Balzac y la joven costurera china (7 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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Fue un domingo. El Cuatrojos había encendido una hoguera ante su casa y puesto una gran marmita llena de agua sobre dos piedras. Cuando Luo y yo llegamos, nos sorprendió esa limpieza a fondo.

Al principio, no nos dirigió la palabra. Tenía un aspecto agotado y triste. Cuando el agua de la marmita hirvió, se quitó la chaqueta con asco, la arrojó dentro y la mantuvo en el fondo con la ayuda de una larga vara. Envuelto en espeso vapor, removió sin cesar la pobre chaqueta en el agua, hasta cuya superficie llegaban unas burbujas negras, hebras de tabaco y un hedor fétido.

—¿Lo haces para matar los piojos? —le pregunté.

—Sí, he cogido muchos en el acantilado de los Mil Metros.

El nombre de ese acantilado no nos era desconocido, pero nunca habíamos puesto los pies en él. Estaba lejos de nuestra aldea, a media jornada de marcha, por lo menos.

—¿Y qué fuiste a hacer allá?

No nos respondió. Se quitó metódicamente la camisa, la camiseta, los pantalones y los calcetines, y los sumergió en el agua hirviendo. Su cuerpo flaco de sobresalientes huesos estaba cubierto de grandes habones rojos, y su piel arañada y ensangrentada estaba llena de huellas de uñas.

—Son tan grandes, los piojos de ese jodido acantilado... Han conseguido, incluso, poner sus huevos en las costuras de mi ropa —nos dijo el Cuatrojos.

Fue a buscar su calzón a la casa y regresó. Antes de meterlo en la marmita, nos lo mostró: ¡Dios santo! En los dobleces de las costuras había rosarios y rosarios de liendres negras, brillantes como minúsculas perlas. Con sólo echarle una ojeada, se me puso carne de gallina de la cabeza a los pies.

Sentados uno junto al otro, ante la marmita, Luo y yo manteníamos el fuego, añadiendo trozos de leña, mientras el Cuatrojos removía la ropa en el agua hirviendo con la larga vara de madera. Poco a poco, acabó revelándonos el secreto de su viaje al acantilado de los Mil Metros.

Dos semanas antes, había recibido una carta de su madre, la poetisa conocida antaño, en nuestra provincia, por sus obras sobre la niebla, la lluvia y el tímido recuerdo del primer amor. Le comunicaba que uno de sus antiguos amigos había sido nombrado redactor jefe de una revista de literatura revolucionaria y que, a pesar de lo precario de su situación, le había prometido intentar encontrar un puesto allí para nuestro Cuatrojos. Para que no pareciera un «enchufe», se proponía publicar primero algunos cantos populares recogidos,
in situ
, por el Cuatrojos, es decir, auténticos cantos de montañeses, sinceros y preñados de un romanticismo realista.

Desde que recibió la carta, el Cuatrojos vivía un sueño despierto. Todo había cambiado en él. Nadaba en felicidad por primera vez en su vida. Se negó a ir a trabajar a los campos para lanzarse a la caza solitaria de canciones montañesas con encarnizado fervor. Estaba seguro de poder reunir una gran colección, gracias a la cual veía ya cumplidas las promesas del antiguo admirador de su madre. Pero había pasado una semana sin que hubiera conseguido anotar la menor estrofa digna de ser publicada en una revista oficial.

Había escrito a su madre para contarle su fracaso, derramando lágrimas de decepción. Pero, cuando le entregaba la carta al cartero, éste le habló de un viejo montañés del acantilado de los Mil Metros, un molinero que conocía todas las canciones populares de la región, un antiguo cantor analfabeto, verdadero campeón en ese terreno. El Cuatrojos había roto su carta y había salido enseguida para una nueva cacería.

—El viejo es un pobre borracho —nos dijo—. En toda mi vida había visto algo tan pobre. ¿Sabéis con qué acompaña su aguardiente? ¡Con guijarros! ¡Os lo juro por la cabeza de mi madre! Los moja con agua salada, se los mete en la boca, les da vueltas con los dientes y los escupe en el suelo. Llama a eso «bolas de jade en salsa molinera». Me ofreció probarlo, pero me negué. Sin tener en cuenta su susceptibilidad. Tras ello, se volvió tan irritable que, por más que lo intenté, fuera cual fuese la suma que le propuse, no quiso cantar lo más mínimo. Pasé dos días en su viejo molino, con la esperanza de arrancarle algunas canciones. Dormí una noche en su cama, con una manta que parecía no haber sido lavada desde hacía decenios...

Nos fue fácil imaginar la escena: en la cama, donde rebullían miles de insectos, el Cuatrojos había permanecido despierto por temor a que el viejo molinero, por casualidad, se pusiera a cantar en sueños canciones auténticas y sinceras. Los piojos habían salido de sus cubiles para agredirle en la oscuridad; unas veces le chupaban la sangre, otras iban a patinar en los resbaladizos cristales de sus gafas, que no se había quitado al acostarse. Cada vez que el viejo se movía, hipaba o tosía, nuestro Cuatrojos contenía el aliento, dispuesto a encender su minúscula linterna para tomar notas, como un espía. Luego, todo volvía a ser normal, y el viejo roncaba de nuevo al compás de las ruedas de su molino, en perpetuo movimiento.

—Tengo una idea —le dijo Luo con aire desenvuelto—. Si consigo arrancar canciones populares a tu molinero, ¿nos prestarás más libros de Balzac?

El Cuatrojos no respondió enseguida. Clavó sus empañadas gafas en el agua ennegrecida que hervía en la marmita, como hipnotizado por los cadáveres de piojos que daban volteretas entre las burbujas y las hebras de tabaco.

Por fin, levantó los ojos y preguntó a Luo:

—¿Cómo pensáis hacerlo?

Si me hubieran visto, aquel día del verano de 1973, de camino hacia el acantilado de los Mil Metros, me habrían creído directamente salido de la fotografía oficial de un congreso del Partido Comunista, o de una foto de boda de «dirigentes revolucionarios». Llevaba una chaqueta azul marino de cuello gris oscuro, fabricada por nuestra Sastrecilla. Era, hasta en sus menores detalles, una copia exacta de la chaqueta del presidente Mao, desde el cuello hasta la forma de los bolsillos, pasando por las mangas, adornadas ambas con tres bonitos botones dorados que parecían reflejar la luz cuando movía los brazos. En mi cabeza, para disimular la juventud de mis cabellos anárquicamente erizados, la encargada de nuestro vestuario había colocado una antigua gorra de su padre, de un verde tan liso como la de los oficiales del ejército. Sólo que era demasiado pequeña para mí, hubiera necesitado una talla más. Por lo que a Luo se refiere, dado su papel de secretario, se puso un descolorido uniforme de soldado, prestado la víspera por un joven campesino que había terminado su servicio militar. En el pecho brillaba una medalla de color rojo ígneo, en la que destacaba una cabeza de Mao dorada, con el pelo impecablemente peinado hacia atrás.

Como nunca habíamos puesto los pies en aquel rincón desconocido y salvaje, estuvimos a punto de perdernos en un bosque de bambúes que, irguiéndose por todas partes, se aglomeraban y nos acosaban, brillantes de lluvia, húmedos, sombríos, cargados con el áspero olor de bestias invisibles. De vez en cuando, se escuchaba el crepitar suave y sugerente producido por el crecimiento de nuevos brotes. Al parecer, algunos jóvenes bambúes, los más vigorosos, pueden crecer treinta centímetros en una sola jornada.

El molino del viejo cantor, a horcajadas sobre un torrente que caía de un alto acantilado, tenía aspecto de reliquia, con sus inmensas ruedas chirriantes, de piedra blanca con vetas negras, que giraban en el agua con una lentitud muy campesina.

En la planta baja, el suelo vibraba. Aquí y allá, a través de las viejas tablas rotas, podía verse el agua que fluía bajo nuestros pies, entre las grandes piedras. Los chirridos de la rueda, que repercutían como un eco, resonaban en nuestros oídos. En mitad de la estancia, un anciano, con el torso desnudo, dejó de arrojar grano en el circuito redondo del molino para mirarnos silenciosamente, con desconfianza.

Le deseé buenos días, no en sichuanés, el dialecto de nuestra provincia, sino en mandarín, exactamente como en una película.

—¿En qué lengua habla? —preguntó a Luo con aire perplejo.

—En la lengua oficial —le respondió Luo—, la lengua de Pequín. ¿No la conoce usted?

—¿Dónde está Pequín?

Esta pregunta nos desconcertó, pero cuando comprendimos que realmente no conocía Pequín, reímos como locos. Por unos momentos, casi envidié su total ignorancia del mundo exterior.

—¿Le dice algo Peping? —le preguntó Luo.

—¿Bai Ping? —dijo el anciano—. Claro está: ¡Es la gran ciudad del norte!

—Hace más de veinte años que la ciudad cambió de nombre, padrecito —le explicó Luo—. Y el caballero que está a mi lado habla la lengua oficial de Bai Ping, como usted la llama.

El anciano me lanzó una mirada llena de respeto. Contempló mi chaqueta Mao y miró los tres botoncitos de las mangas. Luego los tocó con la yema de los dedos.

—¿Para qué sirven estos chirimbolos? —me preguntó.

Luo me tradujo su pregunta. En mi mal mandarín, repuse que no lo sabía en absoluto. Pero mi traductor explicó al viejo molinero que yo decía que era el emblema de los verdaderos dirigentes revolucionarios.

—Este caballero de Bai Ping —prosiguió Luo con su tranquilidad de gran estafador— ha venido a la región para recoger canciones populares, y cualquier ciudadano que conozca alguna debe hacerle una demostración.

—¿Esas bobadas de montañeses? —le preguntó el viejo, lanzándome una mirada suspicaz—. No son canciones, sólo estribillos, viejos estribillos, ¿comprenden ustedes?

—Lo que el caballero quiere son, justamente, esos estribillos con palabras de fuerza primitiva y auténtica.

El viejo molinero rumió esa petición precisa y me miró con una extraña y astuta sonrisa.

—¿De verdad cree...?

—Sí —le respondí yo.

—Caballero, ¿quiere realmente que cante esas marranadas? Porque, ¿sabe usted?, nuestros estribillos, como es bien sabido, son...

La frase fue interrumpida por la llegada de varios campesinos, cada uno de los cuales llevaba un gran cuévano a la espalda.

Entonces tuve miedo, y mi «intérprete» también. Le susurré al oído: «¿Nos largamos?» Pero el viejo se volvió hacia nosotros y preguntó a Luo: «¿Qué ha dicho?» Sentí que me ruborizaba y, para disimular mi turbación, me lancé hacia los campesinos como si fuera a ayudarles a descargar los cuévanos.

Los recién llegados eran seis. Ninguno de ellos había ido nunca a nuestra aldea y, en cuanto tuve la seguridad de que no podían reconocernos, recuperé la calma. Dejaron en tierra sus cuévanos, pesadamente cargados con grano de maíz para moler.

—Venid, voy a presentaros a un joven caballero de Bai Ping —dijo a aquella gente el viejo molinero—. ¿Veis los tres botoncitos en sus mangas?

Metamorfoseado, radiante, el anciano eremita tomó mi muñeca, la levantó en el aire y la blandió ante los ojos de los campesinos para hacerles admirar de cerca los jodidos botones dorados.

—¿Sabéis lo que quieren decir? —gritó, y un efluvio de aguardiente brotó de su boca—. Son el símbolo de un dirigente revolucionario.

Nunca hubiera creído que un viejo tan flaco tuviese tanta fuerza: su mano callosa estuvo a punto de quebrarme la muñeca. A nuestro lado, Luo el estafador me traducía sus palabras al mandarín, con toda la seriedad de un intérprete oficial. Al modo de esos dirigentes que se ven en el cine, me vi obligado a estrecharle la mano a todo el mundo y a expresarme en un mandarín lamentable, mientras movía la cabeza.

En toda mi vida había hecho algo semejante. Lamentaba aquella visita de incógnito, emprendida para llevar a cabo la misión imposible del Cuatrojos, cruel propietario de una maleta de cuero.

Mientras movía la cabeza, mi gorra verde o, más bien, la del sastre, cayó al suelo.

Finalmente, los campesinos se marcharon, dejando una montaña de granos de maíz para moler.

Yo estaba abrumado de fatiga, tanto más cuanto que la pequeña gorra, que se había convertido en un aro de hierro que ceñía cada vez más mi cráneo, me producía jaqueca.

El viejo molinero nos condujo al primer piso por una pequeña escalera de mano de madera, en la que faltaban dos o tres barrotes. Corrió hacia un cesto de mimbre, de donde sacó una calabaza de aguardiente y tres cubiletes.

—Aquí hay menos polvo —nos dijo sonriente—. Bebamos un trago.

En aquella estancia grande y oscura, el suelo estaba casi por completo cubierto de pequeños guijarros que evocaban las «bolitas de jade» de las que el Cuatrojos nos había hablado. Como en la planta baja, no había sillas, ni taburetes, ni los muebles habituales en una vivienda, sólo una gran cama arrimada a una pared forrada con una piel de leopardo o de pantera, negra y tornasolada, de la que colgaba un instrumento de música, una especie de viola de bambú con tres cuerdas.

El viejo molinero nos invitó a sentarnos en aquel único lecho, un lecho que había dejado un doloroso recuerdo y grandes habones rojos en nuestro predecesor, el Cuatrojos.

Lancé una mirada a mi intérprete, que evidentemente tenía tanto miedo de resbalar con los guijarros que estuvo a punto de ponerse en cuclillas.

—¿No prefiere que nos instalemos fuera? —farfulló Luo, que perdía la calma por primera vez—. Aquí está muy oscuro.

—No se preocupe.

El anciano encendió una lámpara de petróleo y la puso en mitad de la cama. Como no había bastante combustible dentro, fue a buscarlo. Regresó enseguida con una calabaza llena de aceite. Derramó la mitad en la lámpara y dejó la calabaza sobre la cama, junto a la que contenía el aguardiente. Encaramados los tres en el lecho, sentados sobre los talones alrededor de la lámpara de petróleo, bebimos un cubilete de aguardiente. A pocos centímetros de mí, la manta estaba enrollada, hecha un amasijo informe en un rincón de la cama, con alguna ropa sucia. Mientras bebía, sentí que los pequeños insectos trepaban, bajo mi pantalón, a lo largo de una de mis piernas. Cuando introduje discretamente mi mano, pese al protocolo que imponía mi estatuto oficial, me sentí de pronto agredido en la otra pierna. Tuve rápidamente la impresión de que aquellos innumerables y adorables animalitos se reunían en mi cuerpo, encantados de cambiar de plato, encantados del nuevo festín que mis venas les ofrecían. La imagen furtiva de la gran marmita pasó ante mis ojos, una marmita donde las ropas del Cuatrojos subían, bajaban, giraban en el agua hirviendo, entre burbujas negras, y acababan cediendo su lugar a mi nueva chaqueta Mao.

El viejo molinero nos dejó solos un momento, atacados por los piojos, y regresó con un plato, un pequeño bol y tres pares de palillos. Los puso junto a la lámpara y volvió a sentarse en la cama.

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