—¿Quién ha encontrado el caballo? ¿Los obreros?
—Sí, cuando subían esta mañana.
—¿Suben a menudo?
—Dos veces al año por lo menos: a comienzos de invierno y antes del deshielo —respondió el director—. La central es antigua y las máquinas viejas. Hay que efectuar un mantenimiento regular, aunque todo funcione de manera automática. La última vez que subieron fue hace tres meses.
Servaz advirtió que la capitana Ziegler no le quitaba el ojo de encima.
—¿Se sabe cuándo se produjo la muerte?
—De acuerdo con las primeras comprobaciones, esta noche —repuso Maillard—. La autopsia aportará mayor precisión. En cualquier caso, se diría que la persona o personas que lo colocaron allá arriba sabían que los obreros iban a subir hasta allí.
—¿Y la central no está vigilada por la noche?
—Sí, por dos guardias. Tienen su despacho en la otra punta de este edificio. Dicen que no vieron ni oyeron nada.
Servaz titubeó, frunciendo de nuevo el entrecejo.
—Pero un caballo no se transporta así como así, ¿no? Ni siquiera muerto. Se necesita al menos un remolque, o un furgón. ¿No hubo ninguna visita, ningún vehículo? Quizá dormían y no se atreven a confesarlo, o puede que estuvieran viendo un partido en la televisión, o una película. Y meter el cadáver en la cabina, subir allá arriba, engancharlo, volver a bajar, lleva su tiempo. ¿Cuántas personas hacen falta para cargar con un caballo, por cierto? ¿El teleférico hace ruido cuando funciona?
—Sí —intervino la capitana Ziegler, tomando la palabra por primera vez—. Es imposible no oírlo.
Servaz volvió la cabeza. La capitana Ziegler se había planteado las mismas preguntas que él. Había algo que no cuadraba del todo.
—¿Tiene alguna explicación?
—Todavía no.
—Habrá que interrogarlos por separado —indicó—. Eso implica que hay que hacerlo hoy, antes de dejar que se vayan.
—Ya los hemos separado —respondió Ziegler con calma y autoridad—. Están en dos habitaciones distintas, bien custodiados. Le… le estaban esperando.
Servaz se percató de la glacial ojeada que Ziegler dedicó a D'Humières. De pronto, el suelo comenzó a vibrar. Tuvo la impresión de que la vibración se propagaba a todo el edificio. Durante un instante de puro extravío pensó en una avalancha, o en un terremoto… antes de comprender que era el teleférico. Ziegler tenía razón: era imposible no percibirlo. La puerta del cubículo se abrió.
—Ya bajan —anunció un ordenanza.
—¿Quién? —preguntó Servaz.
—El cadáver —explicó Ziegler—. Por el teleférico. Y los TIC, los Técnicos en Identificación Criminal. Han terminado su trabajo allá arriba.
Los TIC: el laboratorio móvil era de ellos. En el interior había material fotográfico, cámaras, maletines para la recogida de muestras biológicas y para los precintos, que después enviarían para ser analizadas al IRCGN, el Instituto de Investigación Criminal de la Gendarmería Nacional, situado en Rosny-sous-Bois, cerca de París. Seguramente había también una nevera para las muestras más perecederas. Todo ese despliegue por un caballo…
—Vamos —dijo—. Quiero ver a la estrella del día, el ganador del Gran Premio de Saint-Martin.
Al salir, Servaz quedó sorprendido por la cantidad de periodistas presentes. Le habría parecido lógico que estuvieran allí por un asesinato, ¡pero por un caballo! Al parecer, los contratiempos personales de un millonario como Éric Lombard se habían convertido en un tema digno de interés tanto para la prensa del corazón como para sus lectores.
Anduvo tratando de evitar ensuciarse de nieve los zapatos en la medida de lo posible y notó que, también allí, era blanco de la escrupulosa atención de la capitana Ziegler.
Y luego lo vio, de repente.
Era como una visión infernal… si el infierno hubiera sido de hielo.
Tuvo que vencer la repulsión para mirarlo. El cadáver del caballo estaba sostenido mediante unas anchas correas dispuestas a modo de chaleco y fijadas a una gran carretilla elevadora para cargas pesadas, equipada de un pequeño motor y gatos neumáticos. Servaz pensó que tal vez habían utilizado la misma clase de carretilla quienes habían colgado el animal allá arriba… Lo estaban sacando del teleférico. Reparando en el gran tamaño de la cabina, se acordó de las vibraciones que había notado hacía un momento. ¿Cómo era posible que los vigilantes no se hubieran dado cuenta de nada?
Después fijó, con desgana, la atención sobre el caballo. Aunque no entendía nada de equinos, le pareció que aquel debía de haber sido muy bonito. La larga cola formaba una mata de pelo negro y brillante más oscuro que el resto del pelaje, que era de color café tostado con reflejos rojo cereza. Aquel espléndido animal parecía esculpido en una madera exótica lisa y pulida. Las patas, por su parte, eran del mismo negro azabache que la cola y lo que restaba de la crin. Una multitud de pedacitos de hielo emblanquecía el conjunto. Servaz calculó que si la temperatura había descendido a bajo cero allí, allá arriba debía de hacer varios grados menos. Los gendarmes habían utilizado quizás un soplete o un soldador para fundir el hielo en torno a las ataduras. Aparte de eso, el animal era una pura llaga… dos grandes porciones de piel desprendidas del cuerpo colgaban a los lados a la manera de unas alas plegadas.
Los asistentes quedaron sobrecogidos por un vertiginoso espanto.
En las zonas donde lo habían despojado de la piel, la musculatura aparecía claramente visible bajo la carne viva, como un dibujo de anatomía. Servaz lanzó una rápida ojeada a su alrededor: Ziegler y Cathy d'Humières estaban muy pálidas, y el director de la central parecía haber visto un fantasma. El propio Servaz había visto raras veces un cuadro tan insufrible como aquel. Con gran desconcierto, cayó en la cuenta de que estaba tan acostumbrado al espectáculo del sufrimiento humano que el sufrimiento animal lo chocaba y lo conmovía más.
Estaba, además, la cabeza. O más bien la falta de ella, que dejaba una gran herida en carne viva a nivel del cuello. La ausencia confería al conjunto un algo extraño e insoportable, como una obra que proclamase la locura de su autor. De hecho, aquel espectáculo era testimonio de una incontestable demencia… de tal suerte que Servaz volvió a pensar involuntariamente en el Instituto Wargnier. Era difícil no relacionarlo, por más que el director afirmase que ningún interno había podido escaparse.
De manera instintiva reconoció que la inquietud de Cathy d'Humières estaba justificada: aquello no era solo un caso relativo a un caballo. La manera en que habían matado a aquel animal era espeluznante.
De improviso, el ruido de un motor los impulsó a volverse todos a una.
Un gran 4x4 negro de marca japonesa surgió en la carretera y aparcó a unos metros de ellos. Los cámaras se dirigieron enseguida hacia allí. Los periodistas aguardaban sin duda la aparición de Éric Lombard, pero se llevaron una decepción. El hombre que bajó del todoterreno de vidrios ahumados tenía más de sesenta años y el pelo gris cortado a cepillo. Por su estatura y su corpulencia, parecía un militar o un leñador jubilado. Con este último tenía también en común la camisa de cuadros, que llevaba arremangada mostrando unos potentes brazos sin que al parecer acusase el frío. Servaz vio que no despegaba la vista del cadáver. Sin reparar siquiera en su presencia, caminó a paso vivo hacia el animal rodeando el pequeño grupo. Servaz advirtió luego cómo abatía los anchos hombros.
Cuando el hombre se volvió hacia ellos le brillaban los ojos. De dolor… pero también de rabia.
—¿Quién ha sido el canalla que ha hecho esto?
—¿Es usted André Marchand, el encargado del señor Lombard?
—Sí, soy yo.
—¿Reconoce este animal?
—Sí, es
Freedom
.
—¿Está seguro? —preguntó Servaz.
—Evidentemente.
—¿Podría ser más explícito? Falta la cabeza.
El hombre le lanzó una mirada fulminante. Después se encogió de hombros y se volvió hacia el cadáver del animal.
—¿Cree que hay muchos
yearling bay
como él en la región? Para mí, es tan fácil de reconocer como lo serían para usted un hermano o una hermana, con o sin cabeza. —Señaló con un dedo la pierna delantera izquierda—. Fíjese, por ejemplo, en ese calzado blanco a media cuadrilla.
—¿El qué? —dijo Servaz.
—La franja blanca que hay encima del casco —tradujo Ziegler—. Gracias, señor Marchand. Vamos a transportar el cadáver al acaballadero de Tarbes, donde le practicarán la autopsia. ¿
Freedom
tomaba algún tratamiento médico?
Servaz no daba crédito a lo que acababa de oír: ¡iban a practicar un análisis toxicológico a un caballo!
—Tenía una salud perfecta.
—¿Ha traído sus papeles?
—Están en el coche.
El encargado se fue a rebuscar en la guantera y volvió con un fajo de hojas.
—Aquí están la tarjeta de registro y la cartilla.
Ziegler examinó los documentos. Por encima de su hombro, Servaz percibió un montón de apartados, de casillas y rúbricas rellenadas con una letra apretada y precisa, y unos dibujos de caballos de frente y de perfil.
—El señor Lombard adoraba este caballo —dijo Marchand—. Era su preferido. Había nacido en el centro. Un
yearling
magnífico.
La rabia y la pena impregnaban su voz.
—¿Un
yearling
? —consultó Servaz a Ziegler.
—Un purasangre de un año.
Mientras inclinaba la cabeza hacia los documentos, no pudo resistir la tentación de admirar su perfil. Era atractiva y de ella emanaba una aureola de autoridad y competencia. Le calculó unos treinta años. No llevaba alianza. Servaz se preguntó si tendría novio o si sería soltera. También cabía la posibilidad de que fuera divorciada como él.
—Por lo visto, han encontrado su cuadra vacía esta mañana —comentó al criador de caballos.
Marchand volvió a asestarle una penetrante mirada en la que se expresaba todo el desdén del especialista con respecto al lego.
—Por supuesto que no. Ninguno de nuestros caballos duerme en una cuadra —espetó—. Disponen todos de un box, y de estabulaciones libres o de campos con cobertizos durante el día para socializarlos. He encontrado su box vacío, en efecto. E indicios de allanamiento.
Servaz ignoraba aquellos matices que tan importantes parecían para Marchand.
—Espero que encuentren a los cabrones que han hecho esto —añadió el hombre.
—¿Por qué habla en plural?
—¿De verdad cree que un hombre solo puede subir un caballo hasta allá arriba? Yo creía que la central estaba vigilada.
Nadie se sintió en condiciones de responder aquella pregunta. Cathy d'Humières, que se había mantenido al margen hasta entonces, se acercó al capataz.
—Dígale al señor Lombard que no escatimaremos esfuerzos para descubrir al o a los responsables. Puede llamarme a cualquier hora. Dígaselo.
Marchand examinó a la alta funcionaria como si fuera un etnólogo que tenía ante sí a la representante de una de las más raras tribus amazónicas.
—Se lo diré —respondió—. También querría recuperar el cadáver después de la autopsia. El señor Lombard querrá sin duda enterrarlo en sus tierras.
—
Tarde venientibus ossa
—declaró Servaz.
Luego atisbó un asomo de estupor en la mirada de la capitana Ziegler.
—Latín —constató esta—. ¿Qué significa?
—«El que llega tarde a la mesa solo encuentra huesos». Querría subir allá arriba.
La capitana lo miró a los ojos. Era casi tan alta como él. Servaz intuyó un cuerpo firme, flexible y musculoso bajo el uniforme. Una chica sana, guapa y sin complejos. Pensó en Alexandra de joven.
—¿Antes o después de haber interrogado a los vigilantes?
—Antes.
—Lo acompañaré.
—Puedo ir solo —contestó, señalando el teleférico.
Ziegler efectuó un vago gesto.
—Es la primera vez que conozco a un policía que habla latín —alegó, sonriendo—. El teleférico lo han precintado. Iremos en helicóptero.
—¿Lo pilotará usted? —preguntó Servaz, con repentina palidez.
—¿Le extraña?
El helicóptero se lanzó al asalto de la montaña cual mosquito que sobrevolara el lomo de un elefante. El gran tejado de pizarra de la central y el parking lleno de vehículos se alejaron bruscamente, demasiado bruscamente para el gusto de Servaz, que sintió un vacío en el estómago.
Bajo el aparato, los técnicos iban y venían, vestidos con mono blanco sobre el fondo blanco de la nieve, de la estación del teleférico al furgón-laboratorio, transportando los maletines que contenían las muestras tomadas allá arriba. Visto desde allí, su trajín parecía irrisorio: la efervescencia de una columna de hormigas. Deseó que conocieran bien su trabajo. No era siempre así, puesto que la formación de los técnicos en escenarios de crimen dejaba a menudo bastante que desear. Falta de tiempo, falta de medios, presupuestos insuficientes… siempre la misma cantinela, a pesar de los discursos políticos que prometían días mejores. Después el cuerpo del caballo quedó envuelto en una funda que colocaron encima de una gran camilla para transportarlo hasta una larga ambulancia que arrancó con un ulular de sirena, como si fuera necesaria algún tipo de urgencia para aquel pobre jamelgo.
Servaz miró hacia el frente a través de la burbuja de plexiglás.
El tiempo había empeorado. Los tres tubos gigantes que salían de la parte posterior del edificio escalaban el flanco de la montaña; las pilonas del teleférico seguían el mismo trayecto. Se aventuró a echar de nuevo un vistazo hacia abajo y enseguida se arrepintió. La central quedaba ya lejos en el fondo del valle y los coches y los furgones se empequeñecían a toda velocidad, reducidos a irrisorios puntos de color aspirados por la altitud. Los tubos se precipitaban hacia el valle como esquiadores de salto de altura, sometidos a un sobrecogedor vértigo de hielo y piedra. Palideciendo, Servaz tragó saliva y se concentró en la parte superior del macizo. El café de la máquina del vestíbulo que había tomado antes flotaba en algún punto de su esófago.
—No tiene muy buen aspecto.
—No hay problema. Estoy bien.
—¿Tiene vértigo?
—No…
La capitana Ziegler sonrió bajo su casco. Servaz ya no le veía los ojos, tapados con gafas de sol… pero podía admirar su bronceado y el fino vello rubio de sus mejillas acariciadas por la violenta luz que reverberaba en las crestas.