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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (33 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Hasta hace poco —siguió el vampiro—juzgábamos que Ciri estaba en Nilfgaard. Llegar allí y rescatarla, o robarla, parecía empresa imposible. Ahora, después de la revelaciones de Cahir, no sabemos ni siquiera dónde está Ciri. Es difícil hablar de una iniciativa cuando no se tiene ni idea de en qué dirección hay que dirigirse.

—¿Qué habremos de hacer entonces? —se sobresaltó Milva—. El brujo se emperra en que ha de ir al sur...

—Para él —sonrió Regis— los puntos cardinales no tienen especial sig­nificado. Le da igual en qué dirección moverse, con tal de no quedarse sentado sin hacer nada. El verdadero principio del brujo. El mundo está lleno de Mal, así que basta con ir adonde te arrastren los ojos, y destruir el Mal que te encuentres por el camino, sirviendo así a la causa del Bien. Lo demás vendrá por sí sólo. O dicho de otro modo: el movimiento lo es todo, el objetivo nada.

—Qué burrada —comentó Milva—. Puesto que si el su objetivo es Ciri, entonces, ¿qué? ¿Que no es nada ella?

—Bromeaba —reconoció el vampiro, mirando a Geralt, todavía vuelto de espaldas—. Y además con no demasiado tacto. Perdón. Tienes razón, querida Milva. Nuestro objetivo es Ciri. Y como no sabemos dónde está, lo más sensato es enteramos de ello y dirigir convenientemente nuestras ac­tividades. El asunto de la Niña de la Sorpresa, advierto, está que revienta de magia, predestinación y otros elementos sobrenaturales. Y yo conozco a alguien que conoce muy bien esos asuntos y que seguro que nos ayuda.

—Ja. —Se alegró Jaskier—. ¿Quién es ése? ¿Dónde? ¿Lejos?

—Más cerca que la capital de Nilfgaard. De hecho, muy cerca. En Angren. En esta orilla del Yaruga. Hablo del círculo de los druidas, que tienen su sede en los bosques de Caed Dhu.

—¡Nos vamos sin perder un minuto!

—¿Acaso ninguno de vosotros —habló por fin, nervioso, Geralt— cree adecuado preguntar mi opinión?

—¿A ti? —Jaskier se dio la vuelta—. Pero si tú no tienes ni idea de lo que hacer. Incluso la sopa que te has engullido nos la debes a nosotros. Si no hubiera sido por nosotros, estarías hambriento. Y nosotros también, si esperáramos a tu actividad. Esta olla de sopa es un producto de la coope­ración. El efecto de la acción común de un grupo, un equipo unido por un objetivo común. ¿Lo entiendes, amigo?

—¿Cómo ha de entenderlo él? —Milva frunció el ceño—. El tiempo ente­ro sólo yo y yo dice, solo, solitario. ¡El lobo solitario! Se ve que cazador no es, que no sabe de bosques. ¡Nunca cazan los lobos en solitario! ¡Nunca! El lobo solitario, ja, cuento es, de los tontos villanos. ¡Pero él no lo entiende!

—Lo entiende, lo entiende —sonrió Regis, según su costumbre, con los labios apretados.

—Él sólo parece así de tonto —confirmó Jaskier—. Pero cuento todo el tiempo con que por fin quiera usar del cerebro. ¿No extraerá conclusiones certeras? ¿No entenderá por fin que la única actividad que sale bien en soledad es la autoviolación?

Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach guardaba un silencio lleno de tacto.

—Que os den a todos por saco —dijo por fin el brujo, al tiempo que guardaba la cuchara en la bota—. Que os den por saco, grupo cooperativo de idiotas, unido por un objetivo común que ninguno de vosotros com­prende. Y que a mí también me den por saco.

Esta vez todos, siguiendo el ejemplo de Cahir, también guardaron un silencio lleno de tacto. Jaskier, María Barring, llamada Milva, y Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy.

—¡Encontré una compaña! —siguió Geralt, agitando la cabeza—. ¡Com­pañeros de armas! ¡Un equipo de héroes! Nada, para partirse de risa. Un haceversos con laúd. Una deslenguada y salvaje medio hembra, medio dría­da. Un vampiro que ronda los cuatrocientos. Y un puto nilfgaardiano que se empeña en que no es nilfgaardiano.

—Y a la cabeza del equipo un brujo, enfermo por los remordimientos de conciencia, por la impotencia y la incapacidad para tomar decisiones —ter­minó Regis sereno—. Cierto, propongo viajar de incógnito para no despertar sensación.

—Y risa —añadió Milva.

Capítulo sexto

La reina respondió: «No a mí me pidas piedad, sino a aquéllos que con tus hechizos hicieras daño. Tuviste coraje para hacer malas obras, ten ahora coraje, cuando la hoguera y la justicia están próximas. No en mi poder se encuentra el perdonar tus pecados». En aquel momento la bruja resopló como gato, brillaron sus malvados ojos. «Mi final está cerca», gritó, «pero y también el tuyo no es lejano, reina. Habrás todavía de recordar en la hora de tu horrible muerte a Lara Dorren y su maldición. Y habrás de saber que mi maldición y aun a tus descendientes alcanzará hasta la décima generación.» Mas notando que el pecho de la reina albergaba un corazón que no conocía el miedo, la malvada hechicera élfica dejó de mentir y amenazar, de engendras el miedo con sus maldiciones, y co­menzó como perra a gemir pidiendo piedad y ayuda...

Cuento de Lara Dorren, versión humana

... pero los ruegos no ablandaron los corazones de piedra de los dh'oine, gentes crueles y sin piedad. Y cuando Lara, que pedía piedad, ya no para ella, sino para su hijo, agarrose a la puerta de la carreta, a orden del rey el verdugo la golpeó con la espada y le cortó los dedos. Y cuando en la noche el hielo de febrero apretaba, Lara dio el último suspiro en la colina entre los bosques, pariendo una hijita a la que guardara con los restos del último calor que todavía había en su cuerpo. Y aunque alrededor hubiera noche, frío y nieve, en la colina se hizo de pronto la primavera y florecieron las hermosas feainnewedd. Y hasta hoy tales flores sólo se crían en dos sitios: en Dol Blathanna y en la colina en la que muriera Lara Dorren aep Shiadhal.

Cuento de Lara Dorren, versión élfica

 

—Te lo pedí —gritó furiosa Ciri, que yacía tendida de espaldas—. Te pedí que no me tocaras.

Mistle retiró la mano y la hierbecilla con la que acariciaba a Ciri en el cuello, se echó junto a ella, se quedó mirando al cielo, colocando ambas manos detrás de su cuello rapado.

—Te comportas raro últimamente, Halconcillo.

—¡No quiero que me toques y basta!

—Es sólo un juego.

—Lo sé. —Ciri apretó los labios—. Sólo es un juego. Todo esto sólo era un juego. Pero a mí ya no me divierte este juego, ¿sabes? ¡Para nada!

Mistle se tendió de nuevo boca arriba, guardó silencio largo rato, embe­bida en la contemplación del azul celeste atravesado por las estelas rasga­das de las nubes. Un azor volaba en círculos, muy alto, por encima del bosque.

—Tus sueños —dijo por fin—. Es a causa de tus sueños, ¿verdad? Casi cada noche te despiertas gritando. Lo que alguna vez padeciste vuelve en sueños, lo conozco.

Ciri no respondió.

—Nunca me has hablado de ello —Mistle interrumpió de nuevo el silen­cio—. De lo que te pasó. Ni me has dicho de dónde eres. Ni si tienes seres queridos...

Ciri lanzó bruscamente la mano contra el cuello, pero esta vez era sólo una mariquita.

—Tenía seres queridos —dijo sordamente, sin mirar a su compañera—. Es decir, pensaba que los tenía... Tales que me encontrarían incluso aquí, en el fin del mundo, si quisieran... O si estuvieran vivos. Oh, ¿qué es lo que quieres, Mistle? ¿Tengo que hablarte de mí?

—No tienes.

—Es cierto. Porque seguramente sea sólo un juego. Como todo entre nosotras.

—No entiendo —Mistle volvió la cabeza— por qué no te vas si estás tan mal conmigo.

—No quiero estar sola.

—¿Sólo eso?

—Es mucho.

Mistle se mordió los labios. Antes de que acertara a decir nada se oyó un silbido. Se levantaron las dos, se sacudieron las agujas de pino y se acercaron a los caballos.

—Comienza el juego que desde hace cierto tiempo te gusta más que todos los otros, Falka —dijo Mistle, mientras saltaba a la silla y echaba mano a la espada—. No pienses que no me he dado cuenta.

Ciri golpeó al caballo con los talones, rabiosa. Galoparon por la pen­diente del barranco a tontas y a locas, escuchando ya el salvaje griterío del resto de los Ratas, que bajaban del bosquecillo por el otro lado del camino. Las mandíbulas de la trampa se cerraron.

La audiencia privada se había acabado. Vattier de Rideaux, vizconde de Eiddon, jefe de los servicios secretos militares del emperador Emhyr var Emreis, dejó la biblioteca, inclinándose ante la reina del Valle de las Flores de forma incluso más cortés de lo que exigía el protocolo palaciego. La reverencia era, al mismo tiempo, muy cuidadosa, y los movimientos de Vattier eran elaborados y contenidos: el espía imperial no apartaba la vista de los dos ocelotes que estaban tendido a los pies de la señora de los elfos. Los gatos de ojos azules parecían perezosos y soñolientos, pero Vattier sabía que no eran mascotas, sino atentos guardianes, listos para convertir rápidamente en una masa sangrienta a cualquiera que osara acercarse a la reina a una distancia menor de la que permitía el protocolo.

Francesca Findabair, llamada Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin, esperó a que se cerraran las puertas tras Vattier, acarició a los ocelotes.

—Ya, Ida —dijo.

Ida Emean aep Sivney, la hechicera élfica, una Aen Seidhe libre de las Montañas Azules, quien durante la audiencia había estado oculta con un hechizo de invisibilidad, se materializó en un rincón de la biblioteca, se colocó el vestido y los cabellos de color bermellón. Los ocelotes reacciona­ron tan sólo abriendo un poco más los ojos. Como todos los gatos, veían lo invisible, no se les podía engañar con un hechizo tan simple.

—Comienza ya a molestarme este festival de espías —dijo Francesca con énfasis, mientras adoptaba una posición más cómoda en la silla de ébano—. Henselt de Kaedwen me envió no hace mucho a un «cónsul», Dijkstra hizo venir a Dol Blathanna una «misión comercial». ¡Y ahora el propio archiespía Vattier de Rideaux! Ah, y antes anduvo por aquí Stefan Skellen, el Gran Nada imperial. Pero no le concedí audiencia. Soy una reina y Skellen no es nadie. Aunque desempeña un cargo, pero no es nadie.

—Stefan Skellen —dijo ida Emean lentamente— estuvo también a ver­nos, allí tuvo mejor suerte. Habló con Filavandrel y Vanadain.

—¿Y, tal como Vattier a mí, les preguntó por Vilgefortz, Yennefer, Rience y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach?

—Entre otras cosas. Te asombrará, pero lo que más le interesaba era la versión original de la profecía de Ithlinne Aegli aep Aevenien, sobre todo el fragmento que hablaba de Aen Hen Ichaer, la Vieja Sangre. Le interesaba también Tor Lara, la Torre de la Gaviota, y el legendario portal que antaño unía la Torre de la Gaviota con Tor Zireael, la Torre de la Golondrina. Qué típico es esto para los humanos, Enid. Contar con que al punto, a la prime­ra indicación, les vamos a revelar secretos y enigmas que nosotros mismos intentamos descubrir desde hace cientos de años.

Francesca alzó la mano y se miró los anillos.

—Me gustaría saber —dijo— si Filippa tiene idea de los extraños intere­ses de Skellen y Vattier. Y de Emhyr var Emreis, al que ambos sirven.

—Sería arriesgado apostar a que no lo sabe —Ida Emean miró con perspica­cia a la reina— y esconder en el encuentro en Montecalvo lo que sabemos, tanto ante Filippa como ante toda la logia. No nos dejaría especialmente en un buen lugar... Y al fin y al cabo queremos que exista esta logia. Queremos que se confíe en nosotras, las magas élficas, no que se piense que hacemos doble juego.

—La cosa es que de hecho hacemos doble juego, Ida. Y jugamos un poco con fuego. Con el Fuego Blanco de Nilfgaard...

—El fuego quema —Ida Emean alzó hacia la reina sus ojos alargados por un fuerte maquillaje— y purifica. Hay que pasar por él. Hay que acep­tar el riesgo, Enid. Esta logia debe existir, debe comenzar a actuar. Con todos sus miembros. Doce hechiceras, entre ellas ésa de la que habla la profecía. Incluso si es un juego, debemos apostar por la confianza.

—¿Y si se trata de una provocación?

—Tú conoces mejor que yo a las personas envueltas en esto.

Enid an Gleanna reflexionó.

—Sheala de Tancarville —dijo por fin— es una solitaria muy cerrada, no tiene ningún lazo con nadie. Triss Merigold y Keira Metz los tenían, pero ahora ambas son emigrantes, el rey Foltest expulsó de Temería a todos los hechiceros. A Margarita Laux-Antille le interesa sólo su escuela, nada fue­ra de ella. Por supuesto, en este momento las tres últimas están sometidas a la fuerte influencia de Filippa y Filippa es un misterio. Sabrina Glevissig no renuncia a las influencias políticas que tiene, pero no traicionará a la logia. Le atrae demasiado el poder que da la logia.

—¿Y la tal Assire var Anahid? ¿Y la otra nilfgaardiana que vamos a conocer en Montecalvo?

—No sé mucho de ellas —sonrió levemente Francesca—. Pero en cuanto que las vea sabré mucho más. En cuanto vea cómo se visten.

Ida Emean entrecerró los pintados párpados, pero se contuvo y no preguntó.

—Queda la estatuilla de jade —dijo al cabo Francesca—. La enigmática figurilla de jade, cuya mención se puede encontrar en
Ithlinnespeath.
Creo que ya es hora de dejarla hablar. Y de anunciarle lo que le espera. ¿Me ayudas con la descompresión?

—No, hazlo sola. Ya sabes cómo se reacciona al desempaque. Cuantos menos testigos haya, menos doloroso será el golpe para su orgullo.

Francesca Findabair comprobó de nuevo si todo el patio estaba hermética­mente aislado del resto del palacio por un campo protector que ocultaba de la vista y ahogaba los sonidos. Encendió tres velas negras puestas sobre candeleros envueltos en reflectores de espejo cóncavo. Los candeleros es­taban en unos lugares señalados de un círculo de mosaico en el pavimento que contenía las siete señales de Vicca, el zodiaco élfico, sobre símbolos que representaban a Belleteyn, Lammas y Yule. Dentro del círculo zodiacal de mosaico hizo otro, más pequeño, repleto de signos mágicos y rodeado por un pentagrama. Sobre tres símbolos del círculo pequeño, Francesca colocó unos pequeños triángulos de hierro encima de los que cuidadosa­mente y con precaución montó tres cristales. El corte de la parte baja de los cristales correspondía a la forma del final de los triángulos, por lo que la posición por fuerza había de ser muy precisa, pero Francesca lo compro­bó todo varias veces. Prefería no arriesgarse a un error.

No lejos de allí susurraba una fuente, el agua surgía de un cántaro de mármol sostenido por una náyade también de mármol, cuatro chorrillos caían a un estanque, produciendo una agitación en las hojas de los nenú­fares entre las que nadaban peces dorados.

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