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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (2 page)

BOOK: Bodas de odio
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—O tal vez, lo que deseas es enamorarte, ¿verdad?

El pulso de Fiona se aceleró. Por vez primera alguien la entendía. No había hecho falta explicar nada. Tan sólo, la había comprendido.

—Sí, misia Mercedes, deseo enamorarme de un hombre que también esté enamorado de mí. Sólo así aceptaré casarme.

—Es un deseo muy noble. Espero que lo alcances. En realidad, sé que lo harás.

—¿Misia Mercedes?

—¿Sí, querida?

—No esté enojada conmigo porque no he querido bailar con nadie, se lo suplico.

—No, querida, cómo podría estarlo.

—Le prometo que al próximo que me pida una pieza, lo acepto.

—Como desees, Fiona.

En aquel momento, un caballero algo petiso y abultado, pero vestido con elegancia, ingresó al salón junto a una mujer.

—¡Pero si son el conde y la condesa Walewski!

Mercedes se incorporó de inmediato.

—Si me disculpas, Fiona, debo ir a recibirlos. Eso sí: no quiero que vayas con las
planchadoras.
Prométeme que permanecerás aquí, donde tu bello rostro pueda verse. Alegra este lugar.

—Sí, misia Mercedes, se lo prometo.

La joven observó alejarse a la mujer, que desapareció detrás de unos cortinados.

Otra vez sola. Entonces, comenzó a observar a su alrededor. La mansión de misia Mercedes Sáenz, en la calle de la Florida, era de las más hermosas de Buenos Aires. Sus salones eran famosos por el lujo y el buen gusto. Levantó la vista hacia el cielo raso. El enorme candil de bronce, cargado de caireles y velas chorreantes de sebo, era fantástico. Lo observó mecerse muy lentamente; tal vez sus ojos le jugaban una mala pasada y todo era una ilusión óptica, tal vez la lámpara no se movía ni un centímetro. Pero sí, parecía que se desplazaba al son de los acordes del vals que tocaban Favero y su orquesta. Cerró los ojos para concentrarse en las notas que llegaban a sus oídos. Sintió que un ardor los inundaba, dejando escapar lágrimas por los costados.

—¿Has descubierto acaso una grieta en el techo? ¿O tal vez una telaraña en una esquina? Porque esta casa podrá ser una de las más bellas, distinguidas y soberbias de todo Buenos Aires pero le está faltando mucho mantenimiento. Ya no es la misma que en tiempos de don Cecilio. ¿Me permites acompañarte, Fiona?

La joven asintió con desagrado, mientras observaba a la rolliza anciana que se apoltronaba a su lado.

—Como te estaba diciendo... ¿Qué te estaba diciendo? ¡Ay, qué memoria la mía! Siempre he sido así.

—De don Cecilio.

—¡Ah, sí, gracias, querida! En épocas de don Cecilio... bueno, tú ni habías nacido aún. En épocas de ese gallardo y honorable caballero rioplatense, esta casa era un verdadero paraíso.

Aunque la mujer continuó con sus recuerdos, Fiona no la escuchaba. No podía ser posible. Había logrado un momento agradable y nada más ni nada menos que doña Josefina Coloma venía a molestarla. Era vieja, ya tenía hasta bisnietos ¿cuál era la necesidad de asistir a esas fiestas? Podría permanecer en su hogar; al menos así no causaría daño a los oídos y a la cordura de nadie. En realidad, pensó Fiona, hubiese preferido bailar con Soler que escuchar a esa anciana ladina y retorcida.

—Qué bello vestido traes hoy, Fiona. ¿Acaso te lo hizo... —no concluyó la frase. Por aquella época el nombre de una buena costurera era un dato muy preciado. Tener el mejor vestido en una fiesta podía llegar a ser la clave en la búsqueda de un esposo. Y Fiona llevaba el más bonito esa noche.

—¿Sí, doña Josefina?

—¡Ejem! —carraspeó doña Josefina—. Tal vez fue la señora de Urrutia o quizá la señorita Torres... No sé, son las mejores que conozco yo. Allí se confecciona los vestidos Clelía.

La abuela dirigió la mirada al salón para observar a su nieta, que se desarmaba por complacer al joven con el que danzaba. Fiona contempló por unos segundos a la jovencita y pensó de ella lo mismo de siempre: una caza-esposos sin demasiados escrúpulos.

—Bueno, no me dijiste dónde te hicieron este despampanante vestido —insistió la anciana. Tomó la tela de la falda, rozándola con los dedos, como tratando de descubrir de qué género se trataba.


Aunt Tricia
me lo envió desde Londres, doña Josefina.

No era cierto, pero le gustaba jugar ese perverso juego de mentirillas con una vieja taimada como la Coloma.

—¡Oh, Tricia te lo envió desde Londres!

Frente a aquello, la mujer no podía competir. Ella no tenía a nadie que le enviara nada desde Europa.

—Y, ¿cómo has hecho para recibirlo teniendo en cuenta el terrible bloqueo al que está siendo sometida nuestra Santa Federación?

No era fácil engañar a aquella vieja astuta. Fiona vaciló un momento; después, respondió:

—Es que... es que, si uno tiene alguien que le envíe las cosas en paquetes desde la Inglaterra o desde la Francia, lo más posible es que lleguen, como mi vestido, ¿lo ve usted, doña Josefina?

Fiona ensayó una sonrisa falsa y levantó la tela del traje. La mentira era tan grande que tendría que confesarse con el cura Vicente si deseaba comulgar el domingo. Pero se tranquilizó pensando que se trataba de una mentira piadosa, para bajarle los humos a la vieja chusma.

—¡Ah, también el servicio es lamentable en esta casa! —comentó la anciana con sarcasmo—. ¿Puedes creer que no me han convidado un solo mate desde que llegué, hace más de una hora ya? —Y a continuación, gritó—: ¡Sofía, Sofía, cébame uno a mí!

Fiona compadeció a misia Mercedes por verse en la obligación de invitar a su casa gente como ésa. Ocurría que Josefina Coloma era una "buena federal": fiel a la causa, amante de la Federación, del color rojo, y de su caudillo Rosas. No invitarla sería para misia Mercedes como pararse en medio de la Plaza de la Victoria y gritar "¡Soy unitaria! ¡Soy unitaria!", aunque eso nada tuviera que ver con la inclinación partidaria. Pero así eran las cosas; no había más remedio que adaptarse o perecer.

La negra Sofía ya estaba junto a ellas.

—Aquí tiene, doña Josefina.

—¡Pero, m'hija! Este mate es peor que
el de los Morales...
—dijo la anciana, mientras se lo arrebataba de un manotazo—. ¡Por fin! Tenía la lengua seca como la de un loro.

"Eso será por hablar tantas necedades", pensó Fiona, haciendo un gesto de hartazgo tan inequívoco que provocó la risa de Sofía.

—¡Bueno, ahora ya me siento un poco mejor, pues!

La mujer respiró con dificultad dentro de su corsé.

—Dime, hija, ¿cómo es que te encuentras aquí y no estás bailando con alguno de nuestros guapetones federales? Estás más sola que una monja de clausura, Fiona. Eso no es bueno si deseas conseguir esposo.

—No me siento muy bien, doña Josefina. Tal vez sea algo que me indigestó.

—¡Oh, pobre niña! Con razón tienes esa cara de muerta, más pálida que un ánima. ¡Oh, y esas ojeras, oscuras como una noche sin luna! Decididamente, no te encuentras en tu mejor momento.

Fiona, que no tenía deseos de comentar nada más con aquella señora, se devanaba los sesos pensando frases de cortesía para sacársela de encima.

Los instrumentos dejaron de sonar y el salón quedó en silencio; los hombres, que se congregaron en grupos, dirigían la mirada a la estrada principal; algunas jovencitas comenzaron a cuchichear, nerviosas, escondiéndose tras sus abanicos, disimulando el repentino arrebol en sus mejillas.

Intrigada, Fiona frunció el entrecejo. En ese momento vio a misia Mercedes, que se encaminaba hacia la puerta con los brazos extendidos, y la oyó decir en un dulce tono de voz: "Bienvenido a mi hogar". Como estaban, muy alejadas del salón principal, Fiona y Josefina no lograban ver de quién se trataba; aunque de algo estaban seguras: se trataba de una gran personalidad. Misia Mercedes no recibía así a cualquiera. Ni siquiera con el Conde Walewski había actuado de ese modo.

El piano del maestro Pavero sonó de nuevo, y aunque misia Mercedes, perdida entre los cortinados, no había reaparecido aún, todo retornó a la normalidad.

—¡Por supuesto! ¡Debí habérmelo imaginado! —masculló de pronto doña Josefina Coloma—. ¡Claro, cómo no! Si se trata de Juan Cruz de Silva.

Misia Mercedes Sáenz, tomada del brazo de un exótico caballero, se presentó ante la mirada de Fiona como una aparición del más allá. Todo parecía desarrollarse en forma lenta; el hombre caminaba con porte aristocrático, una sonrisa fresca y gesto vanidoso. La joven no podía quitar sus ojos de él. Sabía que era impropio observarlo así, pero no le importaba; de todos modos, no podía dejar de hacerlo.

—¿Quién es? —-le preguntó a doña Josefina.

La mujer volvió su rostro a Fiona con gesto de espanto.

—¿Es que acaso vives en un dedal, niña?

La pregunta le causó risa.

—No, doña Josefina, ¿por qué me lo pregunta?

—Es que sólo una persona que ha vivido en un dedal los últimos tres meses no conoce a Juan Cruz de Silva.

—Yo no lo conozco, doña.

—Y claro, cómo vas a conocerlo. Casi no apareces en las tertulias, no vas a la Alameda más que para montar tu caballo como una forajida, no recorres la calle de la Florida después de misa los domin...

—¿Va a decirme quién es el caballero, sí o no? —preguntó Fiona con insolencia.

—Sí, m'hija, sí. Es uno de los hombres más ricos de la Confederación. Además, es el protegido de nuestro excelentísimo gobernador. Ahora que el Brigadier Rosas está tan ocupado con las cuestiones de estado, de Silva es quien maneja todas sus estancias. Tú sabes, Fiona, su hijo, Juancito, no es el mejor de los hijos, y como no se ocupa mucho de los asuntos familiares... bueno...

—Jamás lo había oído nombrar —comentó la joven, abstraída. Lo dijo sin apartar la mirada del enigmático caballero, como muchas de las otras jovencitas. Algunas, más atrevidas, intentaban acercarse.

—En realidad, llegó del campo hace unos meses, nada más.

—¿Y va a quedarse?

—Parece que te interesa conocer acerca del mocito de Silva, ¿no es cierto?

El comentario malicioso de la anciana la puso en guardia. Tal vez se había dejado llevar por el impacto que de Silva le había causado y estaba preguntando de más. Doña Josefina era muy peligrosa; de la nada, era capaz de crear la más fantástica de las fábulas. Y Fiona no deseaba ser la protagonista de un cuento imaginado por ella.

—Sí, doña Josefina, tiene razón. Qué me interesa a mí, ¿verdad?

La miró con agudeza, directo a los ojos.

—Además, tengo que dejarla; no puedo perder toda la noche aquí sentada si lo que quiero es conseguir esposo. Buenas noches.

Se levantó y se fue, dejando a la mujer con la boca abierta, sin nada que decir.

—¡Ay, señor de Silva! ¡Qué suerte que llegó! Ya temía que no viniera usted —exclamó Mercedes, que tomada del brazo del joven se adentraba con él en la sala.

—Sí, discúlpeme, misia. Sucede que me entretuve hasta último momento en la discusión de unos negocios —se apresuró a explicar el recién llegado.

—¿Unos negocios o... una damisela, señor?

La mujer lo miró de hito en hito sonriéndole con picardía y codeándolo en las costillas.

—¡Me extraña, misia Mercedes! Usted sabe que últimamente no pienso en otra cosa que en sentar cabeza y conseguir esposa —respondió de Silva, con cierta ironía.

Mercedes rió. Le gustaba ese muchacho, y estaba encantada con la misión de celestina que se había impuesto con él.

—Su demora casi tira por la borda todos los planes que tracé para usted esta noche, señor de Silva. Vamos, tengo lo que me pidió. Ahora todo depende de su encanto.

Encanto era lo que le sobraba a Juan Cruz de Silva cuando se lo proponía. Había llegado a la ciudad envuelto en un halo de misterio que lo hacía aún más apetecible. Las chiquillas solteras suspiraban al verlo, y las casadas no podían sentir otra cosa que decepción cuando lo comparaban con sus maridos. Los hombres, por su parte, sabiendo que obtendrían buenas ganancias, se desesperaban por cerrar algún trato con él. Se lo conocía como hombre de palabra y tenía fama de enriquecer a sus socios. Pero todo el mundo sabía de su rudeza y rapidez con el facón. No era fácil amedrentarlo, y se comentaba que muchos habían pasado por el filo de su cuchillo. Sus peones no sólo lo respetaban: le temían como al mismo demonio. Decían que era severo y exigente y que no dudaba en castigarlos muy duramente cuando no cumplían sus órdenes a rajatabla. No se le conocían amigos, y él tampoco mostraba ansiedad por hacer demasiadas migas con los porteños. Era atento, educado y devenido, pero no pasaba de eso.

A ciencia cierta, era poco lo que sabían de él. Que era el protegido del gobernador Rosas, un lince para los negocios, y muy rico. Su origen y su pasado se mantenían en una nebulosa; tal vez nadie deseaba conocer realmente su historia, intuyéndola no muy santa. Se habían tejido tantas anécdotas alrededor de de Silva como mujeres había en Buenos Aires. Hasta los varones tenían sus propios cuentos.

Esa noche, Mercedes lo notó nervioso y se extrañó. Siempre receloso y cauto, era el tipo de persona que nunca revelaba sus sentimientos.

La mujer sesgó sus labios; creía conocer el motivo de su inquietud.

Fiona necesitaba un poco de aire. Ya había soportado demasiado de aquella tertulia.

El patio de la vieja casona sería su salvación. Cruzó los pasillos dejando atrás el sonido de la música, el incansable murmullo de la gente, el humo de los cigarros, y el aroma —medio repugnante ya— de las esencias que se quemaban en los pebeteros de la sala.

El choque con la brisa helada la recompuso bastante. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Instantes después, soltó el aire por la boca con lentitud.

La noche era fría pero espléndida. Permaneció largo rato observando la luna, que se asomaba bajo el arco del aljibe. Luego, se acercó al pozo de agua y se reclinó sobre su pared de mármol. Allí se quedó, mirando el cielo, cerrando los ojos de tanto en tanto. No supo cuánto tiempo permaneció así. Quizá se quedó dormida unos minutos y después se despertó. De pronto, sintió frío; tal vez debía regresar a la fiesta. "Así nunca conseguirás esposo, Fiona Malone", se dijo, sonriendo.

—¡Fiona, aquí estabas! Hace rato que llevo buscándote. ¿Qué hacías aquí, sola? ¡Uuuyyy! ¡Pero si está helado! Vamos, entremos.

Camila la tomó por el brazo, y prácticamente la obligó a ingresar a la mansión.

—¿Lo viste?

—¿A quién? —inquirió Fiona.

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