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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (6 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—¿Recibes ayuda? ¿Psicólogo o algo parecido?

—Sí, bueno, en realidad es una asistente social. Está bien.

—¿Encuentras alguna ayuda en eso?

—No lo siento así ahora mismo, pero sé que es importante, a largo plazo, quiero decir. Pero solo he estado una vez con ella, fue ayer.

La letrada Løvstad asintió con la cabeza como para animarla.

—Mi tarea es muy limitada. Seré como un nexo entre tú y la Policía, y, si hay algo que necesitas saber, no dudes en ponerte en contacto conmigo. La Policía me mantendrá puntualmente informada. Son a veces un poco chapuzas en esto, pero has tenido suerte con la investigadora principal. Es una mujer que suele seguir muy de cerca estos casos.

Ahora sonreían ambas.

—Sí, parece de muy buen trato —confirmó.

—Y te ayudaré con la indemnización.

La joven parecía desconcertada.

—¿Indemnización?

—Sí, tienes derecho a una indemnización, ya sea por parte del autor, ya sea por parte del Estado. Han creado un precepto legal propio para estas cuestiones.

—¡No me interesa ninguna indemnización!

A Kristine le extrañó su propia y violenta reacción. ¿Indemnización? Como si alguien pudiese algún día entregarle una suma de dinero lo suficientemente cuantiosa para reparar todo el dolor, para borrar la espantosa y oscura noche que lo puso todo patas arriba. ¿Dinero?

—¡No quiero nada!

Si no hubiese sido porque las glándulas lacrimales estaban completamente secas, habría empezado a llorar. Ella no quería dinero. Si pudiera elegir, se pediría un reproductor de vídeo y su vida en una cinta manipulable. Rebobinaría los días y se iría a casa de su padre aquel sábado en vez de acabar destrozada en su propio piso. Pero no podía elegir.

El labio inferior y toda la mandíbula le temblaban con fuerza.

—¡Quiero recuperar mi vida, no una indemnización!

La última palabra fue escupida como si fuera veneno.

—Tranquila.

La abogada se recostó sobre la mesa y retuvo su mirada.

—Podemos hablar de todo esto más tarde. Tal vez opines lo mismo entonces, con lo cual no te vamos, por supuesto, a obligar. A lo mejor cambias de parecer, lo dejamos así. ¿Necesitas ayuda con algo ahora mismo? ¿Otra cosa?

Miró a su abogada durante unos segundos eternos. Finalmente, ya no aguantó más. Se echó sobre la mesa de despacho con la cabeza entre los brazos y el pelo caído hacia delante, tapando su rostro. Lloró media hora a lágrima viva; la letrada no pudo hacer otra cosa que acariciar la espalda de su cliente y susurrarle palabras de consuelo.

—Si solo alguien pudiera ayudarme —sollozó la joven—. ¡Y si alguien pudiera ayudar a papá!

Al final, se levantó de la silla.

—Realmente, no quiero saber nada de la Policía. Me da igual que atrapen o no al que lo hizo. Todo lo que quiero es…

El llanto volvió a apoderarse de ella, pero esta vez se mantuvo erguida.

—Solo quiero ayuda, y alguien tiene que ayudar a mi padre. No me habla. Se pasa todo el día a mi alrededor, no sé en qué me puede ayudar, pero él… No dice nada. Temo que pueda…

De nuevo la dominó el llanto. Tras otro cuarto de hora igual, la abogada comprendió que, por primera vez en su corta carrera de jurista, tendría que llamar a una ambulancia para que recogiera a su clienta.

No confiaban mucho en el dibujo, pero, aun así, lo habían mandado imprimir. Al menos, había conducido a algo: ahora tenían más de cincuenta pistas de personas con nombre y apellidos. Quizá fuera, precisamente, porque el boceto era impersonal: los rasgos difusos, la cara inclasificable, una silueta sin identidad.

Hanne sujetaba el periódico con los brazos extendidos y observaba la página ladeando la cabeza.

—Este puede ser cualquiera —dijo con determinación—. Con un poco de buena voluntad se parece, al menos, a cuatro o cinco hombres que yo conozco.

Mantuvo los ojos entreabiertos e inclinó la cabeza hacia el otro lado.

—¡Se parece a ti, Håkon! ¡Pues sí que se parece a ti!

Soltó una carcajada y le dejó que le arrancara el periódico de las manos.

—No se parece en absoluto —protestó él, visiblemente ofendido—. No tengo la cara tan redonda, mis ojos no están tan juntos y, además, tengo más pelo.

Arrugó el periódico y lo tiró a la papelera.

—Si es así como llevas esta investigación, entiendo que nadie apueste a que algún día resolveremos el caso —declaró, todavía muy resentido.

—Por favor…

Ella no se rindió, recogió el diario estropeado y lo alisó con su mano delgada de dedos alargados y uñas lacadas de blanco.

—Mira este dibujo, ¿no podría ser cualquiera? No deberían publicar este tipo de retratos. Es posible que la víctima se haya fijado excesivamente en un defecto o marca corporal, de modo que el hombre sale ahora dibujado con una nariz demasiado grande y nosotros perdemos una pista. O tiene realmente este aspecto, el de un hombre, un hombre noruego.

Se quedaron un buen rato así, contemplando la foto del anónimo, de ese varón noruego de rostro anodino.

—¿Sabemos, realmente, si es noruego?

—Hablaba un noruego perfecto. Por otra parte, su aspecto era, aparentemente, noruego. Tendremos que suponer que lo es.

—Pero creo que era bastante moreno…

—Venga ya, Håkon. Hay suficientes racistas aquí en el cuerpo como para que encima pienses que un hombre rubio con deje de Oslo sea marroquí.

—Pero si violan encima de…

—Déjalo ya, Håkon.

Su voz rozaba ahora la agresividad. Es cierto que los norteafricanos copaban las estadísticas sobre violaciones, y no era menos cierto que las violaciones atribuidas a estos individuos eran con frecuencia extremadamente brutales. Además, a veces consideraba que sus propios prejuicios eran inoportunos, como resultado de demasiadas conversaciones con sinvergüenzas guapos y de pelo rizado que te mentían a la cara aunque los pillaras con los pantalones, literalmente, bajados. Cualquier noruego en la misma situación habría dicho otra cosa: «Pues sí, follamos, pero fue consentido». Sabía todo eso, pero otra cosa era decirlo.

—¿Cuál es la cifra de violaciones sin denunciar cometidas por «noruegos»? —Agitó los dedos al decir: «noruegos»—. Las violaciones que ocurren en los
after hours
y tienen lugar en domicilios privados, o en las fiestas de empresa, incluso cometidas por los maridos…, ¡y así podemos seguir un buen rato! Ahí es donde encuentras la cifra negra, los hechos ocurridos pero no denunciados. Todas las chicas son conscientes de que son prácticamente imposibles de perseguir. Mientras que las violaciones más «honestas»… —volvió a agitar los dedos—, las agresiones repulsivas, cometidas por los repugnantes agresores de piel oscura, los que no son de aquí, los que todo el mundo sabe que la Policía intenta pillar… Esos casos sí que se denuncian.

Hubo una ligera pausa. Håkon se sintió aludido y sonrió retraído, como queriendo disculparse de algún modo.

—No quise decirlo así.

—No, ya me lo imagino, pero no deberías decir esas cosas, ni siquiera en broma. Estoy completamente segura de una cosa.

Se levantó sudada y consternada, se inclinó hacia la ventana para que le diera un poco de aire. Las cortinas nuevas apenas ondeaban, más por su propio movimiento que por la corriente de aire que venía de fuera.

—Por Dios, qué calor hace aquí dentro.

La ventana volvió a cerrarse, dejando una ligera rendija de diez centímetros, lo cual no sirvió para nada. En aquella habitación, debía hacer, por lo menos, treinta grados.

—Estoy completamente segura de una cosa —volvió a decir—: si todas las violaciones cometidas en este país hubiesen sido denunciadas, estaríamos todos aterrados por, al menos, dos cosas.

Håkon no entendía muy bien por qué se callaba de repente. Tal vez era por darle la oportunidad de adivinar cuáles eran las dos cosas que habrían de horrorizar a todo el mundo. En vez de volver a hacer el ridículo, optó por mantenerse callado.

—En primer lugar, por la cantidad de violaciones cometidas. Y, en segundo lugar, porque los extranjeros son autores del número que estadísticamente se les supone, según la cifra de individuos que residen aquí. Ni más ni menos. —Soltó otro suspiro más, quejándose del calor—. Si no remite pronto este calor, me volveré loca. Creo que me voy a dar un garbeo motorizado, ¿te vienes?

Con pavor en la mirada, declinó de inmediato la invitación. El recuerdo de otro paseo en moto seguía intacto en su mente: una excursión heladora y mortalmente peligrosa, hacía unos seis meses, cuando acababa el otoño, cruzando la provincia de Vestfold, con Hanne de piloto y él mismo de pasajero cegado y empapado hasta los huesos. Aquella vez, el viaje había sido de una necesidad crucial. Su primera vuelta en moto y, decididamente, la última.

—No, gracias, prefiero darme un chapuzón —dijo. Eran las tres y media y ya se podían marchar a casa—. Deberías ponerte a repasar las pistas.

—Lo haré mañana, Håkon, mañana.

La desesperación estaba a punto de comerle vivo. Se escondía como una rata gris y espeluznante que le corroía en algún punto detrás del esternón. Había vaciado dos botellas de Balancid con sabor a naranja desde el domingo por la mañana. No sirvió de nada, estaba claro que a la rata le gustaba el sabor y seguía royendo con más ahínco. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, de nada servía. Su hija no quería hablar con él. Es cierto que deseaba quedarse ahí, en la casa de su niñez, en su antiguo cuarto, y eso lo consolaba algo: el que ella, probablemente, encontrase alguna forma de protección y seguridad teniéndolo cerca. Pero el caso es que no quería hablar.

Había recogido a Kristine en Urgencias Psiquiátricas. Cuando la vio allí sentada, transida, con esos ojos oscuros y encogida de hombros, le recordó a su mujer veinte años atrás. En aquel entonces, ella se había sentado del mismo modo, con una mirada vacía idéntica, con esa misma actitud de impotencia y sin decir nada. Acababa de enterarse de que iba a dejar un marido viudo y una hija, de apenas cuatro años, huérfana. Él había montado en cólera, había proferido una retahíla de juramentos y había armado un escándalo, y había llevado a su mujer a la consulta de todos y cada uno de los expertos del país. Finalmente, pidió prestada una considerable suma de dinero a sus padres con la vana esperanza de que los remotos expertos de Estados Unidos, la tierra prometida de todas las medicinas, cambiarían el hecho cruel sobre el que catorce médicos noruegos habían tristemente coincidido. El viaje solo sirvió para que ella muriera lejos de su casa. Él tuvo que regresar con su amada en el congelador de la bodega.

La vida a solas con la pequeña Kristine fue difícil. Él mismo acababa de terminar la carrera, en una época en la que el antaño lucrativo oficio de dentista era menos productivo, tras veinte años de asistencia odontológica pública. Pero les había ido bien. A mediados de los años setenta, la lucha feminista alcanzaba su cénit, algo que, paradójicamente, lo ayudó. Un padre soltero que insistía en criar a su hija se beneficiaba de todas las ayudas públicas posibles, cosechaba simpatías del entorno, así como ayuda y apoyo por parte de las compañeras de trabajo y de las vecinas. Les fue bien.

No hubo muchas mujeres, alguna que otra relación, pero nunca muy duraderas. Kristine se había encargado de que así fuera. Tres veces se había atrevido a hablarle de una mujer, pero otras tantas veces fue rechazado, de un modo arisco e insolente; además, ella no aceptaba la más mínima insinuación. Ella siempre ganaba, y él adoraba a su hija. Indiscutiblemente, entendía que todos los hombres amaban a sus hijos y, de un modo racional, pensaba que, visto así, no se diferenciaba mucho de la población varonil noruega. No obstante, insistía ante sí mismo y su entorno en que la relación entre su hija y él era especial. Solo se tenían el uno al otro; él había sido padre y madre a la vez. Había estado velando durante las enfermedades, se había preocupado de vestirla siempre limpia y había consolado a la adolescente cuando su primer amor se fue al traste a las tres semanas. Cuando la niña de trece años le mostró, con una mezcla de espanto y alegría, una braguita ensangrentada, fue él quien la llevó a un restaurante a comer solomillo con vino ligeramente aguado para festejar que su hija estaba de camino a convertirse en una mujer. Fue él quien durante dos años tuvo que negar cada petición insistente para comprar un sujetador, teniendo en cuenta que las picaduras de mosquito que debían alojarse en dicha prenda eran tan insignificantes que cualquier sostén habría parecido ridículo. Con nadie pudo compartir la alegría por las espectaculares notas que sacaba su hija en la escuela, ni tampoco el amargo dolor cuando ella eligió celebrar con amigos la confirmación de su ingreso en la Facultad de Medicina de Oslo, hacía cuatro años.

Amaba a su hija, pero no conseguía llegar a ella. Cuando fue a buscarla, ella lo siguió voluntariamente, y fue ella misma quien había pedido en Urgencias que lo llamaran. Quería por tanto ir a casa, a su casa, pero no dijo nada. Una vez en el coche, de camino a casa, intentó cogerla de la mano y ella lo dejó. Aun así, no hubo respuesta, tan solo una mano flácida que se dejaba sostener con pasividad. No pronunciaron palabra alguna. Ya en casa, quiso tentarla con algo de comida: pan recién horneado con fiambres y ensaladillas, que sabía que le encantaba; rosbif y ensaladilla de gambas, y el mejor tinto de su bodega. Ella agarró la botella, pero dejó la comida. Al cabo de tres copas, se llevó la botella, se disculpó con educación y se retiró a su cuarto.

Pasaron tres horas y no se oyó ruido alguno desde su habitación. Se levantó entumecido del sofá, un modelo americano, profundo y demasiado blando. Las velas que se habían consumido pálidamente con la luz del atardecer primaveral empezaban a rezongar por la falta de cera. Se detuvo ante la puerta que daba a la habitación de la niña y permaneció en silencio absoluto durante varios minutos, hasta que tuvo el coraje de llamar. No hubo respuesta. Dudó un poco más y decidió dejarla en paz.

Se fue a la cama.

Kristine estaba en una habitación de niña, con cortinas amarillas de cuadros, sentada con un osito de peluche en el regazo; ante ella, una botella de tinto vacía sobre una mesa lacada de blanco. La cama era estrecha. Sentía calambres en las piernas después de permanecer mucho tiempo en posición fetal. La contracción era bienvenida, dolía cada vez más y se concentraba en sentir hasta qué punto le hacía realmente daño. Todo lo demás desapareció, solo notaba la protesta punzante y dolorosa en los miembros que no habían recibido suficiente sangre desde hacía un buen rato. Finalmente, no aguantó más y se tumbó en la cama estirando las piernas. El malestar aumentó enseguida. Sujetó uno de los muslos con las dos manos haciendo presa y apretó con todas sus fuerzas hasta que le empezaron a caer las lágrimas. Cualquier cosa para que perdurara el sufrimiento. Pero no podía continuar con eso, así que al cabo de un rato se soltó. El dolor en el pecho reapareció, la región interna estaba totalmente hueca, una enorme cavidad llena de un dolor indefinible. Corría por todo su cuerpo a una velocidad de vértigo y tuvo que levantarse por unas pastillas que le habían dado en Urgencias, Valium 0,5 mg. Una diminuta caja cuyo contenido encerraba una esperanza de paz en cada comprimido. Se quedó de pie con la caja en la mano izquierda durante una eternidad. Luego se la llevó al baño, abrió el envoltorio, sacó la caja con las píldoras y la vació en el agua clorada de color azul. Las cápsulas se mantuvieron a flote un instante hasta que fueron hundiéndose lánguidamente hacia el fondo de porcelana blanca y desaparecieron en las cloacas. Por seguridad, tiró dos veces de la cisterna. A continuación, se lavó la cara con agua muy fría y salió a la sala de estar. Estaba todo a oscuras; tan solo la lamparita encima del televisor arrojaba un fulgor débil y amarillo sobre las suaves alfombras del salón. Salió a la cocina a por otra botella de tinto, con cuidado para no despertar al padre, si es que dormía. Se quedó sentada en el mejor sillón, la vieja butaca de su padre, hasta vaciar también esa botella.

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