Boneshaker (40 page)

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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

BOOK: Boneshaker
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Y entonces se abrió la puerta.

Capítulo 22

Briar contuvo el aliento sin apartar la vista.

La máscara del doctor Minnericht era tan elaborada como la de Jeremiah Swakhammer, pero no le hacía parecer un animal mecánico, sino más bien un cadáver con mecanismo de relojería, con un cráneo de acero formado de diminutos tubos y válvulas. La máscara lo cubría todo desde la coronilla a sus clavículas. La placa frontal incluía unos anteojos tintados de un profundo matiz azul, pero iluminados desde dentro, de modo que daba la impresión de que sus pupilas estaban en llamas.

Por mucho que se esforzara, no podía ver su rostro. No era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Todo su cuerpo estaba cubierto por un abrigo, casi un guardapolvo, pero de terciopelo granate oscuro.

Fuera quien fuera, la estaba mirando fijamente, igual que ella a él. El sonido de su respiración se filtraba a través de los conductos de su máscara, produciendo una minúscula melodía de silbidos y jadeos.

—¿Doctor Minnericht? —dijo Lucy—. Te agradezco que me hayas recibido. Te presento a una nueva amiga. Ha venido en la Naamah Darling, y me ayudó a llegar hasta aquí, dado que el brazo me está dando problemas de nuevo.

—Lamento oír lo de tu brazo —dijo el doctor, pero sin apartar la vista de Briar. Su voz estaba alterada, como la de Swakhammer. Sin embargo, el efecto no era tanto el de hablar a través de un bote de hojalata, sino más bien el soniquete de un viejo reloj funcionando bajo el agua.

Entró en el taller cálidamente iluminado, y Lucy parloteó nerviosamente mientras el doctor cerraba la puerta tras de sí.

—Se llama Briar —dijo—, y está buscando a su hijo. Esperaba que quizá tú lo hubieras visto o supieras algo de él, dado que tienes tantos hombres por las calles.

—¿Puede hablar por sí misma? —preguntó, casi con inocencia, el doctor.

—Cuando le apetece —respondió Briar, y no dijo nada más

El doctor no se relajó exactamente, pero adoptó una postura deliberadamente imperturbable bajo su enorme abrigo. Gesticuló hacia la mesa, invitando a Lucy a sentarse en el banco que había junto a ella y a que colocara el brazo sobre la superficie para que pudiera echarle un vistazo.

—Toma asiento, señorita O’Gunning, ¿quiere?

Detrás de la puerta había una caja que Briar no había visto antes. El doctor la cogió y se acercó al sitio en el que Lucy se había sentado. Briar se apartó de ambos, sin separarse de los abarrotados muros, hasta llegar a un punto despejado junto a una ventana.

Era un juego horrible, preguntarse si él lo sabría, y preguntarse si iba a decir algo o no. Ella, desde luego, estaba segura, o casi segura: no era Leviticus Blue. Estaba tan segura ahora que lo tenía ante sí como antes de ponerle la vista encima, pero no podía negar que se conducía con una especie de contoneo controlado que le resultaba casi familiar. Y cuando hablaba, en su voz había una cadencia que había oído antes en algún sitio.

Minnericht abrió la caja hebilla a hebilla, y después añadió un par de lentes articuladas a la placa frontal de su máscara.

—Déjame echar un vistazo —dijo, como si no tuviera intención de hacerle ningún caso a Briar—. ¿Qué le has hecho esta vez?

—Podridos —dijo Lucy, con voz temblorosa.

—¿Podridos? No puedo decir que me sorprenda.

Briar se mordió la lengua para no decir: «Claro que no te sorprende, tú eres el que los envió».

—Estábamos marchándonos de Maynard’s cuando Hank enfermó —murmuró Lucy—. No tenía bien puesta la máscara, y nos metimos en líos. Tuve que abrirme paso hasta las criptas con la ayuda de Briar.

El otro emitió un sonido tras su máscara que sonó como la amable regañina de un padre preocupado.

—Lucy, Lucy. ¿Y tu ballesta? Cuántas veces tengo que recordártelo: este brazo es un artefacto muy delicado, no una cachiporra.

—La ballesta… no la tenía… no tuve tiempo. Todo ocurrió tan rápido, ya sabes… creo que la perdí.

—¿La has perdido?

—Bueno, estoy segura de que está ahí abajo, en algún sitio. Pero cuando pude ponerme en pie de nuevo, ya no estaba. La buscaré otro día. Seguro que aún está de una pieza. —Se estremeció cuando el doctor abrió el panel de su brazo y comenzó a manipular el interior con un largo y delgado destornillador.

—Has dejado que alguien más meta mano aquí —dijo el doctor, y Briar oyó el fruncimiento de ceño que no pudo ver.

Lucy parecía estar a punto de echar a correr, pero se mantuvo inmóvil y casi lloriqueó:

—Fue una emergencia. No funcionaba, solo daba espasmos y se sacudía, y no quería hacer daño a nadie, así que dejé que Huey echara un vistazo.

—¿Huey? —repitió el doctor—. Te refieres a Huojin. He oído hablar de él. Se está ganando toda una reputación por allí, según tengo entendido.

—Tiene mucho talento.

Sin apartar la mirada de su trabajo, el doctor dijo:

—Me interesa mucho el talento. Deberías traerlo aquí. Me gustaría conocerlo. Pero, cielos, fíjate en esto. ¿De qué está hecho este tubo, Lucy?

—Yo… no lo sé. —Lucy se había quedado sin palabras, pero Minnericht aún no había dado carpetazo al asunto.

—Ya entiendo lo que intentaba hacer. Pero claro, no sabía qué clase de calor puede generar la fricción interna, así que no podía saber que no funcionaría. Aun así, me gustaría conocerlo. Sería un pago justo, ¿no crees, Lucy?

—No sé. —La voz de Lucy sonaba como si se estuviera ahogando—. No sé si su abuelo le dejará…

—Entonces, trae también a su abuelo. Cuantos más seamos, más nos reiremos, ¿no? —Sin embargo, a Briar no le parecía motivo de risa; solo deseaba que el vagón fuera algo más espacioso, para poder alejarse un poco más de esa presencia.

—Señorita Briar —dijo Minnericht, centrando su atención repentinamente en ella—. ¿Puedo pedirle un pequeño favor?

—Claro —dijo Briar. Tenía la garganta demasiado seca para mantener la fachada de frialdad.

Minnericht señaló un lugar con el destornillador.

—Detrás de usted, allí. Si se da la vuelta, verá una caja. ¿Podría traérmela, por favor?

La caja era más pesada de lo que parecía, y Briar habría preferido estampársela en la cabeza antes que entregársela; sin embargo, la levantó de la mesa y la llevó junto al doctor. A su lado había un espacio despejado en el banco, así que la dejó allí y retrocedió de nuevo.

Minnericht seguía sin mirarla.

—¿Sabe, señorita Briar?, no puedo morderle a través de esta máscara.

—Ya me lo imaginaba —dijo ella.

—Me veo obligado a preguntarme qué le ha contado mi querida Lucy de mí para que se ponga tan lejos. ¿Quiere sentarse?

—¿Quiere decirme usted si ha visto a mi hijo?

La mano del doctor se inmovilizó, y el destornillador se quedó congelado a mitad del movimiento. Lo bajó de nuevo, lo retorció, y cogió un nuevo tubo de la caja.

—Lo siento. ¿Estábamos hablando de su hijo?

—Creo que lo he mencionado.

—¿He dicho que lo haya visto?

—No —admitió Briar—. Pero tampoco ha dicho que no lo haya visto. Así que perdóneme si soy demasiado directa.

Minnericht cerró el panel que exponía las entrañas del brazo de Lucy, que lo puso a prueba. Su rostro mostró un profundo alivio cuando vio que funcionaba como debía. Levantó los dedos por separado, uno a uno, como si estuviera contándolos, y después torció la muñeca hacia delante, hacia atrás, y hacia ambos lados.

El doctor se deslizó de costado, pivotando sobre su cadera para encararse con Briar sin ponerse en pie.

—¿Les ha preguntado a los piratas? El capitán Cly… de la Naamah Darling, ¿verdad? Ve y oye más que la mayoría de la gente. Quizá se deba a lo increíblemente alto que es.

—No diga tonterías —dijo Briar, y se odió a sí misma por ser tan grosera y de manera tan infantil. No le serviría de nada, y no lo convencería para que la ayudase, pero estaban jugando a un viejo juego, y Briar no conocía otra manera de jugar. Estaba enfadada, y asustada también, y en esas condiciones se convertía en una persona que no le gustaba—. Se lo pregunté, y le pregunté a todos los viajeros que encontré y que quisieron hablar conmigo. Nadie lo ha visto ni ha oído hablar de él, lo que no resulta extraño, dado que llegó a través de los túneles de desagüe, no por el cielo.

Una diminuta alteración de las oscilantes luces azuladas tras su máscara sugirió que el doctor había arqueado una ceja.

—Entonces —dijo—, ¿por qué no hizo usted lo mismo? Sin duda habría sido una entrada mucho menos… traumática en nuestra hermosa ciudad.

—El terremoto de la otra noche. Derrumbó el túnel, y tuve que venir por otro camino. Créame, dejarse caer trescientos metros por una tubería y aterrizar en un horno no es mi idea de una excursión divertida.

—No son trescientos metros —murmuró el doctor—. Solo unos doscientos. Pero me alegra saber lo que le ocurrió al túnel. Tendré que repararlo, y cuanto antes, mejor. Me sorprende que sea usted la primera en decir algo al respecto. Hubiera pensado…

Fuera lo que fuera lo que iba a decir, prefirió decir, en cambio:

—Me encargaré de que lo arreglen. Pero dígame, señorita Briar, ¿cómo planeaba salir de la ciudad? Si sabía que el túnel se había derrumbado, ¿cómo planeaba sacar a su hijo de aquí?

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó Briar bruscamente, obligándolo de nuevo a cambiar de tema.

La respuesta de Minnericht pareció casi demasiado teatral para encerrar significado alguno:

—¿Qué le hace pensar que lo sé?

—Porque, si no lo supiera, ya lo habría dicho. Y si sabe dónde está, y me está haciendo perder el tiempo de esta manera, debe de quererlo para algo…

—Señorita Briar —la interrumpió Minnericht, en voz más alta de lo que parecía estrictamente necesario. La fuerza de su voz, cargada de extraños matices y campanas de bronce, la hizo callar de una manera que la aterrorizó—, no hay necesidad de emplear tanta brusquedad. Si quiere, podemos hablar de su hijo, pero no pienso someterme a sus acusaciones, o a sus exigencias. Ahora es usted una invitada en mi hogar. Siempre que se comporte con educación, podrá esperar que la traten de igual manera.

Lucy respiraba a jadeos frenéticos y asmáticos que contaban el tiempo como el segundero de un reloj de bolsillo. Seguía sentada en el banco, y ya no parecía capaz de ponerse en pie en absoluto. Su piel estaba casi verde a causa del miedo, y Briar pensó que iba a vomitar en cualquier momento.

Pero no lo hizo, por ahora. Guardó la compostura, y dijo:

—Briar… creo que… por favor, creo que deberíamos tratar de no perder la calma. No hay por qué comportarse así. Como ha dicho, somos sus invitadas.

—Ya lo he oído.

—Entonces te pido que me hagas este favor y aceptes su hospitalidad. Dice que podéis hablar, así que hacedlo. Lo único que te estoy pidiendo, como te lo pediría una madre, es que vigiles tus modales.

La manera en que le pedía contención no era en absoluto propia de una madre; más bien era el temeroso intento de un niño de apaciguar a sus padres que discuten a gritos.

Briar se tragó lo que iba a decir. Le llevó un momento hacerlo; estaba conteniendo muchas cosas que quería decir a gritos. Y después dijo, con palabras medidas hasta el milímetro:

—Me gustaría tener la oportunidad de hablar con usted. Ya sea aquí, en su casa, como su invitada, o en otro sitio. Me es indiferente. Pero solo he venido aquí por un motivo; no a hacer amigos, ni a ser un huésped agradecido. He venido a buscar a mi hijo, y hasta que lo encuentre, tendrá que perdonarme si no presto demasiada atención a mis modales.

Las luces azules tras la máscara del doctor, esas protuberancias de luz que hacían las veces de ojos, no parpadearon, ni siquiera se movieron.

—Lo entiendo —dijo—, y estoy dispuesto a disculpar sus modales. —E, inmediatamente después, se oyó un leve sonido metálico cerca de su pecho.

Por un loco instante, Briar pensó que quizá se tratara de su corazón, un mecanismo implantado en su torso sin pizca de alma o sangre; sin embargo, sacó un reloj dorado y circular de un bolsillo, le echó un vistazo y emitió un pequeño gruñido.

—Señoras, se está haciendo tarde. Permítanme que les facilite aposentos para pasar la noche. Esto no son las criptas, pero espero que sea de su agrado.

—¡No! —dijo Lucy, en voz demasiado alta, y con excesiva urgencia—. No, no queremos causarte molestias. Ya nos marchamos.

—Lucy —dijo Briar—, voy a quedarme hasta que me diga lo que sabe sobre Zeke. Y me quedaré como invitada, si eso es lo que quiere. Pero tú no tienes que hacerlo, si no quieres —añadió. Miró a los ojos de Lucy con lo que esperaba que fuera una mirada llena de significado, y dijo en voz baja—: No me lo tomaré como algo personal si prefieres volver, ahora que tu brazo está bien.

En el rostro de Lucy había algo más que tan solo miedo. También había sospecha, y una curiosidad demasiado poderosa para que el temor la extinguiese.

—No te dejaré aquí sola —dijo—. Y, de todos modos, no quiero volver sin compañía.

—Pero podrías hacerlo, si no quedara más remedio. Me alegra que estés a mi lado —dijo Briar—, pero no te pediré que te quedes si no quieres hacerlo.

Minnericht se puso en pie de nuevo. Briar estaba ahora más cerca de él, y no pudo decidir si era igual de alto que Levi, o si se parecía físicamente a él.

—A decir verdad, Lucy —dijo—, me gustaría que me hicieras un favor.

—Has dicho que querías que te trajera a Huey, y que eso ya sería suficiente pago por arreglarme el brazo. —La idea de hacer algo más por él no parecía en absoluto del agrado de Lucy.

—Y me he dado cuenta de que no te has comprometido a nada —dijo Minnericht con cierto desagrado—. Pero eso da igual. Lo traerás aquí, o desearás haberlo hecho. Pensaba que le tenías cariño a Maynard’s, Lucy. Pensaba que era un lugar valioso para ti, que querrías conservarlo.

—Eres un bastardo —escupió Lucy, olvidando sus propios modales a la luz de amenazas tan descaradas.

—Seré un bastardo y seré cosas peores, si me apetece. —Briar creyó ver una cortina descorriéndose; podía ver una máscara alejándose lentamente, incluso mientras la suya parecía clavada a su rostro—. Mañana, o pasado, me traerás a Huey, para que podamos hablar tranquilamente. Y esta noche vas a ir a mi fuerte.

—¿Decatur? —preguntó Lucy, como si esa perspectiva la sorprendiera genuinamente. A Briar no le gustó cómo habló Minnericht del lugar, como si le perteneciera.

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