Beatriz y los cuerpos celestes (29 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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La mujer que amó a Ralph era la misma que amó a Cat y sé que será difícil comprender, para quien no lo haya vivido, que amó del mismo modo al uno que a la otra. Que no hubo grandes diferencias en lo que hacíamos. Que la fisiología no determinó nunca la mecánica amorosa. Que yo nací persona, y amé a personas.

Cuando estaba con Cat una parte de mí se disgregaba en átomos minúsculos. Me diluía y me hacía fuego líquido para fundirme con sus entrañas, transportada por oleajes de lava. Me extendía más allá de mí misma, superando límites físicos y químicos. Con Ralph, al contrario, las cosas estaban bajo control. Los dos, coordinados, sincronizados, a movimientos bruscos y precisos, avanzábamos al mismo ritmo marcial hacia una meta común, como en una competición deportiva.

Ella proponía, él se imponía. Ella me moldeaba a su gusto. Él me convertía en una contorsionista, en una equilibrista, en una plusmarquista. Ella era más profunda; él, más aventurero. Ella era detallista y esmerada; a él le sobraba la energía. Ella era sábanas lavadas; él, condones usados. Ella avanzaba, él embestía.

Pero su piel, la de ella, no era comparable. Bastaba con acariciarla para sentir placer. Él no contaba con aquella ventaja. Su piel era tan áspera como su carácter.

Cuando estaba con ella la besaba con los ojos abiertos y arrastraba mis dedos por sus greñas doradas. Indagaba en sus ojos redondos y limpios y veía una imagen líquida y verde de mi propio rostro. Caitlin de ojos de agua. Tomarla en mis brazos, besar aquel trozo de piel donde el cabello dorado se convertía en una pelusilla blanca y sedosa. El perfume dulzón mezclándose con otro aroma, el mío; su mano que descansa en mi vientre, y las puntas de sus dedos que descienden tamborileando hacia la cumbre de mis muslos; abrir las piernas y adelantar las caderas para facilitar el avance de sus dedos; rodar y revolearnos enredadas en una masa de brazos y piernas; una pulsación bien definida que estremece mi interior a un ritmo salvaje; la habitación que a mi alrededor se fragmenta en trocitos y se disuelve; la gozosa complicidad que sucedía al placer compartido; las huellas de sus dedos impresas en mis caderas como un sello violáceo.

Con él, con Ralph, sentía la maravilla de mi propio cuerpo tenso, de mi corazón palpitante, el milagro del fluir de mi sangre, de mis músculos contraídos. Me sentía una corredora de cien metros lisos avanzando hacia la meta con los labios apretados. Cuando estaba con la una pensaba en el otro, y viceversa. Vivía sometida a la tiranía del orgasmo.

Ya no lloraba a diario ni me acurrucaba bajo el edredón a escuchar discos lóbregos de los ochenta. Me levantaba con una sonrisa, hacía bromas coquetas, había incluso recuperado el apetito, aunque hacía esfuerzos hercúleos para controlarlo y no perder mi figura filiforme. Caitlin advirtió el cambio, e incluso lo comentó, pero no indagó en sus causas. Quizá prefería no conocerlas o quizá no buscaba explicaciones, como tampoco buscaría explicaciones al sobrevenir de las tormentas o a la caída de las hojas. La plácida Cat recorría la vida guiada únicamente por las tenues luces del impulso y la costumbre y hay que agradecerle a la providencia su naturaleza tranquila y sosegada, que convertía su vida en un remanso, pese a su supuesta inconvencionalidad, una carrera en la que nunca aparecían obstáculos insalvables, porque Cat aceptaba de buen grado todo lo que le llegaba: amigos, trabajo, novia, y no lo discutía ni se lo cuestionaba.

Katriona Mac Cabe seguía iluminando cada tarde mi salón con su sonrisa de trescientas veinticinco líneas. Caitlin seguía contemplándola con admiración y orgullo, y jamás olvidaba recordarme que aquella preciosidad había sido su amante. Pero Katriona había dejado de importarme. Gracias a Ralph yo había descubierto que era imposible que Katriona escondiera tras la pantalla algo que yo no tuviera.

Lo que había buscado en Ralph, sin embargo, no era sexo, sino apoyo, y a veces me arrepentía de haberme dejado llevar, porque pensaba que el hecho de que se acostase conmigo alteraba su percepción de mi persona. Yo deseaba poseer parte de su mente, fagocitar su inteligencia, buscaba en él a un trasunto de Mónica que, al igual que hizo ella en el pasado, arreglase mi cabeza y me ayudase a salir de aquel pozo negro en el que chapoteaba. Pero él me veía como a una amante antes que como a una amiga, y, por tanto, no me concedía la confianza que yo buscaba. A partir de entonces no hacía sino preguntarme cuáles debían ser los pasos a seguir en el ballet que jugábamos, una danza en la que cada uno de los bailarines debía improvisar los movimientos a medida que seguía adelante. Si él se mostraba insistente, ¿debía yo ceder?, ¿debía negarme?, ¿cómo? ¿Debía a veces tomar yo la iniciativa?, ¿hasta qué punto?, ¿quién daría el siguiente paso hacia adelante y hacia atrás?, ¿qué significaba comportarse como un hombre y comportarse como una mujer? Desde que me convertí en su amante adopté un papel: era su contrario, y él nunca, nunca, volvería a verme de la misma manera. Lo habíamos estropeado todo.

Él, por supuesto, sabía que yo vivía con otra persona, pero nunca hizo preguntas al respecto. Nunca dijo que me quisiera, ni hizo planes de futuro ni habló de
nosotros
en relación con el mundo, como solía hacer Cat. Us no era un pronombre que él utilizara. Yo indagaba muchas veces en mi cabeza sobre la razón que le impulsaba a mantener lo nuestro. El sexo, por supuesto. Pero había algo más. Supongo que él también se sentía agobiado bajo el peso de la soledad y le venía bien contar con una persona que de cuando en cuando le aliviase su carga de recuerdos. Nos acostábamos juntos, eso era todo. Nadie propuso más. A su lado me sentía a veces como al lado de otro viajero solitario en el compartimiento de un tren, cercana a un extraño tranquilo y amable a cuya compañía estaba condenada por un lapso de tiempo que nunca duraría demasiado.

Vivía con una chica que me quería y tenía un amante con el que mantenía una relación ocasional, no sé si a mi pesar. Yo le encontraba fascinante, pero intuía que el sentimiento no era mutuo, así que hacía lo posible por no mostrarme demasiado cariñosa. Ralph y yo seguíamos encontrándonos sin acordar citas prefijadas, en el comedor de la universidad. A veces charlábamos sin más y cada cual se iba a su casa. Otras veces proponía ir a su casa y entonces nos íbamos a la cama, como por casualidad, como quien se toma una caña, como si ninguno lo hubiese deseado demasiado. Nunca acordábamos citas en el sentido estricto de la palabra. Ni siquiera fuimos a un pub a tomar una pinta. Yo sentía que había una muralla que nos separaba, y no poseía ni la fuerza ni las herramientas que me hubiesen permitido derribarla.

Al principio me venía muy bien, a qué negarlo, el tránsito titubeante de aquella relación, porque así evitaba comprometerme yo y hacer promesas o asumir responsabilidades. Me esforzaba en mantener las distancias, de hecho. Pero luego, a medida que lo que yo sentía fue aumentando y aumentando, a medida que veía crecer mi propia entrega, ya no entendía muy bien a qué venían la desconfianza y los silencios. La tristeza me sorprendía a traición al pensar en su rutina, lejana a mí, en aquel lejano orden de horarios, necesidades y ataduras que yo intuía pero no podía precisar, unas normas de vida que habían precedido a nuestra historia y que la sobrevivirían. Imaginaba lo que haría Ralph sin mí. Leería, ordenaría sus discos, daría largos paseos por los Meadows... Persistía en aquella trampa de imágenes inhóspitas porque no conocía otro modo de aproximarme a él, e inventaba un pasado que imaginaba horrible precisamente porque él nunca se refería a él: todo lo que no sabía, lo que le hacía callar tantas cosas, las que sabía ocultar entre otras cosas que, aunque insignificantes, tampoco me aclaraba. Aquello que le hacía detenerse en medio de una frase, pensarse tanto una observación trivial, como quien teme a la espontaneidad porque ésta desvele una verdad. Lo que me hacía a mí misma guardar silencio y no exponer preguntas. El muro de dudas y reservas que se interponía entre nosotros con tanta fuerza como la distancia enorme y vacía que nos separaba. Todo lo que no se sabía; ni él de mí, ni yo de él. Lo que por ello dejé de saber de Ralph, de mí misma, y los dos de nosotros. Los silencios que se alargaban entre nuestras frases lo revelaban todo, las cosas que no nos atrevíamos a decir. Me parecía que algo se quedaba en el aire, la líquida noción inaprensible de algo que me perdía.

Le sentía tan mío que no estar a su lado era como una amputación. Deseaba tenerle a todas horas, morderle, chuparle, devorarle, poder hacerme con algo más tangible que la imagen difusa que componía en su ausencia, entre retazos de conversaciones semiolvidadas, fragmentos imprecisos de revolcones varios e instantáneas veladas de sus gestos. Acababa cansada de mirar las cosas huyendo con cuidado del miedo a encontrarle en el eco de cualquier silencio, en el hueco de cualquier espacio, en perfiles entrevistos a traición en la calle, en aromas de colonia cara arrastrados por desconocidos que en el autobús me recordaban a él. Me apetecía crearme una capilla, un espacio del deseo, un territorio aparte, privado, que contuviese en sí mismo las imágenes, los rituales y las oraciones del amor.

Todo lo que había entre nosotros era sexo, entendí. Y sin embargo, yo sentía nuestro vínculo como algo sólido e intenso. ¿Por qué? Porque los momentos que estaba con él los vivía amplificados: Una vez, la real, la que sucedía en el tiempo y el espacio; y muchas, muchas veces más: cuando repetía aquellos momentos en mi cabeza y revivía las cosas que hacíamos, su piel, su cuerpo, su vello, su sexo, su voz. Le sentía muy cerca, porque Ralph pasaba mucho, mucho tiempo a mi lado, incluso cuando él mismo no sabía que estaba conmigo.

No me gustaba tenerle encima de mí. Era pesado, ya lo he dicho. Y yo proponía todo tipo de juegos y figuras acrobáticas para evitar tener que cargar su peso sobre mí, porque entonces me inmovilizaba y me creaba la impresión de que no tenía escapatoria. El miedo me atenazaba y me fallaba la respiración, como cuando a mi madre le daban los ataques. Cuando intentaba explicárselo Ralph se limitaba a repetir su frase de siempre: que yo era una tía muy rara.

¿Rara? No sabes hasta qué punto puedo llegar a ser rara, le respondí un día. ¿Sabías que casi me cargué a un tío en Madrid? Me sorprendió oírlo de mis labios, porque en Edimburgo nunca le había mencionado el tema a nadie, ni siquiera a Cat. Este desliz por mi parte me hizo darme cuenta de lo necesitada que estaba de un amigo, de alguien con quien compartir mis problemas, de un espejo en el que reflejarme. Se me escapaban los secretos por los poros. Pero no me traicioné. Le dije que le estaba gastando una broma y sonreí, aunque por la expresión que adoptó pude darme cuenta de que había introducido la duda en su cerebro, una comezón que le roería por dentro desde entonces.

Hubiéramos podido ser grandes amigos, supongo, pero el sexo se interpuso y nos convirtió en contendientes, porque sobre nosotros planeaba la amenaza de una serie de exigencias que no se hubiesen planteado en el caso de una amistad sin sexo. Aunque él fingiera que lo de Cat no le importaba, tenía necesariamente que importarle, lo sé, y yo, ¿quién sabe?, probablemente hubiera deseado que lo de Cat sí le importara, que se atreviera a exigirme que acabara con aquello, a proponerme un futuro en común. Yo quería que él quisiese algo más de mí; ¿por qué quería yo eso?, ¿por orgullo? No tenía razones para desear de él otra dedicación que la que me ofrecía, porque yo sabía bien que la situación era perfecta tal y como estaba, que se trataba de un arreglo muy cómodo, lo de tener novia y amante a la vez, pero aun así, hubiese deseado más, hubiese deseado más de él, por muchos problemas que ese más me hubiera supuesto.

Ralph se acostaba conmigo e imponía decidido su voluntad, o lo intentaba. Recuerdo su abandono furioso, su manía de inmovilizarme con las piernas contra el colchón, de sujetarme los brazos por encima de la cabeza, la forma que tenía de estrellarse contra mí, como impulsado por la fuerza de las olas, convertido en una corriente embravecida.

Cat significaba, por el contrario, la amabilidad de la carne tácitamente poseída, sin acuerdos ni negociaciones previas, la conexión perfecta, puesto que cada una sabía, por propia experiencia, lo que la otra buscaba y necesitaba. Cada noche recorría su geografía conocida, sus dunas, sus lagos, sus llanuras, sin brújula, sin miedo. Cat estaba allí siempre y me quería. Nunca me hubiera negado la posibilidad de verla.

Según el tópico, yo conocía lo mejor de los dos mundos. (¿Sólo hay dos? ¿Y dónde se supone entonces que resido yo?) Y mi vida seguía entre una cama y otra. Contacto. Mis agarraderas al mundo en la noche de Edimburgo, donde el día se acaba a las cuatro de la tarde.

Entonces yo me sentía pura energía andante. Mis movimientos se hicieron más elásticos, más conscientes. Percibía claramente los contornos de mi cuerpo bajo el jersey, los pantalones y la camiseta. El sexo me ofrecía una clara conciencia de mí misma, desde la distancia, como si fuera otra. Ni siquiera notaba el frío. El deseo, en mi interior, irradiaba calor suficiente. Llevaba conmigo las imágenes de mis amantes como habría podido llevar un relicario mágico apretado contra mi pecho. Esto sucedió ayer, como quien dice, ayer, pero parece que hace siglos de eso. Por soledad los busqué, en soledad los recuerdo.

Desde la primera vez que me acosté con Ralph, desde que compartí al uno y a la otra, mi corazón se convirtió en algo borroso, indefinible, indescifrable. Porque si me hubieran preguntado en ese momento si yo era lesbiana o si era heterosexual, e incluso si era bisexual, que parecía la respuesta más convincente, no hubiera sabido qué responder. Estaba tan perdida como lo estaba tres años antes, cuando deambulaba por las calles de Madrid, cuando me empapé las manos con la sangre de un desconocido. A veces me sentía lady Macbeth: sabía que esas manchas no se borrarían, como no se borraban, en mi corazón, los años en mi casa, aquella relación irreparable con mi madre, ni mi amor a Mónica.

Volvía a estar en la calle y sin la menor idea de lo que iba a hacer. Pensé que lo mejor sería ir a tomarme un café, reflexionar sobre lo sucedido y sobre el siguiente paso a seguir y llamar a Mónica. Antes o después yo tendría que volver a casa. Pero volver a casa, después de todo lo que había pasado, me parecía imposible. Volver a ninguna parte me parecía imposible. Seguir adelante me parecía imposible. Vivir me parecía imposible. Cuando intentaba pensar, extraer alguna conclusión lógica del desbarajuste impenetrable que se había montado en mi cabeza, sólo conseguía que me atronasen las sienes. Pensé en Coco, quizá en una cama de la Paz, quizá en el depósito de cadáveres. Enfilé por una callejuela desierta. Oí unos pasos tras de mí y tuve la extraña impresión de que alguien me seguía. Me volví y no vi a nadie. Seguí adelante, y de pronto recibí un mazazo en la espalda que me empujó contra un muro y me dejó sin respiración. Antes de que hubiese podido darme cuenta estaba inmovilizada contra la pared, con el antebrazo de un hombre atenazándome el cuello.

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