Authors: Arturo Pérez-Reverte
Volviéndose a mirar, Marrajo ve asomar por el lado izquierdo de la porta, poco a poco, inquietantemente cerca, primero la popa y luego la banda de babor pintada a franjas amarillas y negras, los palos con todas las velas desplegadas, de un navío inglés de dos puentes que navega en rumbo convergente con el
Antilla
. Y don Ricardo Maqua también lo ha visto.
–¡A desarbolar!… ¡En el balance a estribor!… ¡A mi orden!
Marrajo mira, fascinado, las portas abiertas en los costados del navío inglés, por cada una de las cuales asoma la boca de un cañón. Le parecen muchas y mortales. Aún tiene esas dos palabras en la cabeza (muchas, mortales) cuando se da cuenta de que de las portas bajas del inglés, y luego de las altas, acaba de brotar una cadena de fogonazos y humo blanco, como en el estallido de una sarta de triquitraques de feria. Tacatacatá.
–¡ No os mováis!… ¡ Atentos!
Marrajo nunca había imaginado que las balas se vieran venir en el aire. Porque por sus muertos que las ve. Un instante después de los fogonazos y la humareda, columnas de piques de agua se levantan ante la batería, algunas balas pasan altas, raaaca, como si el aire se hubiera vuelto sólido y lo rasgaran, y otras se convierten en una sucesión de impactos, de golpes encadenados que hacen estremecerse el costado del
Antilla
de proa a popa. Algo grande y sólido cruje arriba, sobre la cubierta de la segunda batería, y unos cuantos hombres de los cañones respingan sobresaltados, mirándose unos a otros con cara de espanto. Ojalá y la Virgen del Carmen, exclama uno. Echando llamas con la mirada, el teniente de fragata Maqua levanta el sable, y el teniente joven se santigua y lo imita.
–¡Ahora!… ¡En el balance!… ¡Fuego!… ¡Fuego! El artillero Pernas cierra un ojo, apunta, da un tirón a la llave, se aparta a la izquierda para evitar la cureña en el retroceso, y el enorme cañón se encabrita haciendo rechinar las trincas, soltando un estampido ensordecedor, pumba, hace, que resuena enorme en las entrañas mismas de Nicolás Marrajo. De pronto el estampido parece doblarse y triplicarse y hacerse interminable, corriendo a uno y otro lado, a lo largo de toda la batería, mientras la brisa trae para adentro chispas de pólvora, pavesas de tacos ardiendo y humo blanco y áspero que ciega y hace toser como si el infierno se diera un garbeo por tus pulmones. El puto sotavento (recuerda Marrajo que predijo Pernas) nos traerá toda la mierda a la cara. Y vaya si la trae.
Toe, toe. Alguien le golpea fuerte el hombro, y cuando se vuelve a mirar ve la cara desencajada del cabo que grita palabras que no puede oír, porque el zurriagazo le ha dejado los tímpanos hechos una piltrafa, más o menos como el parche flojo de un tambor; pero comprende, por las señas, que el otro le está diciendo que lleve el cartucho a los que están en la boca del cañón, joder, muévete, hijo de puta, el cartucho, el cartucho. Así que, tras tropezar con la espalda encorvada de uno de los hombres que acaban de destrincar la cureña y la empujan para atrás, alejando la boca de la porta, Marrajo va hasta allí, donde dos de los reclutas con pinta de campesinos (ha olvidado sus nombres) meten el rascador y la lanada en la boca humeante, se apartan, alguien arrebata de las manos de Marrajo el cartucho, lo mete dentro, otro mete una bala, el soldado de artillería embute un taco y aprieta a fondo con el atacador. Otro empujón a Marrajo, que se aparta, confuso. Algo hace raaaaca, raaaca, raaaca, más crujidos arriba, en cubierta, amortiguados en los maltrechos tímpanos de Marrajo. También fogonazos enfrente, y luego unos pumba, pumba, pumba, pumba, que más que oír los siente retumbar adentro, en el corazón y el estómago. La tablazón se estremece de nuevo. Chof, plash. Un cañonazo pega justo debajo de la porta, arrojándoles por ella un chorro de agua fría.
El cañón está a punto de caramelo. Aprovechando los balances de la cubierta, Pernas y los otros tiran de los palanquines para ponerlo de nuevo en batería, y Marrajo los ayuda a empujar como puede, despellejándose los dedos sin saber cómo. Un chiquillo con la cara tiznada como sí saliera de donde Pepa la del Carbón, el paje de la pólvora de apenas once o doce años, aparece a su lado, ágil como un monito, y le pasa dos cartuchos que Marrajo, tras mirarlo unos instantes, desconcertado por ver de pronto a un niño en mitad de aquella locura, sujeta uno bajo cada brazo, y está a punto de dejarlos caer cuando lo empujan de nuevo, haciéndolo apartarse justo a tiempo para que la rueda de la cureña no le aplaste los pies. Criiic. Y ahora oye, por fin. Primero ese chirrido de la cureña, después un rumor extraño que al final resulta ser el batir del tambor que redobla junto a la mecha del palo mayor, ran, rataplán, tan, tan, y luego la voz del teniente chinorri, el tal Sandino, que grita como si hubiera perdido los papeles, fuego, fuego a discreción, fuego como si lo estuvieseis jiñando, maldita sea. Jesús con la criatura. Y al mirar otra vez por la porta, Marrajo ve la banda pintada a franjas amarillas y negras del navío inglés a medio tiro de cañón, tan cerca que le parece poder tocarla con la mano. Tan ahí mismo que acojona. Y en ésas, el artillero Pernas se agacha de nuevo tras el cascabel, y todos se apartan, incluido Marrajo, que está cada vez más al loro, y el cañón pega otro salto que parece a punto de partir las trincas, y puuumba, allá va, y esa vez sí se ve perfectamente cómo el cebollazo pega en la banda del inglés, datadas, llevándose un pedazo del pasamanos, y todos los de la pieza aullan de entusiasmo porque al fin les han dado algo para entretenerse a esos hijos de la gran puta, su propia medicina, joder, casacón, tú que sabes de la mar, ¿eso es pulpo o calamar? En ese momento otras piezas de la batería encadenan sus disparos, pumba, pumba, pumba, corriéndose el fuego hacia proa y hacia popa, pumba, pumba, y la humareda oculta al enemigo y a los amigos, y cuando ésta se disipa los hombres ya están limpiando, cargando, empujando de nuevo el cañón hacia la porta, más coordinados y seguros que antes, porque a la fuerza ahorcan, y hasta a una pajarraca como aquélla terminas cogiéndole el tranquillo. Chupao parece ahora. Y Marrajo, que empieza a notar un singular sentimiento, algo parecido al afecto, o así, por los hombres que pelean a su lado, respirando la misma pólvora, ciscándose entre dientes en el mismo Dios, o rezándole (a fin de cuentas es lo mismo), tiene el torso tan cubierto de sudor que parece lloviera de los mamparos, y grita de júbilo como todos, aupa, tíos, leña al mono hasta que hable chino, cuando tras el humo ve que en la banda del perro inglés hay ahora media docena de agujeros e innumerables astillazos, y que una de sus vergas grandes cuelga atravesada, con la vela suelta y medio caída sobre cubierta.
–¡Vivaspaña! – aulla enronquecido don Ricardo Maqua-. ¡Ya son nuestros!… ¡Fuego!… ¡Vivaspaña!
Vivaspaña, se oye gritar a sí mismo Nicolás Marrajo, estupefacto de oírse, mientras pasa un nuevo cartucho a sus compañeros. Cágate, lorito. Yo gritando eso, coreando a este cabrón. Y lo mismo que él, Curro Ortega (que además de gritar vivaspaña grita de vez en cuando viva Cai) y todos aquellos infelices, los soldados que acuden a disparar por las portas, los reclutas de leva, los campesinos sacados de sus casas, los mendigos, la chusma arrancada de tabernas, hospicios y penales que ahora se afana en torno a los cañones, asomados a la boca misma del infierno, corean con rugidos que sí, que vivaspaña, cagüensanpedro y cagüentodo, joder, Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores. Y lo gritan, y lo dicen, y lo murmuran borrachos de pólvora, espantados tanto del enemigo como de sí mismos, mientras empujan los cañones, meten las balas y disparan una y otra vez, ciegos, ensordecidos, desesperados ahora y en la hora de nuestra muerte, amén, con la certeza súbita de que sólo el más salvaje, el más cruel, el que cargue y dispare y blasfeme y rece con mayor rapidez y eficacia, podrá sobrevivir a la jornada. Resumiendo: gritan vivaspaña, pero pelean por su pellejo. O a lo mejor es que, en ese momento, España es precisamente eso: su pellejo, el de los compañeros que están allí tiznados de pólvora como ellos. El tambor que redobla junto a la mecha del palo mayor. La madera movediza que pisan y defienden. Y allá, lejos, la casa, el barquito de pesca, la taberna, la plaza, el sembrado al que anhelan volver. La familia, quien la tiene. El odio que sienten hacia ese arrogante navío enemigo que se interpone entre ellos y quienes, en tierra, los esperan.
–¡Hay otro casacón ahí!
Marrajo mira por la porta. El navío con el que combaten se encuentra ya por el través de estribor, a poco más de un tiro de fusil. Una segunda popa y nuevas velas surgen por su proa, sobre otro casco pintado a franjas negras y amarillas. Recristo, piensa el gaditano. Nos estamos metiendo (alguien nos está metiendo) en mitad de la línea enemiga. Todavía contempla asombrado la nueva aparición, cuando un doble reguero de fogonazos recorre a todo lo largo el costado del primer inglés. Creo en Dios padre todopoderoso, murmura alguien a su lado. Creador del cielo y de la tierra. Entonces llega la andanada. Viene baja. La gruesa tablazón del navío español se estremece, encajándola con ensordecedor crujido. Una nube de astillas, pernos y fragmentos de metal revienta dentro de la batería. Una de las balas entra limpiamente por la porta, mata a Curro Ortega y decapita al cabo Pernas.
Pumba, pumba, pumba. Apoyado en la balayóla de la toldilla, sintiendo estremecerse bajo sus pies el barco al recibir los impactos de las balas inglesas (cada balazo duele como si te lo sacudieran en los huevos), don Carlos de la Rocha echa un vistazo por el catalejo, lo cierra y lo aparta, desolado. Ante la proa del
Antilla
, que ahora navega rumbo sudeste amurado a estribor con gavias y juanetes, el campo de batalla es una inmensa neblina blanca y gris, punteada de fogonazos y con espirales de humo que se enroscan en torno a un bosque de palos desmochados y velas cribadas de agujeros. Pumba. La mayor parte de la escuadra aliada está inmóvil, batiéndose paño a paño con los navíos ingleses que siguen arribando sobre ella como si tal cosa. Españoles y franceses, sin distinción de bandera, procuran apoyarse mutuamente con sus fuegos; pero hacia barlovento, rebasada la retaguardia británica, los cuatro buques franceses de la división Dumanoir siguen alejandose del combate, ciñendo el viento cuanto pueden tras cambiar un breve cañoneo con el enemigo. Aurrevoire, o como se despidiera Voltaire echando el chapeau al aire. Quien huye hoy puede pelear mañana, dicen. O nunca. En cuanto a los que arribaron sobre la línea de batalla, el
Intrepide
del comandante Infernet lucha con dureza intentando socorrer a su buque insignia, el
Bucentaure
, y el español
Neptuno
del brigadier Valdés se bate desesperadamente con dos navíos ingleses que le cortaron el paso cuando se dirigía en ayuda del
Santísima Trinidad
. Pumba, pumba. Requetepumba. En un momento, bajo el intenso fuego enemigo, el
Neptuno
pierde el mastelero de velacho y media cofa del trinquete, con un montón de obenques yéndose a tomar por saco. Esta vez, piensa Rocha con amargura, Cayetano Valdés no va a poder repetir su hazaña del cabo San Vicente, cuando con el
Pelayo
salvó al
Trinidad
de caer en manos inglesas. Ni harto de sopas. Ya será para darse con un canto en los dientes si, tal como está el patio, consigue salvarse él.
–Con su permiso, mi comandante. Debería usted bajar al alcázar.
Por lo menos, piensa Rocha, el teniente de navío Oroquieta no pierde las maneras. Ha dicho debería usted bajar, mi comandante, con su permiso, en vez de vamonos de la toldilla antes de que nos hagan fosfatina. Porque lo cierto, concluye, es que la elevada popa del navío se ha vuelto un lugar peligroso de narices. A excepción de Oroquieta, el primer piloto Linares, el teniente Galera, los dos guardiamarinas y el patrón de bote Roque Alguazas, todo el mundo se encuentra de rodillas o tumbado en el suelo, cumpliendo órdenes del comandante: los artilleros de las carroñadas (inútil arriesgarlos aún, a esta distancia del enemigo) y los veinte granaderos selectos de infantería de marina que el teniente Galera hizo subir hace rato, ahora agazapados alrededor del palo de mesana con sus correajes blancos, sus mosquetes y su impasible, ellos sí, disciplina profesional. Raaca, clac, clac. A medida que se acercan a la línea de ataque inglesa, las balas y las astillas vuelan por todas partes. El
Antilla
, que más o menos seguía las aguas del
Neptuno
, ha visto cómo la línea enemiga se cerraba ante su proa. Por eso Rocha acaba de ordenar ceñir el viento un poco más, apuntando a un claro que hay entre los dos últimos barcos de la retaguardia de Nelson. Cortar a los cortadores. De esa forma aliviará la presión que soporta el navío de Valdés y podrá intentar, si consigue verse al otro lado, arribar luego para caer sobre los enemigos que acosan al
Trinidad
. Tales son los cálculos mentales de líneas, ángulos y rumbos que en ese momento ocupan su cabeza más que los avatares inmediatos de la acción, y que deben permitirle, en función del viento y las velas (o lo que de éstas quede dentro de un rato), lograr que las tres mil toneladas de madera y hierro que tiene bajo los pies se muevan con eficacia a través del combate. A fin de cuentas, a estas alturas de los tiempos, un buque de guerra es una máquina compleja, un taller flotante hecho para luchar, sujeto a reglamentos y a ordenanzas, donde los hombres trabajan y mueren como autómatas sin otra responsabilidad que la lealtad y la competencia. – ¡Ahí viene otra, mi comandante!
Oroquieta aún está diciéndolo (Rocha se ha vuelto a mirar, fascinado, el reguero de fogonazos en el costado de babor del inglés más próximo) cuando la nueva andanada sacude al
Antilla
de arriba abajo. Con el corazón encogido y las mandíbulas crispadas, el comandante alza el rostro y comprueba que, aparte algunas drizas cortadas y muchas astillas en la arboladura, por lo alto aguanta todo. Gracias a Dios, murmura para sí. Y eso es lo que importa de momento; porque, desarbolado, el navío se convertiría en una boya a la deriva, incapaz de maniobrar y a merced de las baterías enemigas. Sentenciado. Exactamente lo que le está sucediendo a la mayor parte de los navíos franceses y españoles que combaten a la vista.
–Linares.
–A la orden de usía, señor comandante.
Rocha le señala al primer piloto (alférez de fragata Bartolomé Linares) el hueco entre la proa y la popa de los dos navíos ingleses más próximos, que cierran la fila de ataque enemiga.