compañeros se veían seguidos por una habitación bien cubierta con una tela impermeable y provista de diversas camas de campaña, además de otros útiles de aseo personal.

Este sistema tenía la ventaja de hacerles ahorrar tiempo en los lugares donde acampaban, ya que no se veían obligados a montar y desmontar las usuales tiendas.

Uno de los carromatos estaba destinado a los viajeros ingleses, en tanto que el otro era ocupado por los rusos. Dos vehículos más, dispuestos en forma parecida, servían de habitación a los cinco británicos y a los cinco rusos que componían la tripulación del
Queen and Tzar

El casco y la máquina del barco de vapor, desmontados en piezas y cargados en otro carromato, seguían a los viajeros a través del desierto africano.

La causa de trasladar el barco residía en la abundancia de lagos existentes en el interior del continente africano. Algunos podían encontrarse en el camino elegido por la expedición científica, en cuyo caso el vapor les prestaría grandes servicios.

Los demás carromatos transportaban los instrumentos, los víveres, el equipaje de los viajeros, sus armas y municiones, los utensilios necesarios para la triangulación proyectada y los objetos destinados a los cien hombres de la escolta.

Los víveres almacenados consistían en carne de antílope, búfalo o elefante, convenientemente sazonada, y alimentos o la médula de una variedad de zame que recibe el nombre de pan de cafre. Los alimentos tomados del reino vegetal debían ser renovados en el camino, mientras que la carne sazonada podía conservarse intacta durante varios meses.

Pero los expedicionarios contaban asimismo con otra fuente de alimentación: los animales que encontraran a su paso y que serían hábilmente cazados por los bochjesmen, que manejaban el arco con notable habilidad e iban provistos de azagayas, especie de largas lanzas muy eficaces a cierta distancia.

Cada uno de los carromatos iba tirado por seis bueyes de largas patas, originarios de El Cabo, con anchos lomos y grandes cuernos como elementos destacables en su anatomía. Así arrastrados, estos pesados vehículos no temían las cuestas ni las hondonadas, avanzando con seguridad, aunque no con rapidez, sobre sus ruedas macizas.

Los viajeros disponían de caballos importados a El Cabo desde las comarcas de América meridional. Pequeños y grisáceos, estos animales eran muy estimados por su dulce carácter y su demostrado valor.

Se contaba también entre la tropa de cuatro patas con media docena de cuagas domesticadas, especie de asnos de patas finas que debían ser útiles en las operaciones geodésicas, transportando los instrumentos a aquellos lugares donde los carromatos no pudieran aventurarse.

Mokoum montaba un magnífico animal que excitaba la admiración de Sir John Murray, gran conocedor del arte de la equitación. Se trataba de una cebra de pelaje incomparable, que el indígena manejaba con habilidad, a pesar de la naturaleza asustadiza que caracteriza a estos animales.

Completaba el conjunto un grupo de perros que corrían a ambos lados de la caravana en estado semisalvaje.

De esta suerte avanzaba la expedición por el desierto. ¿Hacia dónde se dirigía? Ni siquiera Everest y Strux lo sabían, pues lo que andaban buscando ambos sabios antes de dar comienzo a sus operaciones trigonométricas era una vasta planicie, nivelada con cierta regularidad, con objeto de establecer en ella la base del primero de aquellos triángulos, cuya red debía cubrir la región austral de África en una extensión de muchos grados.

El coronel Everest explicó a Mokoum lo que se pretendía. Utilizó el lenguaje familiar a los sabios, hablando de ángulos adyacentes, medición del meridiano, distancias cenitales y otras cosas más, hasta que el cazador, interrumpiéndole con un gesto de impaciencia, dijo:

—No entiendo nada de lo que me está diciendo, coronel. Sin embargo, creo adivinar lo que está buscando. ¿Se trata de una llanura grande, lo más recta y regular posible?

—En efecto.

—Muy bien. Trataré de buscársela.

Y, sin más órdenes de Mokoum, la caravana volvió hacia atrás y descendió hacia el Sudoeste. Ya en esta dirección la orientó un poco más hacia el sur de Lattakou, es decir, hacia aquella región de la llanura que regaba el Kuruman.

A partir de ese día, el cazador adoptó la costumbre de establecerse a la cabeza de la caravana. Sir John Murray no le abandonaba y, de cuando en cuando, una detonación hacía saber a sus colegas que Sir Murray trababa conocimiento con la caza africana. Por su parte, el coronel se dejaba conducir por su caballo, entregado por completo a sus reflexiones. Matthew Strux tampoco abría mucho la boca, en tanto que Palander, mal jinete donde los haya, prefería marchar dentro del vehículo, absorto por completo en las más profundas abstracciones de las altas matemáticas.

Emery y el ruso Zorn preferían cabalgar juntos, conversando sobre temas diversos de común interés y estrechando su amistad día tras día. A menudo se alejaban, desviándose de los flancos de la expedición o adelantándola algunos kilómetros, cuando la llanura se extendía ante sus ojos hasta perderse de vista.

Abiertos, expansivos y risueños, ambos jóvenes se diferenciaban de sus colegas, caracterizados por la extrema gravedad que las responsabilidades del cargo confieren a los seres humanos. Emery y Zorn conversaban a menudo sobre temas ajenos al mundo de la ciencia, si bien se sentían profundamente interesados por todo cuanto a ella concernía, como es natural.

Otro de sus temas de conversación se basaba en la observación de sus respectivos jefes, el coronel Everest y el señor Strux. Emery aprendió a conocerles gracias a su amigo Zorn.

—Sí —dijo cierto día Michael Zorn—, les he observado bien durante nuestra travesía a bordo del Augusta y he de admitir que, desgraciadamente, están celosos el uno del otro. Ambos son imperiosos y tienden al autoritarismo, aunque tampoco puede decirse que sean unos malvados. En realidad, la causa principal de su amargura aparente proviene de lo que acabo de decirle: reinan entre ellos los celos de los sabios, que son los peores celos.

—Y los que tienen menos razón de ser —añadió Emery—, ya que todo queda en el campo de los descubrimientos y cada uno de nosotros busca el provecho de todos. Lamento que sea así, pues esta va a ser una circunstancia molesta, e incluso peligrosa, para nuestra expedición.

—Desde luego.

—Es necesario que exista una compenetración absoluta para que tenga éxito una operación tan delicada como ésta.

—Sin duda —asintió Zorn—, pero estoy convencido de que esta compenetración no existe. O mucho me equivoco, o preveo choques a la hora de confrontar nuestros dobles registros.

—Me aterra usted, amigo mío —afirmó Emery—. Quiera Dios que no nos hayamos aventurado hasta tan lejos para que la falta de concordia haga fracasar una empresa de este género.

—Eso mismo pienso yo, pero he de repetirle que durante la travesía he asistido a ciertas discusiones de métodos científicos que dan fe de una terquedad incalificable tanto por parte de su compatriota como por parte del señor Strux. En el fondo es una cuestión de miserable envidia.

—Lo raro del asunto es que no se separan nunca ni un momento.

—No se separan ni diez minutos, en efecto, pero no les habrá visto intercambiar más de diez palabras en un día. En realidad están llevando a cabo una labor de espionaje mutuo, lo cual nos obliga a realizar la expedición en condiciones ciertamente deplorables.

—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo Emery.

—Como guste.

—¿Cuál de los dos jefes preferiría usted?

Michael Zorn no lo pensó un segundo, respondiendo con aplomo y evidente seguridad a la pregunta de su amigo.

—Querido William —le dijo—, aceptaré lealmente como jefe a aquel de los dos que sepa imponerse como tal. En lo que se refiere a temas científicos, no me mueven intereses nacionalistas. El coronel Everest y Matthew Strux son dos hombres notables. Inglaterra y Rusia se aprovecharán por igual del resultado de sus trabajos y, por tanto, importa poco que esos trabajos sean dirigidos por un inglés o por un ruso.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —asintió Emery con entusiasmo—. Debemos emplear nuestros medios en el bien común, y no dejarnos distraer por prejuicios absurdos.

Tras una breve pausa, William Emery quiso conocer más detalles de los expedicionarios.

—¿Qué opina de su compatriota, Nicholas Palander?

—¡Palander! —respondió Zorn echándose a reír—. No verá, ni oirá, ni comprenderá nada. Con tal de que le dejen realizar sus cálculos, él no es ni ruso, ni inglés, ni prusiano, ni chino. Es Nicholas Palander, simplemente.

—No podría decir lo mismo de mi compatriota Sir John Murray, pues se trata de un personaje muy británico. Lo cierto es que creo que demuestra mayor interés por la caza que por los cálculos matemáticos, y preferirá perseguir a un elefante antes que perder tiempo en largas discusiones científicas.

—De modo que sólo podremos contar con nosotros mismos —dijo Zorn.

—Así es. Sólo nosotros podremos limar el contacto difícil de nuestros jefes. Si la ocasión se presenta, y Dios no lo quiera, habremos de estar muy unidos.

—¡Siempre unidos!

Y, diciendo esto, Zorn tendió la mano a su compañero, sellando así un pacto de mutua y leal amistad.

Mientras tanto, la caravana seguía su descenso hacia las regiones del Sudoeste. En la jornada del 4 de marzo, al mediodía, los viajeros alcanzaron la base de las colinas que venían bordeando desde Lattakou.

Mokoum había conducido a los expedicionarios hasta la llanura, pero esa llanura, todavía ondulada, no servía para realizar los primeros trabajos de triangulación. Por consiguiente, la marcha hacia delante no se interrumpió.

Hacia el final de la jornada, los viajeros llegaron a una de esas estaciones ocupadas por colonos nómadas, en busca de la riqueza de ciertos pastos que sirven de asentamiento a los trashumantes boers.

El coronel Everest y sus compañeros fueron hospitalariamente acogidos por un colono holandés jefe de numerosa familia, que en pago de sus servicios no quiso aceptar ninguna indemnización.

Después de atender a los extranjeros, el colono les indicó una extensa planicie situada a unos veinticinco kilómetros, la cual resultaría muy apropiada para sus operaciones geodésicas.

Al día siguiente, 5 de marzo, la caravana partió al amanecer. El viaje transcurrió sin incidentes, llegando al mediodía al emplazamiento designado por el holandés. Se trataba de una pradera sin límites hacia el Norte, cuyo suelo no presentaba ningún desnivel. Resultaba difícil imaginarse un terreno más favorable para la medición de una base. Porque tal era la empresa que debía acometer en aquel momento la expedición científica.

CAPITULO VII

En realidad, la medición de uno o más grados por medio de reglas metálicas unidas entre sí por sus extremos, seria un trabajo absolutamente irrealizable desde el punto de vista de la exactitud matemática.

Además, ningún terreno, en ningún punto del mundo, es lo bastante uniforme para prestarse eficazmente a la ejecución de una operación tan delicada.

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