Bajo el hielo (11 page)

Read Bajo el hielo Online

Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al volver la cabeza, a Servaz le llamó la atención un detalle que le dio qué pensar: Irène Ziegler no solo se había vestido de civil aquella mañana, sino que se había colocado una fina anilla de plata en la aleta izquierda de la nariz, que brillaba con la luz llegada a través del ventanal. Aquella era la clase de joya que preveía descubrir en el rostro de su hija, no en el de un oficial de gendarmería. «Los tiempos cambian», se dijo.

—¿Ha dormido bien? —le preguntó.

—No. He acabado por tomarme media pastilla para dormir. ¿Y usted?

—No he oído el despertador. Al menos, el hotel es tranquilo. La avalancha de turistas no ha llegado aún.

—No llegarán hasta dentro de dos semanas. En esta época siempre está muy calmado aquí.

—En lo alto de las telecabinas —dijo Servaz, señalando la doble línea de pilonas de la montaña de enfrente—, ¿hay una estación de esquí?

—Sí, Saint-Martin 2000. Cuarenta kilómetros con veintiocho pistas, dos de ellas negras, cuatro telesillas y diez telesquís. Pero también tiene la estación de Peyragudes, a quince kilómetros de aquí. ¿Esquía?

—La última vez que me puse unos esquís tenía catorce años —reconoció Servaz con una sonrisa de conejo—. No conservo un buen recuerdo de la experiencia. No soy muy deportista…

—Pues se lo ve en forma —comentó Ziegler, sonriendo.

—A usted también.

Curiosamente, aquello la hizo ruborizarse. La conversación era balbuciente. La noche anterior eran dos policías absortos en la misma investigación que intercambiaban observaciones profesionales. Aquella mañana realizaban torpes esfuerzos por conocerse un poco.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

Servaz afirmó con la cabeza.

—Ayer pidió una investigación complementaria para tres obreros. ¿Por qué?

El camarero volvió para servirles. Tenía el mismo aspecto avejentado y triste que el propio hotel. Servaz aguardó a que se hubiera alejado para repasar el interrogatorio de los cinco hombres.

—Ese Tarrieu —planteó ella—. ¿Qué impresión le causó?

Servaz evocó su amplia cara achatada y la frialdad de la mirada.

—Un hombre inteligente pero rebosante de rabia.

—Inteligente. Es interesante.

—¿Por qué?

—Todo este montaje… esta locura… Yo creo que quien ha hecho esto no solamente está loco, sino que es inteligente. Mucho.

—En ese caso podemos eliminar a los vigilantes —dijo él.

—Es posible. A menos que uno de ellos esté fingiendo.

Irène había sacado el ordenador portátil del maletín y lo había abierto encima de la mesa, entre el zumo de naranja y el café de Servaz. Una vez más, tuvo el mismo pensamiento de antes: los tiempos cambiaban, una nueva generación de investigadores tomaba el relevo. Aunque careciera tal vez de experiencia, ella estaba más en consonancia con la época… y la experiencia acabaría por obtenerla, de todas formas.

Mientras tecleaba algo aprovechó para observarla. Estaba muy distinta al día anterior, cuando la había conocido con uniforme. Reparando en el pequeño tatuaje que tenía en el cuello, un ideograma chino que asomaba por encima del cuello alto, pensó en Margot. ¿A qué venía esa moda de los tatuajes? Eso y los
piercings
. ¿Qué significado había que atribuirles? Ziegler llevaba un tatuaje y una anilla en la nariz. Cabía la posibilidad de que también tuviera otras joyas en lugares íntimos, en el ombligo o incluso en los pezones o el sexo, como había leído en alguna parte. La idea lo turbó. ¿Acaso aquello modificaba su manera de razonar? De repente se preguntó en qué debía de consistir la vida íntima de una mujer como ella, consciente de que la suya se reducía desde hacía años a un desierto. Enseguida ahuyentó la cuestión.

—¿Por qué la gendarmería? —preguntó.

La joven levantó la cabeza, dubitativa.

—Ah, ¿se refiere a por qué elegí la gendarmería? —inquirió.

Servaz asintió, sin despegar la vista de su cara. Ella sonrió.

—Por la seguridad del empleo, supongo. Y para no hacer lo mismo que los demás…

—¿Cómo?

—Cuando estaba en la universidad, en sociología, formaba parte de un grupo libertario. Viví incluso en una casa de okupas. Los polis, los gendarmes, eran el enemigo: unos fachas, los perros guardianes del poder, la vanguardia de la reacción, los que protegían el confort pequeñoburgués y oprimían a los débiles, los emigrantes, las personas sin techo… Mi padre era gendarme y yo sabía que él no era así, pero de todas maneras pensaba que mis compañeros de facultad tenían razón; papá era la excepción, simplemente. Después, al acabar los estudios, cuando vi que mis amigos revolucionarios se establecían como médicos, pasantes de notario, empleados de banca o directores de personal y hablaban cada vez más de dinero, inversiones, tasas de rentabilidad… empecé a ver las cosas de otra manera. Como estaba sin trabajo, acabé presentándome a las oposiciones.

«Así de simple», se dijo él.

—Servaz no es un nombre corriente aquí —apuntó ella.

—Ziegler tampoco.

—Nací en Lingolsheim, cerca de Estrasburgo.

Iba a responder a su vez cuando sonó el móvil de ella, quien con un gesto de disculpa contestó. Vio que fruncía el entrecejo al escuchar a su interlocutor. Después de cerrar el aparato, depositó en él una mirada inexpresiva.

—Era Marchand. Ha encontrado la cabeza del caballo.

—¿Dónde?

—En el centro ecuestre.

* * *

Salieron de Saint-Martin por una carretera distinta de la que él había tomado al llegar. A la salida de la ciudad pasaron delante de la sede de la gendarmería de montaña, cuyos representantes se veían obligados a intervenir cada vez con mayor frecuencia debido a la popularización de los deportes de riesgo.

Al cabo de tres kilómetros se desviaron por una carretera secundaria. Para entonces circulaban a través de una amplia llanura rodeada de montañas, que se mantenían de todos modos a distancia, lo cual le procuró a Servaz la impresión de respirar mejor. Al poco, aparecieron unas barreras a ambos lados de la carretera. El sol brillaba, cegador, sobre la nieve.

—Estamos en la propiedad de la familia Lombard —anunció Irène Ziegler.

Conducía deprisa, a pesar de los baches. Llegaron a un punto donde una pista forestal confluía con la carretera. Dos jinetes tocados con gorras de montar los miraron pasar. Eran un hombre y una mujer, cuyas monturas presentaban el mismo pelaje negro y pardo que el caballo muerto. «Bayo», recordó Servaz. Un poco más lejos, el cartel de CENTRO ECUESTRE los invitó a girar a la izquierda.

Dejaron atrás el bosque.

Después de pasar junto a varios edificios bajos que parecían pajares, Servaz divisó unos grandes cercados rectangulares sembrados de obstáculos, una construcción alargada donde se encontraban los boxes, un paddock y otra más imponente que albergaba tal vez un picadero. Enfrente había aparcado un furgón de la gendarmería.

—Bonito lugar —comentó Ziegler al bajar del coche. Paseó la mirada por los cercados: tres pistas, una para salto de obstáculos y una para la doma, un circuito de cross y sobre todo, al fondo, una pista de carreras.

Un gendarme acudió a su encuentro. Servaz y Ziegler se fueron con él. Los recibieron unos nerviosos relinchos y el ruido de cascos, como si los caballos notaran que ocurría algo. Un sudor frío inundó al instante la espalda de Servaz. Cuando era más joven había intentado iniciarse en la equitación, pero la experiencia había terminado en un humillante fracaso: le daban miedo los caballos. También lo amedrentaban la velocidad, las alturas o las multitudes. Al llegar a la punta de los boxes descubrieron una cinta amarilla con la leyenda GENDARMERÍA NACIONAL tendida a unos dos metros del edificio, que tuvieron que rodear caminando por la nieve. Marchand y el capitán Maillard los esperaban en la parte de atrás, fuera del perímetro delimitado por la cinta plastificada, en compañía de otros dos gendarmes. A la sombra de la pared de ladrillo se elevaba un gran montón de nieve. Servaz lo observó un momento antes de distinguir varias manchas oscuras. Luego comprendió, estremecido, que dos de dichas manchas correspondían a las orejas de un caballo y la tercera a un ojo con el párpado cerrado. Maillard y sus hombres habían trabajado bien: en cuanto habían tenido noticia de lo que iban a encontrar, habían aislado el perímetro sin tratar de aproximarse al bulto. Antes de su llegada, otros habían pisado sin duda la nieve, empezando por la persona que había encontrado la cabeza, pero ellos habían evitado añadir sus huellas. Los técnicos aún no estaban allí. Nadie iba a entrar en el perímetro hasta que ellos no hubieran concluido su labor.

—¿Quién la ha hallado? —preguntó Ziegler.

—Yo —respondió Marchand—. Esta mañana, al pasar delante de los boxes, he advertido un rastro de pasos en la nieve alrededor del edificio. Siguiéndolo, he descubierto el montón de nieve. Enseguida he comprendido de qué se trataba.

—¿Lo ha seguido? —dijo Ziegler.

—Sí, pero en vista de las circunstancias, inmediatamente he pensado en ustedes y he evitado caminar encima, manteniéndome a distancia.

—¿Quiere decir que estas huellas han permanecido intactas, que nadie las ha pisado? —preguntó Servaz con creciente atención.

—He prohibido a mis empleados que se acercaran a la zona y caminaran sobre la nieve —contestó el capataz—. Aquí solo hay dos clases de huellas, las mías y las del canalla que decapitó mi caballo.

—Estoy casi a punto de darle un beso, señor Marchand —declaró Ziegler.

Servaz sonrió, viendo cómo se ruborizaba el viejo encargado de las cuadras. Retrocedieron unos pasos y miraron por encima de la cinta amarilla.

—Allí —indicó Marchand, señalando las huellas que bordeaban la pared, de una nitidez como la que sueña cualquier técnico en identificación judicial—. Esas son las suyas, las mías están allá.

Marchand había mantenido un buen metro de distancia entre sus pasos y los de la otra persona. Los rastros no se cruzaban en ningún momento. No se había resistido, no obstante, a la tentación de acercarse al montón, tal como se deducía por el final del itinerario seguido por sus huellas.

—¿No ha tocado el montón? —le preguntó Ziegler al reparar en ello.

—Sí —admitió cabizbajo—. He sido yo el que le ha destapado las orejas y el ojo. Tal como les he dicho ya a sus compañeros, me ha faltado poco para descubrirlo completamente… pero he reflexionado y me he detenido a tiempo.

—Ha hecho muy bien, señor Marchand —lo felicitó Ziegler.

Marchand posó en ellos una mirada alelada, en la que se percibían inquietud e incomprensión.

—¿Qué clase de individuo puede hacerle algo así a un caballo? ¿Ustedes comprenden algo de esta sociedad? ¿Acaso nos estamos volviendo locos?

—La locura es contagiosa —apuntó Servaz—, igual que la gripe. Es algo que los psiquiatras deberían haber comprendido hace mucho.

—¿Contagiosa? —dijo Marchand desconcertado.

—No es que pase de un individuo a otro como la gripe —precisó Servaz—, sino de un grupo de población a otro. Contamina a toda una generación. El vector del paludismo es el mosquito; el de la locura, o como mínimo su vector predilecto, son los medios de comunicación.

Marchand y Ziegler lo miraron, atónitos. Servaz efectuó un discreto gesto, como si dijera «no me hagáis demasiado caso», y se alejó. Ziegler consultó el reloj: las 9.43. Luego miró el sol, que resplandecía por encima de los árboles.

—¡Dios santo! Pero ¿qué hacen? La nieve no tardará en fundirse.

El sol, de hecho, había dado un giro y una parte de las huellas, que antes se hallaban a la sombra, se encontraban entonces expuestas a sus rayos. Aún hacía bastante frío para que la nieve hubiera comenzado a fundirse, pero aquello no iba a durar. Por el lado del bosque sonó por fin una sirena. Un minuto después vieron aparecer el furgón-laboratorio del servicio técnico.

* * *

Los tres técnicos tardaron más de una hora en fotografiar y filmar el lugar, preparar los moldes de elastómero de las huellas de suela, recoger nieve en el sitio donde había caminado el desconocido y, al final, descubrir lentamente la cabeza del caballo, sin dejar de tomar muestras y fotografías aquí y allá, dentro y fuera del perímetro. Provista de un cuaderno de espiral, Ziegler anotaba escrupulosamente cada una de las etapas del procedimiento y cada comentario de los técnicos.

Servaz, entretanto, caminaba nerviosamente fumando un cigarrillo tras otro a unos diez metros de distancia, en el borde de un arroyo que discurría entre dos hileras de zarzas. Al cabo de un momento, no obstante, se aproximó para observar en silencio la labor de los técnicos, sin franquear la cinta. Un gendarme se acercó con un termo y le sirvió un café.

Cerca de cada indicio o huella por fotografiar habían puesto encima de la nieve un indicador de plástico amarillo provisto de un número negro. Agachado delante de una de las huellas, un técnico la fotografiaba con flash, aumentando y disminuyendo la profundidad de campo. Una regla graduada de PVC negro reposaba a un lado. Otro especialista se acercó con un maletín; cuando lo abrió, Servaz reconoció un kit para tomar moldes de huellas. El otro técnico acudió a ayudarlo, pues debían actuar con celeridad: en algunos sitios la nieve se estaba fundiendo ya. Mientras trabajaban, el otro hombre destapaba la cabeza del caballo. Dado que la pared de atrás estaba orientada al norte, operaba con lentitud, a diferencia de sus compañeros. Servaz tenía la sensación de estar observando la paciente labor de un arqueólogo que exhumara un artefacto de especial valor. Al final, apareció la cabeza completa. Aunque no conocía nada de caballos, Servaz habría apostado a que, incluso para un especialista,
Freedom
había sido un animal espléndido. Tenía los ojos cerrados y daba la impresión de que dormía.

—Se diría que lo durmieron antes de matarlo y decapitarlo —señaló Marchand—. Si fue así, al menos no habrá sufrido. Eso explicaría también por qué nadie oyó nada.

Servaz intercambió una mirada con Ziegler. El examen toxicológico lo confirmaría, pero se trataba efectivamente del primer elemento de respuesta a sus interrogantes. Al otro lado de la cinta, los técnicos tomaban las últimas muestras con ayuda de pinzas y las guardaban en tubos. Aunque sabía que menos del siete por ciento de las investigaciones criminales se resolvían gracias a las pruebas materiales encontradas en el escenario del crimen, Servaz admiraba de todos modos la paciencia y los esfuerzos desplegados por aquellos hombres. Cuando hubieron acabado fue el primero en pasar al otro lado de la cinta e inclinarse sobre los rastros.

Other books

Blood on the Line by Edward Marston
Whisper's Edge by Luann McLane
Innocent Blood by James Rollins, Rebecca Cantrell
Summoning Light by Babylon 5
Late and Soon by E. M. Delafield
Steeplechase by Jane Langton
One Young Fool in Dorset by Victoria Twead