Read Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral Online
Authors: Julio Verne
Tags: #Aventuras
Las discusiones entre el coronel Everest y el señor Strux fueron escasas. Un solo asunto motivó entre ambos rivales científicos unas réplicas tan vivas, que se hizo necesaria la intervención de Sir John Murray para calmar los ánimos. La discusión tuvo su origen en la longitud que debía darse a la base del primer triángulo.
La longitud debía ser amplia, pues cuanto más abierto resultase el triángulo, más fácil sería de medir. Pero tampoco se podía prolongar esta longitud hasta el infinito.
El coronel proponía una base de doce mil metros, pero el señor Strux prefería la cifra de veinte mil metros. Ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder.
La discusión se hizo tan violenta que, en un momento dado, ya no eran dos científicos enfrentados por un problema cualquiera, sino dos enemigos nacionales, un inglés y un ruso que defendían los intereses de sus respectivos gobiernos.
La Naturaleza impuso un poco de paz en el duro combate, ya que el mal tiempo obligó a suspender las actividades por unos días. Los ánimos se tranquilizaron y se decidió por mayoría que la medición de la base se daría por terminada a los dieciséis mil metros, aproximadamente, con lo cual se dividía por la mitad la diferencia.
Tras muchos esfuerzos se logró finalizar el trabajo dando la base un resultado último de quince mil seiscientos setenta y ocho metros y setenta y tres centímetros o, lo que es lo mismo, ocho mil treinta y siete toesas y setenta y cinco centésimas. Sobre esta base iba a apoyarse la serie de triángulos cuyo resultado debía cubrir el África austral en un espacio de varios grados.
Los preparativos terminaron, por tanto, el día 13 de abril, y los científicos decidieron continuar cuanto antes el resto de las investigaciones.
El paso siguiente era conseguir la latitud del punto Sur, en el cual comenzaba el arco del meridiano que se trataba de medir. El 14 de abril comenzaron las mediciones pertinentes, si bien estos trabajos fueron más sencillos que los anteriores, gracias a las investigaciones realizadas por Emery y Zorn.
El mal tiempo de los días precedentes había sido aprovechado por los dos jóvenes sabios para llevar a cabo diversas mediciones de la altura relativa a numerosas estrellas. De estas observaciones tan minuciosamente repetidas se podía deducir, con gran precisión, la latitud del punto del arco.
Esta latitud era de 27,951789 grados decimales.
Tras la latitud se calculó la longitud, escribiéndose el resultado en un excelente mapa del África austral, levantado a gran escala. Este mapa reproducía los descubrimientos geográficos hechos recientemente en esa parte del Globo por viajeros como Livingstone, Anderson y otros.
Se trataba de escoger en ese mapa un meridiano determinado, para localizar en él un arco comprendido entre dos puntos alejados el uno del otro por un número concreto de grados. Cuanto más largo fuera el arco medido, menor sería la incidencia de los posibles errores derivados de esta operación.
Había grandes obstáculos a tener en cuenta. Era preciso evitar los obstáculos naturales, tales como montañas infranqueables y vastas extensiones de agua, pues habrían estorbado la marcha de los exploradores.
Mas la suerte parecía estar de parte de la comisión, pues aquella zona no tenía elevaciones considerables ni abundaban en ella los cursos de agua difícilmente vadeables. Se podía tropezar con peligros, pero no con obstáculos.
Los expedicionarios tenían a su favor el desierto de Kalahari. Aunque el desierto en cuestión no merece el nombre de tal, pues no se trata de las planicies del Sahara, cuya aridez y falta de vegetación hace que sean prácticamente infranqueables. El Kalahari, por el contrario, produce gran cantidad de plantas, su suelo está recubierto por abundantes hierbas y cuenta con espesas malezas y grandes árboles. Abundan en él la caza salvaje y las fieras temibles, y está habitado o recorrido, según los casos, por tribus sedentarias y nómadas de bushmen y bakalaharis.
Pero el agua brilla por su ausencia en ese desierto la mayor parte del año. Los lechos de los ríos que lo atraviesan se muestran secos numerosas veces, a excepción de la época siguiente a la estación de las lluvias. Ésta, que acababa de terminar, ofrecía a los expedicionarios la posibilidad de encontrar agua estancada en charcos, estanques o riachuelos.
Mokoum informó de todo esto a los científicos, y el coronel Everest y Matthew Strux se pusieron de acuerdo en un punto: aquel vasto emplazamiento ofrecía todas las condiciones favorables para una buena triangulación.
Quedaba por llevar a cabo la elección del meridiano. Tras muchas deliberaciones se decidió que el extremo Sur de la base del triángulo podía servir como punto de ida. Este meridiano era el vigésimo cuarto al este de É Greenwich y se prolongaba, por lo menos, en un espacio de siete grados, del vigésimo al vigésimo séptimo, sin encontrar obstáculos naturales que estuvieran señalados en el mapa.
Se decidió, por tanto, medir un arco en el vigésimo cuarto meridiano. Arco que, al ser prolongado por Europa, ofrecía la facilidad de medir un arco septentrional en el Imperio ruso.
La primera estación, que debía señalar la punta del primer triángulo, fue escogida hacia la derecha del meridiano. Se trataba de un árbol solitario, situado en una elevación del terreno, lo que le hacía perfectamente visible.
Los astrónomos midieron también el ángulo que hacía este árbol con el extremo sureste de la base, por medio de un círculo repetidor de Borda, de extraordinaria precisión.
Las operaciones comenzaron, como ya hemos dicho, el día 14 de abril. Mientras los científicos se entregaban a las mediciones preliminares, Mokoum ordenó que se levantara el campamento, dirigiendo los carromatos hacia la primera estación señalada.
El tiempo era clarísimo y se prestaba a la operación. Se había decidido, no obstante, que, si la atmósfera impedía, los cálculos, las operaciones se realizarían por la noche, con ayuda de faroles o lámparas eléctricas.
El primer día se midieron los ángulos, anotándose las cantidades obtenidas en el doble registro, después de hacer las comprobaciones oportunas.
Cuando llegó la noche, todos los astrónomos estaban reunidos en la caravana en torno al árbol que había servido de objetivo. Se trataba de un enorme baobab, cuya circunferencia medía más de veinticuatro metros.
Toda la caravana se refugió bajo el inmenso ramaje del gigantesco baobab, cenando los antílopes que los cazadores habían alcanzado en una de sus partidas. Tras la cena, los sabios se retiraron a descansar y Mokoum dispuso a los centinelas en puntos estratégicos. También se encendieron grandes hogueras para mantener alejadas a las fieras, que podían sentirse atraídas por el olor de los antílopes muertos.
Apenas transcurridas dos horas de sueño, Zorn y Emery se levantaron, pues deseaban calcular la latitud de aquella estación, observando para ello la altura de las estrellas.
Olvidando las fatigas del día, los dos jóvenes se instalaron con los anteojos de su instrumento y determinaron exactamente el desplazamiento que el cenit había experimentado pasando de la primera estación a la segunda.
Al día siguiente, 15 de abril, se reanudaron las operaciones. El ángulo que hacía la estación del baobab con los dos extremos de la base indicada por los polígonos fue medido con precisión. Este nuevo resultado permitía comprobar el primer triángulo.
Después se eligieron otras dos estaciones a derecha e izquierda del meridiano. Una estaba formada por un montículo muy visible de la llanura, y la otra era jalonada por un poste indicador, a una distancia de algo más de once kilómetros.
La triangulación prosiguió así durante un mes.
El 15 de mayo, los científicos habían subido un grado hacia el Norte, tras haber construido geodésicamente siete triángulos.
Estas operaciones no habían facilitado el acercamiento entre los jefes de la expedición. Ambos sabios estaban separados no sólo por sus rivalidades, sino también por el espacio físico, pues cada uno llevaba a cabo sus mediciones alejado del otro. Trabajaban diariamente en estaciones separadas entre sí por muchos kilómetros, y esta distancia era una garantía contra cualquier disputa originada por el amor propio.
Regresaban al campamento al llegar la noche, introduciéndose cada uno en su carromato particular.
Cierto es que se produjeron algunas discusiones, pero éstas fueron debidas a discrepancias respecto a la elección de estaciones, si bien la sangre no llegó al río y no se produjeron altercados serios.
En definitiva, el asunto era que el 15 de mayo se había logrado subir un grado desde el punto austral del meridiano. Se encontraban, por tanto, en el paralelo de Lattakou.
La comisión decidió que había llegado el momento de tomar un descanso, instalándose la caravana en el lugar ocupado por un kraal que había sido levantado recientemente en aquellos alrededores.
Los indígenas del África austral llaman kraal a cierta especie de aldea móvil que se traslada de un pasto a otro. Es un espacio compuesto por una treintena de chozas dispuestas circularmente a orillas de un riachuelo afluente del Kuruman.
Estas chozas, formadas por esteras entretejidas de juncos y completamente impermeables, colocadas sobre montantes de madera, parecían enormes colmenas. Su entrada, cubierta por una piel, obligaba a los que penetraban en ellas a arrastrarse sobre sus rodillas.
Esta única abertura hacía las veces de chimenea, y por ella salían al exterior los humos de los alimentos cocidos al fuego.
La llegada de la caravana alertó a los habitantes del kraal. Los perros ladraron furiosamente y los indígenas asomaron sus narices para observar a los recién llegados. Los guerreros de la aldea, armados de azagayas, cuchillos y mazas, y protegidos por sus escudos de cuero, se adelantaron hacia los expedicionarios.
Se podía calcular su número en doscientos, lo que daba una idea de la importancia de aquel kraal. Había un total de unas ochenta chozas circundadas por una alta empalizada, para protegerse de los ataques de los animales feroces.
Los indígenas se tranquilizaron ante las palabras de Mokoum, que les explicó los motivos que llevaban a la caravana por aquellas regiones, si bien no les detalló el carácter singular de las investigaciones, pues no deseaba que los habitantes del kraal les tomaran a todos por locos.
La caravana obtuvo permiso para acampar cerca de las empalizadas, a orillas del riachuelo. Los caballos, bueyes y otros rumiantes de la expedición podrían alimentarse con abundancia, sin causar el menor perjuicio a la aldea ambulante.
El campamento se organizó siguiendo el método acostumbrado. Los carromatos se dispusieron circularmente y cada cual empezó a dedicarse a sus respectivas ocupaciones.
Todos consideraron que la propuesta de Sir Murray, en el sentido de establecerse allí por unos días, había sido muy acertada.
Michael Zorn y William Emery habían decidido aprovechar esta temporada de descanso para tomar la altura del sol, mientras que Nicholas Palander se ocuparía de hacer diferencias del nivel de miras, de modo que quedasen reducidas estas medidas al nivel del mar.
En cuanto a Sir Murray, el descanso le ofrecía una excelente oportunidad de entregarse a su diversión favorita, la caza, pues deseaba estudiar la fauna de la región.
Así pues, Sir John Murray dejó a sus compañeros entregados a sus cálculos y observaciones científicas y se marchó en compañía de Mokoum. El inglés llevaba como montura su caballo habitual, mientras que el indígena utilizaba su inseparable cebra doméstica. Tres perros les seguían dando saltos.
Ambos cazadores estaban armados de sendas carabinas de caza, de bala explosiva, pues tenían la intención de atacar a fieras salvajes.
Se dirigieron hacia el Norte, a algunos kilómetros del kraal, en dirección a una zona frondosa que favorecía sus planes. Cabalgaban el uno al lado del otro, animando el camino con su alegre conversación, pues a estas alturas ya se habían hecho muy amigos.
—Espero que cumplas tu promesa, querido Mokoum —dijo Sir Murray.
—¿Qué promesa dice usted?
—La de llevarme al corazón del país más abundante en caza del mundo. No he venido al África austral para tirar contra las liebres o los zorros. Antes de una hora espero haber abatido...
Mokoum le interrumpió con una sonrisa y estas palabras:
—¡Antes de una hora! Pretende ir usted demasiado rápido. Aquí es necesario tener paciencia.
—¿Eres tú quien me habla de paciencia, mi impaciente amigo? —se sonrió el inglés.
—Soy impaciente, es cierto, pero en lo que se refiere a la caza puedo tener toda la paciencia del mundo. Sobre todo en lo que respecta a la caza de los grandes animales.
—¿Es que requiere unas condiciones especiales?
—Desde luego, señor Murray. La caza de los grandes animales es toda una ciencia, y es preciso conocer muy bien el país, las costumbres de los animales, los lugares por donde pasan... Después de conocer estos detalles, hay que ir tras ellos durante muchas horas y contra el viento, pues si descubren nuestra presencia antes de tiempo estamos perdidos.
Sir Murray le escuchaba atentamente.
—También es necesario no dar gritos intempestivos —añadió Mokoum—, ni dar pasos en falso o ruidosos, ni ojeadas indiscretas. Todas estas circunstancias pueden hacer que el cazador pierda en un momento esa presa que con tanto cuidado y paciencia ha estado persiguiendo.
Esto era algo que sabía muy bien el impaciente Mokoum.
Sir John Murray preguntó a su amigo:
—¿Te ha ocurrido eso alguna vez?
—¿El qué, señor? —inquirió Mokoum.
—Perder a una pieza tras una paciente persecución.
—Desde luego, señor. Más de una vez me he pasado jornadas enteras acechando un búfalo y, cuando después de tres días de paciente y astuta espera lograba estar muy cerca del animal, un movimiento en falso deshacía todo lo conseguido, sumiéndome en la desesperación por el trabajo mal hecho.
Porque para Mokoum, cazar con destreza una gran fiera era un trabajo tan serio como resultaba para cualquiera de los científicos de la expedición el hecho de calcular la medida de un arco de un meridiano.
—De acuerdo, amigo mío —repuso Sir Murray—. No tengo inconveniente en dar tantas pruebas de paciencia como desees. Pero recuerda que la caravana sólo descansará durante tres o cuatro días, y no podemos perder ni un minuto.