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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (14 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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La rivalidad entre Charo y Mónica no era tan evidente como la que existía entre mi madre y yo, y precisamente por eso creo que resultaba mucho más peligrosa. La cosa se limitaba a indicaciones sutilísimas: alguna observación sarcástica por parte de Charo sobre el estado del cuarto de Mónica, y, por toda respuesta, un silencio tozudo de Mónica que se mantenía una décima de segundo más de lo que hubiera resultado cortés; la manía de Charo de regalarle a Mónica conjuntos de falda y chaqueta de Benetton, y la firme determinación de Mónica de no ponérselos jamás; las camisetas de grupos indies que Mónica se compraba en los puestos del Rastro y que cualquier día desaparecían misteriosamente de sus cajones, y es que Charo, vaya por Dios, había vuelto a ordenar armarios y se había deshecho de lo que, según ella, ya era inservible.

Si Charo hubiese podido elegir, hubiese querido una Mónica más espigada, menos tetona, que se sentase con las piernas juntas y paralelas y que supiese diferenciar a primera vista un cinturón de Moschino auténtico de una imitación. Aunque quizá hubiese optado por no tener hija, o por lo menos por tener una hija que se quedase estancada en la prepubertad, que no le recordase constantemente a Charo y al resto del mundo que hacía años que la directora de Carina había superado la cuarentena. Sin una hija de esa edad, Charo hubiese podido mantener eternamente la ilusión de unos treinta y tantos mal llevados. O eso debía creer ella.

La Metralleta era una especie de nave inmensa, completamente pintada de negro, donde camareras de aspecto gótico que parecían recién salidas de una cripta servían copas a los clientes con cara de desagrado. Por la puerta del local entraron dos hombres de unos treinta y tantos años. Uno era alto y bastante atractivo, al otro le sobraban unos kilos. Aunque iban vestidos de sport (vaqueros, cazadora, camiseta de algodón) su aspecto contrastaba escandalosamente con los estudiados modelitos «indie pop» de los habituales del sitio (camisetas de talla infantil de colores chillones, minifaldas de vinilo, pantalones bagging, cabellos teñidos de tonos imposibles, piercing en cejas, labios y ombligos); sobre todo porque ambos iban bien afeitados y peinados. Escuché cómo una de las camareras —una morena despampanante que llevaba el cráneo rapado al uno— le comentaba a otra: —Me cago en la hostia... Éstos aquí otra vez. No se contentan con espantarnos a la clientela, sino que encima hay que invitarles a las copas.

—Los pobres cantan a distancia —le respondió la otra, una clónica de Morticia Adams—. Y eso que se supone que van camuflados.

Nosotros tres estábamos apostados en la barra. Coco pidió un Johnnie Walker con hielo a la vez que yo expresé la opinión que el sitio me merecía:

—¡Esto es un cutrerío!

—No seas tan ñoña —me respondió Mónica, y tomándome de la mano me arrastró hacia la pista.

Por entonces el
techno
aún no había invadido Madrid y recuerdo que bailábamos al son de unos timbales rítmicos y atronadores, pude que fuera Red Hot Chili Peppers. Yo había aprendido a bailar este tipo de música, que a mí no me gustaba particularmente pero que a Mónica le apasionaba. Primero intentaba localizar en mi cabeza cuál era exactamente el ritmo marcado, para anticiparme a cada nuevo golpe, y en cuanto había localizado la sucesión, procuraba hacer que mis movimientos coincidiesen con cada toque de percusión. Subía un hombro, luego el contrario, y sacudía la cabeza de un lado a otro para hacerla coincidir con cada cambio, de forma que pudiese tocar el húmero con la barbilla a cada nuevo martillazo. Los giros de la cintura habían de ser parejos a las subidas y bajadas de la clavícula, y las piernas se adelantaban sincronizadas con los brazos. Al cabo de un rato, si una se concentraba lo suficiente, la coordinación se hacía mecánica. Era entonces cuando conseguía encontrarme bien porque mi cuerpo, completamente entregado a las imposiciones de la música, dejaba de ser mío por un rato, sometido a los deseos de algún dios arcano que temporalmente se haría cargo de él. De esta manera yo dejaba de tener conciencia de mí misma y me olvidaba, por tanto, de mis preocupaciones.

En algún momento Mónica se abalanzó sobre mí, me agarró por la cintura y se puso a bailar conmigo. Se acopló perfectamente á mi ritmo, con los ojos cerrados. Reposó su cabeza en mi hombro (yo podía sentir su aliento caliente en mi cuello), demasiado cansada o demasiado bebida, ajena a la expectación general que despertaba la pareja que componíamos. En particular en uno de los dos treintañeros vestidos de sport, el más alto, que no nos quitaba los ojos de encima.

Habíamos ido allí para llevar a cabo el último proyecto genial de Coco: ofrecer a aquellos adolescentes, necesitados de energía suplementaria para bailar toda la noche, buen material a precio de ocasión, íbamos a venderles anfetaminas. Anfetaminas requisadas del tocador de Charo Bonet. Nos habíamos llevado una caja intacta de Dicel —Charo tenía varias almacenadas y confiábamos en que no advertiría su desaparición— que contenía veinte pastillas azules, veinte, que pretendíamos pasar a quinientas pelas cada una. Un chollo, según Coco. Las íbamos a vender muy baratas, así que no sería difícil vender la caja entera en una noche. Diez talegos de golpe, Dios y Charo mediante.

Abrazada a mí, Mónica alzó la cabeza para susurrarme algo al oído. El estruendo de la música sólo me permitió interpretar fragmentos de su discurso, pero alcancé a entender que ella quería que fuese yo la que pasase las anfetas.

—¿Tú estás loca? —le dije—. No he hecho algo así en mi vida.

—Razón de más. Ya verás cómo no pasa nada; será divertido. Me tomó de la mano y me arrastró fuera de la pista. Nos apoyamos sobre una columna, en una esquina oscura —Es muy fácil, créeme. Ya lo hemos hecho más veces. Tú sólo tendrás que quedarte aquí. Yo me encargo de hacer correr la voz. Se lo contaré a las camareras y a dos o tres pavos que conocemos. Luego la cosa irá rodada. Normalmente los unos se lo cuentan a los otros, así que en seguida los tendrás por aquí. Eso sí, intenta ser discreta, por favor. No se tiene que notar. Ellos te dan la pasta y tú les das las pastis, pero con discreción. Toma, coge mi mochila.

Me tendió la mochila que llevaba siempre —de vinilo naranja brillante, Gaultier auténtico, regalo, cómo no, de Charo—, y yo me la colgué del brazo.

—Mete la mano en el bolsillo exterior de la mochila. La obedecí. Al tacto notaba un montón de bultitos que parecían piedrecitas de río.

—Hemos envuelto cada una de las pastillas en papel de celofán. Cuando te pasen las pelas, y sólo cuando te las hayan pasado, les das una, o
dos
, o las que te pidan. Las coges del bolsillo, las tanteas con la mano para contarlas y te aseguras de que, cuando las saques, vayan directamente de tu mano al bolsillo. No las expongas a la luz para contarlas, no corras riesgos. Es muy simple, ¿no?

Asentí con la cabeza.

—Otra cosa muy importante —prosiguió ella—, si viene alguien un poco mayor, o con pinta de pijo, o con camisa; en fin, cualquiera que tenga un aspecto un poco raro, no le hagas ni caso. Dile que no sabes de qué te habla. Mejor perder cinco libras que meternos en un lío.

—¿Y por qué no haces esto tú?

—Porque yo me encargo de hacer correr la voz por ahí, cosa que tú no puedes hacer porque no conoces a nadie. Normalmente lo hacemos entre Coco y yo: uno se queda en un sitio fijo, como vendedor, y otro deambula por el bar, haciendo promoción de la mercancía, por decirlo de algún modo. Pero con esos dos de la barra —y señaló a los dos treintañeros relamidos— no quiero correr riesgos. Coco canta mucho, ¿sabes? Si ven a un montón de tíos entrándole se van a dar cuenta de lo que está pasando. Pero a nadie le extrañará que la peña te entre a ti. Una chica mona, sola, en un bar como éste, a las mil de la noche... normal que los tíos la acosen. Además, no estarás todo el rato sola. Yo vendré en seguida y me quedaré contigo.

—Mónica, no me apetece nada meterme en esto; en serio.

—No te preocupes, no corres ningún riesgo, Betty. Nunca nos han pillado. Creo incluso que no pasaría nada aunque lo hiciera Coco, sólo que intento ser megaprudente, por si las moscas. Anda, hazlo por mí —insistió Mónica, con voz empalagosa.

Accedí, qué remedio. Al fin y al cabo, estaba viviendo en su casa, y supuse que debía contribuir a mi manutención. Reminiscencias de mi madre, que como se pasaba el día recordándome que ella me mantenía, y que esa circunstancia implicaba que yo le debía obediencia, me había enseñado a considerarme obligada a corresponder siempre que alguien hacía algo por mí; de forma que en mi universo no se concebía el altruismo, y por tanto yo no podía negarme a hacer lo que me pedía la persona que pagaba mi comida y me proporcionaba un techo bajo el que protegerme. Mónica desapareció y yo me quedé en la esquina, con la mochila colgada del brazo y el espíritu atiborrado de preocupaciones. A los cinco minutos se me acercó un jovencito enflaquecido que lucía un perilla becqueriana —la última moda grunge, por entonces— y que me preguntó, así, sin preliminares, si tenía anfetas. Me pareció que aquel tono directo contrastaba con el escrupuloso celo con el que Mónica pretendía manejar el tema. Le pregunté cuántas quería y me dijo que cinco. Hice cálculos: dos mil quinientas, le espeté. Me pasó tres billetes de mil. Con una mano localicé, al tacto, cinco bolitas de celofán en el bolsillo de la mochila. Metí la otra en el bolsillo de mis vaqueros buscando las quinientas pelas que debía devolverle. Entonces reparé en que no llevaba un duro encima.

—No tengo cambio —le dije. Me di cuenta de que como díler novata, había fracasado estrepitosamente—. ¿Por qué no te llevas seis? —le sugerí, dedicándole de paso la sonrisa más dulce de mi repertorio. Coqueteaba abiertamente, porque me había puesto nerviosísima y quería solucionar el intercambio en el menor tiempo posible. Para mi sorpresa, el truco funcionó. Él me devolvió la sonrisa, entornando los ojos en un gesto galante.

—Vale —dijo—. Que no se diga que voy a ratearle cinco libras a una monada como tú.

—Toma. —Le puse las seis pastillas en la mano y él aprovechó para apretármela. Cualquiera que nos viese supondría que estábamos ligando. Y así era, en cierto modo.

—Anda, hazme un favor —le dije y le acerqué un billete verde—. Necesito monedas. ¿Crees que puedes ir a la barra y traerme este billete cambiado?

—Claro. ¿Quieres que te traiga algo de beber?

—Vale, un güisqui.

En el intervalo que transcurrió hasta que me trajo la copa les vendí cuatro pastillas más a dos tíos que se acercaron y que se llevaron dos cada uno, así que en menos de quince minutos ya llevaba colocada media caja. Todo se iba desarrollando con la mayor normalidad, si es que se puede hablar de normalidad a la hora de referirse a semejantes actividades. Me pedían las pastillas, me ponían un billete de un talego en la mano, y yo deslizaba en la suya dos pequeñas bolitas de celofán. Todo muy simple. Luego volvió el chico del principio con un vaso de tubo en la mano.

—Toma —me pasó el vaso y un montoncito de monedas brillantes.

—¿Cuánto te debo? —le pregunté.

—Nada, nena, qué me vas a deber. Invito yo. ¿Te apetece bailar?

—No puedo, lo siento. Tengo que quedarme aquí, por si viene alguien más... alguien como tú... ya sabes. Pero nos vemos dentro de un rato. —Le di largas intentando deshacerme de él. Afortunadamente no se trataba de un chico muy insistente, porque sonrió como si entendiera lo que le explicaba, y desapareció en la oscuridad.

Apuré el vaso de güisqui con avidez, con la vana esperanza de que mis inhibiciones se diluyeran en alcohol y me resultara menos agobiante la situación que estaba protagonizando. Entonces observé cómo se acercaba uno de los treintañeros, el más alto. Mónica le suponía policía y él cruzaba la pista con tal decisión que yo misma le adjudiqué de inmediato semejante profesión. Los latidos de mi corazón se desbocaron y las piernas me comenzaron a temblar como dos moldes de gelatina.

—¿Qué hace una chica tan guapa como tú en una esquina tan solitaria corno ésta?

—Supongo que esperar a que me entre alguien con una frase menos tópica que la que tú acabas de utilizar —le respondí, intencionadamente borde, para aparentar un dominio de mí misma que sólo impostado podría poseer.

Al momento pensé que había metido la pata, que enfadar a ese sujeto era lo peor que se me podía ocurrir, dadas las circunstancias; pero me tranquilicé al ver que él sonreía, como si la salida le hubiese hecho mucha gracia.

—Puede que tengas razón. No he estado muy inspirado. Pero tienes que reconocer que ni el momento ni el lugar dan para más...

Coco surgió de repente, detrás de la columna. Concentrada como estaba en las reacciones de aquel tipo alto, ni siquiera me había dado cuenta de cómo había llegado hasta allí. Me cogió de la mano y me arrastró hacia él.

—Bea, corazón... Llevo horas buscándote —me dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que el otro le oyera. Yo intenté desasirme, pero Coco me apretó más fuerte—. Anda, no te cabrees —replicó él a mi gesto. Y luego, dirigiéndose al tipo alto, dijo—: Eres un poco mayor para intentar ligarte a mi novia, ¿no?

Me dejé arrastrar hasta la pista sin oponer la menor resistencia. No me impuse hasta que estuve totalmente segura de que el tío alto no podría escuchar lo que decía.

—¿Pero se puede saber qué haces? —le grité a Coco.

—Joder, Bea, no te cabrees. No quería que metieses la pata.

—Y, para que no metiese la pata yo, vas y la metes tú, ¿no? Ni se me había ocurrido pasarle nada al tío ese. Pero en cuanto has intervenido tú se ha notado muchísimo que le teníamos miedo. Además, entérate de que ya soy mayorcita y sé cómo cuidar de mí misma. No necesito que vengas tú a hacer de redentor.

—Vale, vale... lo siento —dijo él—, reconozco que me he puesto un poco nervioso. Anda, dame un abrazo.

Me atrajo hacia sí, y me hizo sentir incómoda, poco acostumbrada como estaba a las muestras de afecto. Y unos segundos después, esta incomodidad se acentuó, porque intuí que aquel abrazo se prolongaba más de lo necesario. Me desasí de aquellos enormes brazos enredados a mi cintura y me zafé de Coco, enfurruñada.

Amanecía en la plaza de Chueca. El cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, velado todavía por una delgada gasa anaranjada. Habíamos salido de La Metralleta con un montón de papeles verdes y estrujados, el resultado de la venta de la caja de Dicel, y ahora íbamos a gastárnoslos en comprar algo de jaco para Mónica, que era, al fin y al cabo, la propietaria de la caja que nos había salido tan rentable.

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