Cada hombre es una raza (10 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

BOOK: Cada hombre es una raza
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—¿Qué vimos? Vimos que la lengua se le salía fuera de la boca, que se paseaba sola, separada del cuerpo.

Los oyentes no dudaban. Ya imaginaban esa lengua vagabundeando, húmeda, escupidora. ¿Hablaba? ¿Lamía? ¿Besaba? Nadie lo podía confirmar. En los rumores de la noche, sin embargo, todos veían en todo pura obra de la lengua errante.

¿Y sobre el perro? Junto al paradero incierto del dueño, el cárnido nunca se alejaba del suelo. Sólo se levantaba cuando el dueño se acercaba. Para los demás, aunque fueran sombras, él tenía los dientes listos, profesionales. Pero no ladraba: ¡piaba con la voz de los búhos! No era semejanza de voz, no. Eran hablas iguales, gemelas-gemidas. El perro ladrepiaba. Y así, perro y dueño, mutuos olfateaban las mañanas. ¿Qué buscaban? ¿Sería algo?, ¿sería a alguien? No se podía saber mucho: todos se alejaban, temedrosos, siempre que hombre y animal se aproximaban. En gran medida por culpa del perro: de los morros le salía una baba verde espumosa, de una maldad consagrada. Lo habían visto morder a un cabritillo. El pobre animal no duró en este mundo. Primero, se le deshicieron los cuernos. No se le cayeron, dobles y firmes. No. Se consumieron, líquidos, derramados. Después, el color del cabrito se enfrió y los pelos se echaron a volar, plumas de ceniza al viento. Sin pelo, menos denso que una nube, el rumiante reculó hacia dentro del cuerpo. Y acabó vaciado, polvo, cerniduras de animal.

Todos coincidían: el perro volaba. Así se explicaban esos píos. El animal se volvía lechuza en la copa de los árboles, la baba goteaba quemando hojas y ramajes. La escupida echaba hervores en el suelo y paría humos azulentos.

Los días se descontaban en los gastos de la vida. El lugar seguía siendo soledumbre. Empezaron, entonces, las extrañas desapariciones. Los campesinos, uno tras otro, dejaban de constar. Parecía que eran arrojados a un hondo abismo. El miedo era motivo de mucha duración, exclusiva de las almas. En la noche, en el regazo de la hoguera, se juntaban los susurros. Los más viejos sacaban antiguas maldiciones: nosotros somos
amafengu

, el pueblo hambriento que busca cómo vivir, pobres que les piden a los pobres. Este forastero es recuerdo de los tiempos de persecución.

—¿No será Amangwane?

Hablaban del guerrero zulú, autor de sangre y de matanzas. Un estremecimiento agitó a la asamblea. El pasado: ¿alguien lo entierra con suficiente hondura? Las siluetas se tullían, con pinceladas de luz. Hasta que, en cierta hoguera, se levantó Chimaliro, el cazador. Tenía el rostro severo, las arrugas muy marcadas. Incluso antes de hablar impuso mucho silencio.

—Yo voy a darle muerte a esa sombra.

Fue como anunciar que había una serpiente: se deshizo la rueda, la cascada de voces se detuvo. Chimaliro hinchó en el pecho la promesa de traer la cabeza del dueño junto con la piel del perro.

El cazador partió, gota en el paisaje. Toda la aldea se reunió para desearle suerte, los tambores tocaron mientras él se perdía en la inmensidad de los matorrales. Los días pasaron veloces, y el cazador sin regresar. Las voces seguían la dilación del tiempo:

—¿Chimaliro ya volvió?

Nada, no había vuelto. Murima, mujer del cazador, se cerraba ya en una cóncava viudez. Cierta mañana, Murima salió finalmente de su casa. Lo extraño, sin embargo, era que ella llevaba un pareo amarrado a la espalda. Dentro del tejido se entreveían las redondeces de un recién nacido. La aldea se interrogaba: ¿qué criatura traería ella consigo? Si no tenía ningún hijo, ¿entonces qué cuerpecito llevaba Murima a cuestas? Los ojos se alargaban, ávidos de una explicación. En las hogueras, los rumores llenaban las noches.

—Ese que lleva en la espalda no es ningún bebé. Es su propio marido, Chimaliro.

Hubo primero quien lo dudara. ¿El cazador de ese tamañito? Sí, sucedió como castigo. ¿Quién le mandó enfrentar al intruso? Cómo sucedió fue una historia que nadie vio pero que todos sabían. Cuando el cazador y la presa se clavaron la mirada, Chimaliro vio que las manos le menguaban. Como si fueran de tortuga, piernas y brazos entraban en el vestuario. Sintió una calentura que le iba subiendo. Por dentro, los huesos se quemaban y se derretían. Chimaliro disminuía. Intentó huir y no pudo. El suelo le parecía enorme, el bosque interminable. Deambuló sin destino hasta que la mujer lo recogió en aquel estado de miniatura. Ella entonces le limpió los mocos y se lo llevó a casa.

El hechizo de Chimaliro había dejado la esperanza sin aliento. Muchos se metieron en el matorral intentando escapar de la desesperación. En todos se renovaba el recuerdo de antes, las sufridas persecuciones. El viejo Nyalombe, entonces, convocó a la gente. Se juntaron los sobrevivientes para oír su palabra.

—No hay guerra que podamos ganar con este enemigo.

Que sirviese de algo la lección de Chimaliro, ejemplo de que el valor sin sagacidad es simple osadía. Este enemigo nos va a vaciar, ya estamos de viaje hacia el pasado. Y vaticinaba: habría de llegar la noche más larga, tan extensa que los vivientes olvidarían el color de las madrugadas. La oscuridad tardaría tanto que los gallos enloquecerían y las estrellas caerían de cansancio. La multitud ya imaginaba esa noche sin tregua. En los árboles se preveían los pájaros, apiñados, en espera de la distante madrugada. Tanto que arriesgaban olvidar sus diurnos gorjeos. Las flores rehusaban abrir sus pétalos, como aguardándose a sí mismas.

Los presentes se arrimaban, el miedo era caudillo absoluto. Pero, en el sereno momento, el viejo Nyalombe estiró el brazo:

—Sólo ella nos puede salvar.

Apuntaba hacia la bella Jauharia. Todas las miradas se concentraban en la joven. El viejo avanzó entre los sentados e invitó a Jauharia a levantarse.

—Tú vas a encontrar a ese extranjero, le ofrecerás todo el amor del que seas capaz.

Fue un asombro cargado de rumores, de sentidas condenaciones. Finalmente, ¿la muchachita no era la novia de Nyambi? ¿No se habían comprometido con el sello de las arras? Los aldeanos levantaban un murmullo de protesta en contra del viejo Nyalombe. No, ése no podía ser el precio de la salvación: Nyambi y Jauharia eran además la única promesa, ellos casi eran los últimos, los jóvenes restantes. Los otros se habían ido a hacer su vida. Nadie tenía de ellos ninguna noticia, tal vez habían sido engullidos por el gran vacío del mundo. En aquellos novios estaba la simiente de la tribu. ¿Ofrecer a Jauharia a los apetitos del monstruo? Más valían total ausencia, postrimerías.

—¿Y cuál es tu voluntad?

Nyalombe inquiría a la hermosa muchacha. Pero ella dejaba brotar extensas lágrimas y sólo el levantar de un hombro salió de su gesto. Su novio la envolvió en sus brazos y se la llevó de ahí.

Todos reconocieron el dolor de Nyambi. Y recordaron cómo, en su adolescencia, el joven no se decidía. Pues él había tardado demasiado en la orientación de su afecto. Parecía tener el corazón en un bostezo: su deseo no parecía siquiera despuntar. Los más viejos se preocuparon: debía de ser chicuembo, maldición que pesaba sobre el muchacho. Hicieron la ceremonia para limpiar su mala suerte. Llevaron a Nyambi al centro de la aldea, pusieron un viejo gallo encima de su cabeza. Toda la noche el
cocorico

se equilibró en el redondo aseladero. En la madrugada, fueron a observar: los espolones del gallo se adentraron en la carne del chaval, la sangre le escurría por el pecho. Ahuyentaron al animal y ayudaron a Nyambi a salir de ahí.

—Ahora, se acabó la mala suerte. Tendrás tantas mujeres cuantas puede tener un gallo.

Voz del viejo Nyalombe. Pero el joven, en sí, no quería muchas. Deseaba sólo a Jauharia, esa múchachita de ojos que amansaban al mundo. Por causa de ella, las demás se volvían ninguna.

Los padres, sin embargo, advirtieron: esa niña es demasiado bonita, sus modales pertenecen a otra gente. Que él escogiera a una sin apariencia. Nyambi se negaba, fiel a su pasión. La madre se puso a conversar con él, con el fin de buscar razones:

—El problema de esa mujer es que pertenece a otra raza.

—No es negra como nosotros...

—Eso es sólo por fuera. Por dentro ella tiene otra raza.

La belleza, así completa, constituía una especie propia, alejada. Si él se obstinaba, suscitaría la irritación de los espíritus, esos que vigilaban el sosiego de la aldea.

El joven insistió. Pasados los meses ya se cumplían los mandamientos del noviazgo, mientras los dos se hacían únicos. La familia de Nyambi se resignó: al fin y al cabo, en aquel tiempo, el muchacho no tenía otra opción. Jauharia era la última, solitaria, a quien podía pretender.

La muchachita se hacía mujer, los senos le marcaban la blusa. Nyambi perdía su compostura, en el ardor de la pasión:

—¡Hoy voy a vivir muchos años!

Los dos amantes se asemejaban a dos ríos en la misma corriente. Pero cumplían el destino de todos los ríos que se desvanecen en sus propias aguas. Pues Jauharia escondía una profunda tristeza, tal vez fuera la apetencia de otro vivir. ¿Le gustaría a ella otro, ya conocido, nadie? ¿Tendría ella nostalgia de un tiempo que nunca hubo? Dudas que jamás llegaron a ninguna boca, a ningún oído. Nyambi, ahora, se interrogaba: ¿cómo podría perder a su novia, entregarla a los brazos de un malhechor? Nunca. El, si quisiera, se haría guerrero, haría frente al intruso.

—Nunca, no irás.

—Pero Nyalombe, yo no puedo dejarla ir.

El viejo sentenció: el hombre es como el pato que, en su propio pico, experimenta la dureza de las cosas. El joven accedería a las fatalidades, sin fruto ni ventaja. Aquel adversario no lidiaba con armas vulgares. Sólo la belleza de un amor lo pillaría por sorpresa.

—Pero si ella no vuelve, la aldea se muere.

—En este mundo, se morirán todas las aldeas.

El viejo se explayó: no era la aldea la que merecía salvación. Era la gente, la gente humana, esas personas que forman aldeas, familias de aldeas.

—Ahora vete, Nyambi. Y confía en que Jauharia es fuerte, capaz de doblegar al extranjero.

El joven se retiró con el corazón fustigado, arrastrando los pies.

Entonces se dirigió a casa de Jauharia. La oscuridad ya igualaba al mundo, la novia estaba en el resguardo del cañizo, sentada en una charca de anochecer. El novio salió de la oscuridad, posó el brazo sobre el hombro de Jauharia, pero ella no se inmutó:

—No vale la pena, Nyambi. Yo voy, voy a encontrarme con él.

—Pero, Jahuaria, tú sabes...

Con un ademán, ella le ordenó silencio. Quería escuchar a la aldea, despedirse de los sonidos. Él dejó caer los brazos, desistió. Y cuando, en la despedida, miró a la novia, le pareció que había mudado de rostro, extranjera también ella.

El novio fue el último en dar testimonio de la joven. En verdad, no hubo más luz certera sobre el asunto. Aunque los ojos de la aldea indagaban, en la oscuridad se esfumaban las visiones. Ni los oídos atisbaban en los rincones de la quietud. Y de esa mínima, dudable atención, se discute aún el desenlace de Jauharia.

Unos dicen que oyeron al perro piando y, después, los gemidos de la muchacha, desgarrada su carne entre los dientes de la fiera. Otros cuentan que oyeron tambores: era ella quien danzaba, descalza sobre un suelo nunca visto, lunaminoso. Mientras danzaba, su cuerpo se iba convirtiendo en sudor, ella transpiexpiraba. Y cuando ya era sólo casi agua, el extranjero avanzó con sus manos ahuecadas y la recogió como si fuese, en pleno desierto, la última bebida del viajero. Otros incluso aseguran que vieron al extraño cruzando los bosques. Sólo que, esta vez, él no traía un solo, exclusivo perro. Dos animales babeantes le rozaban las piernas.

De todo quedaba la conformidad de la ausencia: la novia se había evadido, inédita. El novio se había vuelto esperador, centinela de la soledad. Se mantenía allí, junto a la cerca de acacias espinosas que rodeaba la aldea. Las lágrimas, en transparente descendencia, ¿se destinan a la vida si cabe más viva? Las de Nyambi eran materia prima de la venganza. El viejo Nyalombe le prescribía la enseñanza:

—La venganza es la habilidad de los débiles.

—Quien provoca venganza es la traición, Nyalombe. Manténgase en contra de la traición si quiere evitar venganza.

Traición era el nombre de aquella indiferencia, a nadie más le importaba el destino de Jauharia. Pues ella se había ofrecido, generosa, para salvar a los demás. ¿Qué gratitud merecía ahora?

Desde que la bella Jauharia partió, terminaron las desapariciones, las anónimas matanzas. El miedo ya casi se había despedido de la aldea. Pero los campesinos todavía no se adentraban en sus plantaciones, llenas ahora de espontáneas verduras. Sólo el viento cumplía la función de azada, escardando la arena. Nyambi se decidió: iría a rescatar a su amada, mataría al usurpador y a su perro. Así daría seguimiento a su existencia, en el ajuste del tiempo con el sueño. Partió, llevando un cuchillo nervioso, con la hoja pendenciera. Recorrió durante días los matorrales, entre lianas que subían como amarras sosteniendo las nubes.

Por fin, encontró el cuadro de su expectativa. El extraño junto a una hondísima grieta del suelo, tirando de una cuerda infinita en cuyo extremo colgaba un cubo. Nyambi no reconoció los alrededores. Se arrojó sobre el forastero y le clavó el gran cuchillo, veces sin cuento. Después, con una fuerza que a él mismo le sorprendió, levantó el cuerpo del otro y lo lanzó al abismo. El intruso cayó en las hondas aguas y, de inmediato, retumbó un gran estruendo, como truenos nacidos del vientre de la tierra. Las paredes del agujero se estremecieron, se separaron del cuerpo del suelo y se precipitaron al abismo. Instantes después, ni vestigio había de esa grieta. Nyambi, entonces, oyó las voces de los aldeanos desaparecidos, que regresaban de muchos escondrijos. Saludaban a Nyambi, su gesto valeroso. El joven recibió los aplausos con prontitud: quería saber de su novia, de su estado, de su paradero. Los otros evitaron la respuesta. Sus rostros bajaron, graves, sobre el pecho. ¿Muerta Jauharia? Nyambi se trastornó en los matorrales, buscando señales de su amada. Vagó, perdido, por días y llantos. Exhausto, buscó la dirección de la tumba del forastero.

Cuando vislumbró el lugar, le pareció oír un lamento, el goteo de una tristeza. Nyambi se acercó: era Jauharia que lloraba, junto a la grieta. Cuando notó la presencia del novio, la muchacha se ovilló, espaldas del principio al fin.

—Yo ya amaba a ese hombre, Nyambi.

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