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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (55 page)

BOOK: Azteca
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Rara vez en mi vida he sentido la soledad aun estando completamente solo, pero aquella noche parado allí me sentí solo, tratando deliberadamente de soportar y sufrir lo que viniere, con mi espalda hacia el único pedazo alumbrado y caliente del mundo y con mi rostro vuelto al destino negro, vacío y desconocido.

En esos momentos, escuché que Glotón de Sangre nos ordenaba: «Dormid completamente desnudos, como si estuvierais en casa o en cualquier habitación. Quitaos toda la ropa o podéis estar seguros de que
verdaderamente
sentiréis el frío de la mañana».

Cózcatl habló, tratando de que el sonido de su voz fuera como si estuviera bromeando:

«Pero suponte que viene un jaguar y que tengamos que correr».

Mirándolo fijamente, Glotón de Sangre le dijo: «Si viene un jaguar, muchacho, te puedo garantizar que correrás sin darte cuenta de si estás vestido o desnudo. De todas maneras, un jaguar comerá tus vestidos con el mismo gusto con que comería la tierna carne de muchachito. —Quizás vio que a Cózcatl le temblaban los labios, porque el viejo guerrero, apiadándose y riendo entre dientes, le dijo—: No te preocupes. Ningún gato se acerca al fuego de un campamento y yo estaré pendiente de que éste siga ardiendo. —Suspiró y añadió—: Es un hábito que no he podido dejar atrás a través de muchas campañas. Cada vez que el fuego disminuye me despierto y lo alimento».

No me encontré muy incómodo el enrollarme dentro de mis dos cobijas con solamente algo áspero y mezquino apilado entre mi cuerpo desnudo y el suelo frío y duro, porque en el último mes en mis habitaciones de palacio, había estado durmiendo sobre el
pétlatl
ligeramente acojinado de Cózcatl. Durante ese mismo tiempo, Cózcatl había dormido en mi cama bien acojinada, caliente y suave, y era evidente que se había acostumbrado a la comodidad. Aquella noche, mientras ronquidos y jadeos salían de las formas abultadas alrededor del fuego, lo oí que cambiaba de posición sin poder dormir y volteándose de un lado a otro tratando de encontrar una posición que le permitiera reposar, gimiendo suavemente cuando no podía encontrarla. Así es que al fin le susurré por encima: «Cózcatl, trae tus cobijas aquí».

Él vino agradecido, y con sus cobijas y las mías hicimos una cama más gruesa y doble para cubrirnos. Esa actividad hizo que nuestros cuerpos desnudos expuestos al frío tuvieran un violento temblor, nos apresuramos a meternos dentro de la cama improvisada, arrebujándonos juntos como si fuéramos platos sobrepuestos; la espalda de Cózcatl arqueándose sobre mi cuerpo enconchado y mis brazos alrededor de él. Gradualmente se nos fue quitando el temblor y Cózcatl murmuró: «Gracias, Mixtli», y pronto cayó en la respiración regular que da el sueño. Pero entonces
yo
no podía dormir. Mi cuerpo calentando el suyo, hizo volar mi imaginación, pues no era como descansar al lado de otro hombre, en la forma en que los guerreros se amontonan unos contra otros para mantenerse calientes y secos como en Texcala. Y tampoco era como acostarse con una mujer, como yo lo había hecho la última noche en el banquete de los guerreros. No, era como en los tiempos en que yo me había acostado con mi hermana, en los primeros días en que nos explorábamos, nos descubríamos y nos sentíamos el uno al otro, cuando ella no era más grande que ese muchacho. Yo había crecido mucho desde entonces, en muchos sentidos, pero el cuerpo de Cózcatl, tan pequeño y suave, me recordaba lo que había sentido con Tzitzi cuando se presionaba contra mí, en aquellos tiempos en que ella era todavía una niña. Mi
tepuli
creció y empezó a empujarse hacia arriba contra las nalgas del muchacho. Severamente tuve que recordarme a mí mismo que aquél
era
un muchacho y de la mitad de mi edad.

Sin embargo, mis manos también recordaban a Tzitzi y sin mi consentimiento, se movieron reminiscentes a lo largo del cuerpo del muchacho; los contornos todavía no musculosos o angulares, tan parecidos a los de una joven; la piel todavía no encallecida; la leve cintura y el regordete abdomen infantil; la suave división de las caderas; las piernas delgadas. Y allí, en medio de las piernas, no había la protuberancia esponjosa o dura de las partes masculinas, sino algo liso invitando hacia adentro. Abracé a Cózcatl otra vez contra de mí, sus nalgas acomodadas en mis ingles, mientras mi miembro se escondía entre sus muslos, entre el tejido del surco dejado por la suave cicatriz que muy bien pudiera haber sido un
tepili
cerrado. Para entonces ya estaba demasiado excitado para poder contenerme de lo que hice después. Esperanzado de hacerlo sin despertarle, empecé muy, pero muy suave a moverme.

«¿Mixtli?», susurró él muy sorprendido.

Yo detuve mi movimiento y me reí, quieta pero trémulamente susurré: «Después de todo quizá debí haber traído una esclava».

Él movió su cabeza y dijo soñoliento: «Si puedo servirte para ese uso…», y se pegó más íntimamente contra mí, apretando sus muslos sobre mi
tepuli
, y yo reanudé mi movimiento. Después, cuando los dos nos dormimos todavía enconchados, soñé con el ensueño enjoyado de Tzitzitlini y creo que hice eso otra vez durante aquella noche; en el sueño con mi hermana, en la realidad con el muchachito.

Creo que puedo entender por qué Fray Toribio ha salido tan abrupta y atropelladamente. Él ha de ir a enseñar el catecismo a la gente joven, ¿no es así?

Me preguntaba a mí mismo si desde aquella noche llegaría a ser un
cuilontli
y si en lo sucesivo sólo anhelaría muchachitos, pero esa preocupación no persistió por mucho tiempo. Al final de la caminata del siguiente día, llegamos a una aldea llamada Tlancualpican, que ostentaba una posada rudimentaria que ofrecía comidas, baños y dormitorios adecuados, pero sólo les quedaba uno vacío para dormir.

«Yo dormiré con los esclavos —dijo Glotón de Sangre—. Tú y Cózcatl tomad la habitación».

Yo sabía que mi rostro estaba colorado, porque me di cuenta de que debió de haber oído algo de lo que pasó la noche anterior: quizás el insistente crujido de nuestro petate. Él vio mi cara y soltó una sonora carcajada, después, dejando de reír, me dijo:

«Así que es la primera vez que el joven viajero está largo tiempo fuera de casa. ¡Y en estos momentos él duda de su hombría! —Movió su cabeza gris y rió otra vez—. Déjame decirte una cosa, Mixtli. Cuando se necesita una mujer y no hay ni una disponible o ninguna que te guste, usa cualquier sustituto que quieras. Tengo experiencia en ese aspecto, en nuestras marchas militares a través "de las aldeas, los hombres que vivían allí enviaban a sus mujeres a esconderse, así es que nosotros usábamos como mujeres a los guerreros capturados».

No sé exactamente qué expresión tendría en aquellos momentos, pero él se rió de nuevo y me dijo:

«No me mires así. Mira, Mixtli, he conocido guerreros que han estado tan privados realmente de eso, que han utilizado animales que han sido dejados por el enemigo. Como cachorros o cualquier clase de perros. Una vez en las tierras maya, uno de mis hombres clamó que había gozado con un tapir hembra que había encontrado vagando en la selva».

Supongo que para entonces me veía lo suficientemente aliviado, aunque todavía sonrojado, porque él concluyó:

«Puedes sentirte contento de tener a tu pequeño compañero si él es de tu gusto y si él te ama lo suficiente como para ser complaciente. Yo te puedo asegurar que la próxima vez que una mujer cruce por tu camino, encontrarás que tus urgencias naturales no han disminuido».

Sólo para estar seguro, hice la prueba. Después de haberme bañado y comido en la hostería, vagué hacia arriba y hacia abajo por dos o tres calles de Tlancualpican hasta que vi a una mujer asomada a la ventana y vi que volteaba la cabeza cuando yo pasaba de largo. Regresé y me acerqué lo suficiente para ver si ella me estaba sonriendo, y sí lo estaba; aunque no era bonita, ciertamente que no era repugnante. No mostraba las señales que deja la enfermedad
nanaua
: no tenía salpullido en su rostro, su cabello era abundante y no ralo, no tenía la boca llagada ni ninguna otra parte de su cuerpo, según pude verificar pronto. Llevaba conmigo, para ese propósito, un pendiente barato de jade. Se lo di y ella me ayudó a saltar por la ventana, ya que su esposo estaba en la otra habitación durmiendo la mona completamente borracho, y así nos dimos cada uno más de una medida generosa de placer. Regresé a la hostería seguro de dos cosas. Una, que no había perdido ninguna de mis capacidades: ni la de desear a una mujer, ni la de saber darle placer. Y la otra, de que en mi estimación, una mujer
capaz
e indulgente estaba mucho mejor equipada para el
ahuünemíliztli
que el más bello e irresistible muchacho.

Oh, Cózcatl y yo muchas veces dormimos juntos después de aquella primera vez, siempre que nos encontrábamos en una posada en donde las habitaciones eran limitadas o cuando acampábamos al aire libre y nos juntábamos para darnos mutua comodidad. Sin embargo, las veces subsecuentes que lo utilicé sexualmente fueron muy infrecuentes. Lo hice sólo en aquellas ocasiones cuando, como dijo Glotón de Sangre, verdaderamente tenía urgencia de ese servicio y no había ninguna mujer o pareja preferible. Cózcatl ideó varias formas de hacer el acto conmigo, probablemente porque su pasiva participación hubiera venido a ser aburrida para él. De esos actos no hablaré y de todas formas las ocasiones finalmente cesaron, pero él y yo nunca dejamos de ser amigos íntimos durante los días de su vida, hasta que él decidió dejar de vivir.

La estación seca era buena para viajar, con días cálidos y noches despejadas, si bien cuanto más nos aproximábamos hacia el sur, las noches se hacían lo suficientemente cálidas como para dormir a la intemperie sin cobijas y los mediodías eran tan calurosos que hubiéramos deseado andar sin ropa y dejar todo lo que cargábamos.

Aquellas tierras que cruzamos eran muy hermosas. Algunas mañanas nos despertábamos en un campo de flores en las cuales las gotas del rocío del amanecer todavía brillaban, un campo de joyas relucientes que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Había flores de profusas variedades y colores o sólo de una misma clase; algunas veces había esas flores altas y amarillas, grandes y esponjosas que siempre vuelven sus corolas hacia el sol. Conforme la alborada daba paso al día, nos movíamos a través de cualquier clase de terreno imaginable. Algunas veces era una floresta tan lujuriosamente cubierta de frondosas hojas y crecida maleza que nos intimidaba, cuyo suelo estaba tapizado de suave hierba y en donde los troncos de los árboles estaban espaciados tan primorosamente como si un maestro jardinero los hubiese plantado en el jardín de un noble. O atravesábamos por un mar frío de helechos emplumados. O, invisibles unos de otros, atravesábamos pasando por grupos de cañas doradas y verdes o de una maleza verde y plateada que crecía más alta que nuestras cabezas. Ocasionalmente, teníamos que escalar alguna montaña y desde su cumbre se podían ver a lo lejos otras montañas, disminuidos sus colores por la distancia, que iban desde el verde claro hasta el azul paloma.

Sin importar quien fuera el hombre que encabezaba nuestra marcha, éste siempre se espantaba por los signos de vida, repentinos e insospechados, que existían alrededor de nosotros. Un conejo podía estar agazapado como una piedra sin movimiento, hasta que nuestro guía casi lo pisaba y entonces, rompiendo su inmovilidad, huía lejos. O el hombre que guiaba podía alterarse similarmente con un
chachaláctli
, faisán, que volando en silbante vuelo casi rozaba su rostro. O podía verse afectado por una bandada de codornices o palomas o por un pájaro correcaminos que se alejaría lejos sobre sus patas, con largo paso peculiar. Muchas veces un armadillo acorazado eludiría nuestro camino o un lagarto se reavivaría a través de nuestro paso… y cada vez que nos encontrábamos más hacia el sur, los lagartos se convertían en iguanas y algunas de ellas eran tan largas como lo alto de Cózcatl, con crestas coronadas de brillantes colores en rojo, verde y púrpura.

Casi siempre había un halcón volando silenciosamente sobre nuestras cabezas, en círculos, observando ansiosamente por si algún pequeño gamo se asustaba a nuestro paso, moviéndose vulnerablemente. O un
zopítotl
, buitre, trazando silenciosos círculos, con la esperanza de que abandonáramos alguna cosa comestible. En los bosques, las ardillas voladoras se deslizaban desde las ramas altas a las más bajas, pareciéndose en su vuelo a los halcones y buitres, pero no tan silenciosas, pues nos chillaban enojadas. En la floresta o en la pradera, siempre habían, revoloteando y aleteando alrededor de nosotros, brillantes papagayos, chupamirtos que parecían gemas, abejas de aguijones negros y una multitud de mariposas de extravagantes colores.

Ayyo
, siempre había color, color por todas partes, y los mediodías eran los que tenían más colorido, ya que llameaban como cofres llenos de tesoros que eran abiertos otra vez; llenos de cada piedra y cada metal, apreciado tanto por los dioses como por los hombres. En el cielo, que era una turquesa, el sol flameaba como un escudo redondo de oro batido. Su luz brillaba sobre las peñas, rocas y guijarros ordinarios, transformándolos en topacios o jacintos; o en ópalos, a los que nosotros llamábamos piedras luciérnagas; o en plata; o en amatistas; o en
téxcatl
, la piedra espejo; o en perlas, las cuales no son en realidad piedras sino los corazones de las ostras; o en ámbar, que tampoco es una piedra sino espuma sólida. Todo el verdor que nos rodeaba se convertía en esmeraldas, glauconita y jade. Si estábamos en la floresta, en donde la luz del sol abigarraba el follaje en esmeralda, nosotros caminábamos inconscientemente con cuidado y delicadeza, para no hollar los preciosos discos, platos y fuentes dorados, sembrados bajo nuestros pies.

En el crepúsculo todos los colores empezaban a perder su brillo. Los colores calientes se enfriaban, aun los rojos y los amarillos se suavizaban hasta tornarse en un color azul, luego púrpura y finalmente gris. Al mismo tiempo, una neblina opaca empezaba a levantarse y salir de las grietas y cavidades de la tierra alrededor de nosotros, hasta que sus vahos se juntaban como formando una cobija por la que teníamos que caminar afanándonos en patear sus pelusas y penachos. Los murciélagos y los pájaros nocturnos empezaban a volar como dardos alrededor, atrapando insectos invisibles en su vuelo y arreglándoselas mágicamente para no chocar nunca con nosotros, o con ninguna de las ramas de los árboles, o chocar unos con otros. Muchas veces nos envolvió la oscuridad completa, cuando todavía estábamos admirando la belleza del campo, aunque ya no pudiéramos verla. Muchas noches dormimos inhalando el fuerte perfume de esas flores cuyas corolas parecen lunas-blancas, que
solamente
en la
noche
abren sus pétalos y lanzan al aire sus dulces suspiros.

BOOK: Azteca
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