Axiomático (39 page)

Read Axiomático Online

Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
12.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡No debería
haber
ninguna puta diferencia! ¡A las madres de alquiler les pagan una fortuna! ¿Quién le da a Global Assurance el derecho a usar
mi
cuerpo gratis?

—Ah. Hay una cláusula en su póliza... —le dio a algunas teclas en la estación de trabajo y leyó de la pantalla—:
...aunque de ninguna forma devalúa la contribución del co-signatario como encargado del cuidado, él o ella por la presente renuncia a cualquier remuneración por tales servicios; más aún, en todos los cálculos relativos al párrafo 97(b)...

—Pensé que eso significaba que ninguno de los dos podría cobrar por hacer de enfermera si el otro pasaba un día en la cama resfriado.

—Me temo que cubre bastante más que eso. Le repito, no
tienen
derecho a obligarla a hacer nada... pero tampoco tienen obligación de pagar por la madre de alquiler. Cuando calculan los costes del método más barato para mantener a su marido con vida, esa cláusula le da derecho a hacerlo asumiendo que usted
escogería
suministrarle soporte vital.

—Por tanto, al final es una cuestión de... ¿
contabilidad
?

—Exacto.

Durante un momento, no se me ocurrió nada más que decir.
Sabía
que me la estaban jugando, pero parecía que se me habían acabado las formas de expresarlo.

Luego, al final, se me ocurrió hacer la pregunta más evidente de todas.

—Supongamos que hubiese sido al revés. Supongamos que yo hubiese estado en ese tren, en lugar de Chris. Entonces, ¿hubiesen pagado por la madre de alquiler... o habrían dado por supuesto que
él
llevaría
mi
cerebro en su interior durante dos años?

La abogada dijo, con cara de póquer:

—La verdad es que no me gustaría aventurar una respuesta a esa pregunta.

Chris tenía vendas en algunas partes, pero la mayor parte del cuerpo estaba cubierto por una miríada de pequeñas máquinas, agarradas a su piel como parásitos beneficiosos; alimentándole, oxigenando y purificando su sangre, administrado medicación, quizá reparando huesos y tejidos dañados, aunque sólo fuese para retrasar el deterioro. Podía verle parte de la cara, incluyendo un ojo —cosido para mantenerlo cerrado— y zonas de piel magullada aquí y allá. El brazo derecho estaba desnudo por completo; le habían quitado el anillo de casado. Habían amputado ambas piernas bajo los muslos.

No podía acercarme demasiado; estaba encerrado en una tienda estéril de plástico, como de cinco metros cuadrados, una especie de habitación dentro de la habitación. Un robot enfermero de tres brazos aguardaba en una esquina, inmóvil pero atento, aunque yo no podía imaginar las circunstancias que harían que su intervención hubiese sido mucho más útil que la de los robots más pequeños que ya trabajaban.

Visitarle era absurdo, sí. Estaba en un coma profundo, sin ni siquiera soñar; no podía confortarle. Pero pasaba horas allí sentada, como si necesitase el recuerdo constante de que su cuerpo
estaba
dañado más allá de toda reparación; que realmente necesitaba mi ayuda,
o no sobreviviría.

En ocasiones, mi vacilación me resultaba tan abominable que ni siquiera podía creer que todavía no hubiese firmado los formularios e iniciado el tratamiento preparatorio. ¡
Su vida estaba en juego
! ¿
Cómo podía tener reparos
? ¿
Cómo podía ser tan egoísta
? Y sin embargo, esa culpa hacía que me sintiese tan enfadada y resentida como todo lo demás: la coerción que no era del todo coerción, la disparidad de sexos a la que no me atrevía a enfrentarme.

Negarme, dejarle morir, era impensable. Y sin embargo... ¿hubiese llevado el cerebro de un completo desconocido? No. Dejar que un desconocido muriese no era impensable en absoluto. ¿Lo hubiese hecho por un conocido? No. ¿Un amigo íntimo? Por algunos, quizá... pero no por otros.

Bien, ¿hasta qué punto le amaba? ¿Lo suficiente?

¡Claro!

¿Por qué "claro"?

Era una cuestión de... ¿
lealtad
? No era la palabra; olía demasiado a algún tipo de obligación contractual implícita, una forma de "deber", tan pernicioso e idiota como el patriotismo. Bien, el "deber" podía irse a la mierda; no era eso.

Entonces
, ¿
por qué
? ¿Qué hacía que él fuese especial? ¿Qué le hacía diferente a un amigo íntimo?

No tenía respuesta, ni las palabras correctas, sólo un flujo de imágenes de Chris cargadas de emociones. Así que me dije a mí misma:
ahora
no es momento de analizar, de diseccionar. No preciso una respuesta;

lo que siento.

Me tambaleaba entre despreciarme a mí misma por considerar —por teóricamente que fuese— la posibilidad de dejarle morir, y despreciaba el hecho de que me estuviese coaccionado para hacer algo con mi cuerpo que yo
no
quería hacer. La solución, evidentemente, hubiese sido no hacer ninguna de las dos cosas, pero, ¿qué esperaba? ¿Un benefactor rico que saliese de detrás de una cortina e hiciese desaparecer el dilema?

Había visto un documental, una semana antes del accidente, que mostraba a cientos de miles de hombres y mujeres en África Central que pasaban toda la vida cuidando de parientes moribundos, simplemente porque no se podían permitir las medicinas contra el SIDA que, virtualmente, habían eliminado la enfermedad de los países ricos veinte años antes. ¿Si
ellos
hubiesen podido salvar la vida de sus seres queridos con el minúsculo "sacrificio" de cargar con un kilo y medio extra durante dos años...?

Al final, desistí de intentar reconciliar las contradicciones. Tenía derecho a sentirme furiosa, estafada y resentida, pero seguía siendo cierto que
quería que Chris viviese.
Si no iba a dejarme manipular, tenía que valer para ambas partes; reaccionar a ciegas contra la forma en que me habían tratado no hubiese sido menos estúpido y deshonesto que la cooperación más pasiva.

Se me ocurrió —tardíamente— que Global Assurance podría no haber sido del todo ingenua en la forma en que me habían puesto en contra. Después de todo, si dejaba que Chris muriese, ellos se ahorrarían no sólo el pequeño coste del soporte vital biológico, con el útero gratis, sino también todo el gasto de reemplazar el cuerpo. Algo de grosería bien situada, algo de psicología inversa...

La única forma de conservar la cordura era trascender toda esa mierda; declarar que Global Assurance y todas sus maquinaciones eran irrelevantes; llevaría su cerebro, no porque me hubiesen forzado; no porque me sintiese culpable u obligada; no para demostrar que no me podían manipular, sino por la simple razón de que le amaba lo suficiente como para desear salvarle la vida.

Me inyectaron un blastocito modificado genéticamente, un conjunto de células que se implantó en mí pared uterina y engañó a mi cuerpo haciéndole creer que yo estaba embarazada,

¿
Engañar
? Dejó de venirme la regla. Sufrí de náuseas matutinas, anemia, supresión inmunológica, ataques de hambre. El pseudo-embrión creció a un ritmo literalmente vertiginoso, mucho más rápido que cualquier niño, formando con rapidez las membranas protectoras y el saco amniótico, y creando un suministro sanguíneo placentario que con el tiempo tendría la capacidad de mantener a un cerebro ansioso de oxígeno.

Había planeado seguir trabajando como si no pasase nada, pero pronto descubrí que no podía; estaba demasiado indispuesta, y demasiado agotada para funcionar con normalidad. En cinco semanas, la cosa que llevaba dentro crecería hasta tener el tamaño que a un feto le llevaría
cinco meses
alcanzar. Con cada comida me tragaba un puñado de cápsulas de suplementos dietéticos, pero seguía demasiado letárgica para hacer nada que no fuese quedarme sentada en el piso, ensayando intentos desganados de alejar el aburrimiento con libros y basura televisiva. Vomitaba una o dos veces al día, orinaba tres o cuatro veces por noche. Lo que de por sí ya era bastante malo, pero estoy segura de haberme sentido peor de lo que esos síntomas podrían explicar.

Quizá parte del problema fuese la carencia de una forma simple de
considerar
lo que me estaba pasando. Aparte de la estructura real del "embrión",
estaba
embarazada —en todos los sentidos bioquímicos y psicológicos de la palabra— pero no podía permitirme participar del engaño. Incluso medio fingir que la masa de tejido amorfo de mi útero era un
niño
hubiese sido poner las bases de una completa desintegración emocional, Pero.,, entonces, ¿qué era? ¿
Un tumor
? Estaba más cerca de la verdad, pero no era exactamente la clase de imagen sustitutiva que me convenía.

Claro está, intelectualmente, sabía exactamente qué tenía en mi interior, y exactamente qué le pasaría.
No
estaba embarazada con un niño que estuviese destinado a ser arrancado del útero para dejar sitio al cerebro de mi marido.
No
tenía un tumor vampírico que seguiría creciendo hasta haberme chupado tanta sangre que me quedaría demasiado débil para moverme. Llevaba un bulto benigno, una herramienta diseñada para una tarea específica, una tarea que yo había decidido aceptar.

Por tanto, ¿por qué me sentía en un estado perpetuo de confusión y depresión, y en ocasiones, tan desesperada que tenía fantasías de suicidio y aborto, de abrirme yo misma, de tirarme escaleras abajo? Estaba cansada, sentía nauseas, no esperaba estar bailando de felicidad, pero ¿por qué coño me sentía tan infeliz que no podía dejar de pensar en la muerte?

Podía haber recitado algún mantra explicativo:
Lo hago por Chris. Lo hago por Chris.

Pero no lo hacía. Ya le detestaba lo suficiente; no quería acabar odiándole.

A principios de la sexta semana, una ecografía mostró que el saco amniótico había alcanzado el tamaño adecuado, y el Doppler del flujo sanguíneo confirmó que este elemento también estaba ajustado. Ingresé en el hospital para la sustitución.

Podía haber visitado a Chris por última vez, pero me mantuve a distancia. No quería pensar demasiado en la mecánica de lo que me esperaba.

La doctora Sumner dijo:

—No hay de qué preocuparse. Rutinariamente se realizan operaciones fetales mucho más complejas que ésta.

Yo dije entre dientes:

—Esto
no es
una operación fetal.

Ella dijo:

—Bien... no —como si la noticia la hubiese tomado por sorpresa.

Al despertar tras la operación, me sentí peor que nunca. Coloqué una mano sobre el vientre; la herida estaba limpia e insensible, los puntos estaban ocultos. Me habían dicho que ni siquiera quedaría una cicatriz.

Pensé
:
Está en mi interior. Ahora no pueden hacerle daño. Eso he ganado.

Cerré los ojos. No tenía problemas para imaginar a Chris, tal como había sido...
tal y como volvería a ser.
Me quedé medio dormida, extrayendo sin vergüenza recuerdos de los momentos más felices que habíamos compartido. Nunca antes me había permitido fantasías sentimentales —no eran mi estilo, odiaba vivir en el pasado— pero ahora agradecía cualquier truco que me diese fuerzas. Me dejé oír su voz, ver su cara, sentir su tacto...

Evidentemente, ahora su cuerpo estaba muerto. Irreversiblemente muerto. Abrí los ojos y miré a la hinchazón de mi abdomen, e imaginé su contenido: un trozo de carne de su cadáver. Un trozo de materia gris, arrancada del cráneo de su cadáver.

Había ayunado para la operación, tenía el estómago vacío, no tenía nada para vomitar. Me quedé allí tendida durante horas, limitándome a limpiar el sudor de la frente con la punta de la sábana, intentando dejar de temblar.

En términos de tamaño, estaba embarazada de cinco meses.

En términos de peso, siete meses.

Durante dos años.

Si Kafka hubiese sido mujer...

No me acostumbré, pero aprendí a soportarlo. Había formas de dormir, formas de sentarse, formas de moverse que eran más cómodas que otras. Estaba cansada durante todo el día, pero había ocasiones en las que tenía tanta energía que casi me sentía normal, y las empleaba bien. Trabajé duro y no me quedé atrás. El Departamento lanzaba un nuevo ataque contra la evasión de impuestos corporativa; me entregué con más celo del que nunca había sentido antes. Mi entusiasmo era artificial, pero eso no era lo importante; precisaba del impulso para seguir adelante.

En un día bueno, me sentía optimista: cansada, como siempre, pero triunfantemente persistente. En un mal día, pensaba: Cabrones, ¿creéis que esto me hará odiarle? Es a
vosotros
a quienes odio, a
vosotros
a quienes desprecio. En un día malo, hacía planes contra Global Assurance. Antes no había estado preparada para luchar contra ellos, pero cuando Chris estuviese a salvo, y hubiese recuperado las fuerzas, encontraría una forma de hacerles daño.

Las reacciones de mis colegas fueron variadas. Algunos me admiraban. Algunos creían que me había dejado explotar. Algunos simplemente sentían asco ante la idea de
un cerebro humano
flotando en mi útero, y para desafiar mis propios escrúpulos, me enfrentaba a esa gente siempre que podía.

—Venga, toca —decía—. No te morderá. Ni siquiera dará una patada.

Había un cerebro en mi útero, pálido y lleno de circonvoluciones. ¿Y
qué
? Tenía un objeto igualmente feo en mi propio cráneo. Es más, todo mi cuerpo estaba lleno de menudillos de aspecto repulsivo, un hecho que jamás me había molestado.

Así que conquisté mis reacciones viscerales contra el órgano
en sí
, pero pensar en Chris seguía siendo un difícil acto de equilibrismo.

Me resistí a la insidiosa tentación de engañarme creyendo que mantenía "contacto" con él por "telepatía", a través de la corriente sanguínea, por cualquier medio. Quizá las mujeres embarazadas comparten una empatía real con sus hijos por nacer; nunca he estado embarazada, así que no lo sabía. Ciertamente, un niño en el útero podría oír la voz de su madre, pero un cerebro en coma, sin órganos sensoriales, era algo totalmente diferente. En el mejor de los casos —o peor— quizá ciertas hormonas de la sangre atravesaban la placenta y producían algún efecto mínimo en su estado.

¿
En su estado de ánimo
?

Estaba en coma, no tenía
estados de ánimo.

De hecho, era más fácil, y más seguro, no pensar en el como
situado
dentro de mí, y menos aun experimentando nada. Yo llevaba una parte de él; la madre de alquiler del clon llevaba otra. Sólo volvería a existir realmente cuando se uniesen las dos; por ahora, se encontraba en el limbo, ni vivo ni muerto.

Other books

Twilight by Meg Cabot
Cherokee Bat and the Goat Guys by Francesca Lia Block
Atop an Underwood by Jack Kerouac
1 Sunshine Hunter by Maddie Cochere
The King Of Hel by Grace Draven
A Meeting In The Ladies' Room by Anita Doreen Diggs
Sleeping Beauty by Ross Macdonald