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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (26 page)

BOOK: Camino de servidumbre
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Hasta qué punto Inglaterra ha caminado, en los últimos veinte años, por la senda alemana, se advierte con extraordinaria claridad si leemos ahora algunas de las más serias discusiones habidas en Inglaterra, durante la guerra anterior, acerca de las diferencias entre los criterios británico y alemán sobre problemas políticos y morales. Probablemente puede decirse con verdad que el público inglés tuvo entonces, en general, una apreciación más exacta de estas diferencias que la que ha demostrado ahora; porque mientras el pueblo británico se mostró en aquel tiempo orgulloso de su tradición distintiva, pocos son los criterios políticos entonces considerados como característicamente ingleses de los cuales la mayoría del pueblo británico no parezca ahora medio avergonzado, si no los repudia positivamente. Apenas habrá exageración en decir que cuanto más típicamente inglés pareció al mundo un escritor de problemas políticos o sociales, más olvidado está hoy día en su propio país. Hombres como lord Morley o Henry Sidgwick, lord Acton o A. V. Dicey, que fueron entonces admirados en el mundo entero como ejemplos notables de la sabiduría política de la Inglatérra liberal, son para la generación presente Victorianos completamente anticuados. Quizá nada muestre con más claridad este cambio que el hecho de no faltar una consideración simpática de Bismarck en la literatura inglesa contemporánea, en tanto que la generación más joven rara vez menciona el nombre de Gladstone sin una burla para su moralidad victoriana y su utopismo candoroso.

Hubiera deseado trasladar adecuadamente en unos párrafos la impresión alarmante sacada de la lectura de unas cuantas obras inglesas relativas a las ideas que dominaban en la Alemania de la guerra anterior, pues casi todas sus palabras podrían aplicarse a las opiniones más destacadas en la literatura inglesa actual. Me limitaré a citar un breve pasaje de lord Keynes, de 1915, exposición del «delirio» que ve mainfestarse en una obra alemana típica de aquel período. Refiere cómo, según un autor alemán,

la vida industrial debe continuar movilizada incluso en la paz. Esto es lo que quiere decir cuando habla de la «militarización de nuestra vida económica» [el título de la obra reseñada]. El individualismo ha de terminar por completo. Tiene que establecerse un sistema de regulaciones rayo objetivo no es la mayor felicidad del individuo (el profesor Jaffé no se avergüenza de decir esto con todas sus letras), sino el reforzamiento de la unidad organizada del Estado con el fin de alcanzar el máximo grado de eficiencia (
Leistungsfahigkeit
), que sólo indirectamente influye sobre el provecho individual. Esta monstruosa doctrina está encerrada en el relicario de una especie de idealismo. La nación se desarrollará en una «unidad cerrada» y llegará a ser efectivamente lo que Platón declaró que debería ser: «Der Mensch in Grossen». En particular, la paz venidera traerá consigo un reforzamiento de la idea de la intervención del Estado en la industria… Las inversiones exteriores, la emigración, la política industrial de los últimos años, basada en considerar el mundo entero como un mercado, son demasiado peligrosas. El antiguo orden económico, que hoy muere, se basaba en el beneficio; y en la nueva Alemania del siglo XX, el poder sin consideración del beneficio acabará con aquel sistema capitalista que surgió de Inglaterra hace cien año
[75]
.

Excepción hecha de no haber osado aún ningún autor inglés, que yo sepa, a menospreciar abiertamente la felicidad individual, ¿hay alguna frase de este pasaje que no encuentre su igual en mucha literatura inglesa contemporánea?

Y, sin duda, no sólo las ideas que en Alemania y en otras partes prepararon el totalitarismo, sino también muchos de los principios del totalitarismo mismo están ejerciendo una fascinación creciente en otros muchos países. Aunque pocas personas, si es que hay alguna, estarían probablemente dispuestas en Inglaterra a tragarse el totalitarismo entero, pocos son sus rasgos singulares que unos u otros no nos han aconsejado imitar. Aún más, apenas hay una hoja del libro de Hitler que una u otra persona, en Inglaterra, no nos haya recomendado emplear para nuestros propios fines. Esto se aplica especialmente a muchas gentes que son, sin duda, enemigos mortales de Hitler por un especial rasgo de su sistema. No debemos olvidar nunca que el antisemitismo de Hitler ha expulsado de su país o convertido en sus enemigos a muchas gentes que, por todos estilos, son comprobados totalitarios del tipo alemán
[76]
.

Ninguna descripción en términos generales puede dar una idea adecuada de la semejanza entre gran parte de la literatura política inglesa actual y las obras que en Alemania destruyeron la creencia en la civilización occidental y crearon el estado de ánimo en el que pudo alcanzar éxito el nazismo. La semejanza está aún más en el espíritu para enfocar los problemas que en los argumentos específicos usados; es la misma facilidad para romper todos los lazos culturales con el pasado y para arriesgarlo todo al éxito de una particular tentativa. Como ocurrió también en Alemania, la mayoría de las obras que están preparando el camino para una orientación totalitaria en Inglaterra son el producto de idealistas sinceros y, con frecuencia, de hombres de considerable altura intelectual. Así, aunque sea desagradable individualizar a título de ejemplo, cuando son centenares de personas las que defienden opiniones semejantes, no veo otra manera de demostrar eficazmente cuánto ha avanzado en realidad esta evolución en Inglaterra. Elegiré deliberadamente para ilustración a autores cuya sinceridad y desinterés está por encima de toda sospecha. Pero aunque espero mostrar por esta vía cuán rápidamente están extendiéndose aquí las opiniones de donde brota el totalitarismo, tengo pocas probabilidades de demostrar con éxito la semejanza, igualmente importante, en la atmósfera emocional. Sería necesaria una amplia investigación acerca de todos los sutiles cambios en el pensamiento y el lenguaje para hacer explícito lo que es fácil reconocer como síntomas de una familiar evolución. El contacto con las personas que hablan de la necesidad de oponer ideas «grandes» a las «pequeñas» y de reemplazar el viejo pensamiento «estático» o «parcial» por la nueva dirección «dinámica» o «global», permite comprender que lo que al principio parece un puro sin sentido es signo de aquella actitud intelectual que sólo por sus manifestaciones podemos aquí analizar.

Mis primeros ejemplos son dos obras de un inteligente erudito que en estos últimos años ha despertado mucho interés. Hay, quizá, muy pocos ejemplos en la literatura inglesa contemporánea donde la influencia de las ideas específicamente alemanas de que aquí nos ocupamos esté tan marcada como en los libros del profesor E. H. Carr,
Twenty Years' Crisis y Conditions of Peace
.

En el primero de estos dos libros, el profesor Carr francamente se confiesa adicto a «la "escuela histórica" de los realistas [que] tuvo su hogar en Alemania y [cuyo] desarrollo puede trazarse a través de los grandes nombres de Hegel y Marx». Un realista, explica, es el «que hace de la moralidad una función de la política» y «no puede lógicamente aceptar ningún patrón de valor, excepto el de los hechos». Este «realismo» se contrapone, según la moda verdaderamente alemana, al pensamiento «utópico» que data del siglo XVIII, «el cual fue esencialmente individualista, pues hizo de la conciencia humana el tribunal de apelación último». Pero la vieja moral, con sus «principios generales abstractos», tiene que desaparecer, porque «el empírico trata el caso concreto según sus circunstancias particulares». En otras palabras, nada hay sino cuestiones de oportunidad, y hasta se nos asegura que «la norma
pacta sunt servanda
no es un principio moral». Que sin principios generales abstractos el mérito es tan sólo una arbitraria cuestión opinable y que los tratados internacionales carecen de significado si no obligan moralmente, no parece inquietar al profesor Carr.

Según él, evidentemente, aunque no lo diga de modo explícito, resulta que Inglaterra luchó en la última guerra del lado falso. Todo el que lea ahora de nuevo las declaraciones de hace veinticinco años acerca de los fines de guerra ingleses y las compare con las opiniones actuales del profesor Carr verá fácilmente que las que entonces se tuvieron por opiniones alemanas son ahora las de él, quien argüiría probablemente que los criterios profesados entonces por Inglaterra eran tan sólo un producto de la hipocresía británica. Que apenas ve diferencia entre los ideales sostenidos por Inglaterra y los practicados por la Alemania actual, lo ilustra inmejorablemente al asegurar que,

sin duda, cuando un nacionalsocialista preeminente afirma que «todo lo que beneficia al pueblo alemán es justo y todo lo que le daña es injusto", propugna simplemente la misma identificación del interés nacional con el derecho universal que ya fue establecida para los países de habla inglesa por [el presidente] Wilson, el profesor Toynbee, lord Cecil y otros muchos.

Como los libros del profesor Carr tratan de problemas internacionales, es en este campo donde más se destaca su tendencia característica. Pero por las fugaces visiones que podemos obtener sobre la futura sociedad que él contempla, resulta que corresponde también por completo al modelo totalitario. A veces llega uno a preguntarse si esta semejanza es accidental o deliberada. Cuando el profesor Carr afirma, por ejemplo, que «no podemos ya encontrar mucho sentido a la distinción, familiar al pensamiento del siglo XIX, entre "sociedad" y "Estado"», ¿sabe que es ésta precisamente la doctrina del profesor Carl Schmitt, el más destacado teórico nazi del totalitarismo, y, de hecho, la esencia de la definición del totalitarismo dada por este autor, que es quien ha introducido este término? Y cuando estima que «la producción de opiniones en masa es el corolario de la producción de bienes en masa», de donde resulta que «el prejuicio que la pala bra propaganda ejerce todavía hoy sobre muchas mentes es completamente paralelo al prejuicio contra el control de la industria y el comercio», ¿no hace realmente la apología de una regimentación de la opinión pública al estilo de la practicada por los nazis?

En su más reciente libro,
Conditions of Peace
, el profesor Carr responde con una enérgica afirmativa a la pregunta con la que cerrábamos el capítulo anterior:

Los triunfadores perdieron la paz, y la Rusia soviética y Alemania la ganaron, porque los primeros continuaron predicando, y en parte aplicando, los en otro tiempo válidos pero hoy destructivos ideales de los derechos de las naciones y el capitalismo de
laissez faire
, mientras las últimas, consciente o inconscientemente impulsadas por la corriente del siglo XX, se esforzaban por reconstruir el mundo en forma de unidades mayores sometidas a la planificación e intervención centralizadas.

El profesor Carr hace completamente suyo el grito de guerra alemán de la revolución socialista del Este contra el Occidente liberal dirigida por Alemania:

la revolución que comenzó en la última guerra, que ha sido la tuerza impulsora de todo movimiento político importante en los últimos veinte años…, una revolución contra las ideas predominantes en el siglo XIX: democracia liberal autodeterminación nacional y
laissez faire
económico.

Como él mismo dice, con acierto, «fue casi inevitable que este desafío a las creencias del siglo XIX encontrase en Alemania, que jamás las compartió realmente, uno de sus más fuertes protagonistas». Con toda la fe fatalista de cualquier pseudo historiador desde Hegel y Marx, esta evolución se presenta como inevitable: «conocemos la dirección en que el mundo se mueve, y, o cedemos a ella, o perecemos». La convicción de la inevitabilidad de esta tendencia se basa, característicamente, en familiares falacias económicas: la presunta necesidad de una expansión general de los monopolios como consecuencia del desarrollo técnico, la pretendida «plétora potencial» y todos los demás tópicos que aparecen en las obras de este tipo. El profesor Carr no es un economista, y su argumentación económica no soporta, generalmente, un serio examen. Pero ni esto, ni lo que de ello es característico, a saber: su creencia en el rápido decrecimiento de la importancia del factor económico en la vida social, le impiden basar sobre argumentos económicos todos sus pronósticos sobre las inevitables tendencias, o presentar como principal demanda para el futuro «la reinterpretación, en términos predominantemente económicos, de los ideales democráticos de "igualdad" y "libertad"».

El desprecio del profesor Carr por todas las ideas de los economistas liberales (que insiste en llamar ideas del siglo XIX aunque sabe que Alemania «jamás las compartió realmente» y que ya practicaba en aquel siglo la mayoría de los principios que él propugna ahora) es tan profundo corno el de cualquiera de los escritores alemanes citados en el capítulo anterior. Incluso se apropia la tesis alemana, engendrada por Friedrich List, según la cual el librecambio es una política dictada tan sólo por los especiales intereses de Inglaterra en el siglo XIX y sólo para ellos adecuada. Ahora, sin embargo, «la obtención artificial de un cierto grado de autarquía es condición necesaria de una existencia social ordenada». Lograr el «retorno a un comercio mundial más disperso y generalizado… por una "remoción de las barreras comerciales" o resucitando los principios del
laissez faire
del siglo XIX», es «inimaginable». ¡El futuro pertenece al
Grossraumwirtschaft
del tipo alemán: «el resultado que deseamos sólo puede lograrse por una deliberada reorganización de la vida europea tal como Hitler la ha emprendido»!

Después de todo esto es difícil sorprenderse por encontrar una característica sección, titulada «Las funciones morales de la guerra», donde el profesor Carr condesciende a compadecerse de «las personas ingenuas (especialmente en los países de habla inglesa) que, impregnadas de la tradición del siglo XIX, persisten en considerar la guerra como algo sin sentido y desprovisto de finalidad», y se goza en el «sentimiento de significación y finalidad» que la guerra, «el más poderoso instrumento de solidaridad social», crea. Todo esto es muy familiar; pero no es en las obras de los universitarios ingleses donde uno esperaba encontrar estas opiniones.

Quizás no hayamos prestado bastante atención a un rasgo de la evolución intelectual de Alemania durante los últimos cien años, que ahora, en una forma casi idéntica, hace su aparición en Inglaterra: la agitación de los hombres de ciencia en favor de una organización «científica» de la sociedad. El ideal de una sociedad organizada «de cabo a rabo» desde arriba fue fomentado considerablemente en Alemania por la singular influencia que a sus especialistas científicos y técnicos se les permitió ejercer en la formación de las opiniones sociales y políticas. Pocas personas recuerdan que en la historia moderna de Alemania los profesores políticos han desempeñado un papel comparable al de los abogados políticos en Francia
[77]
. La influencia de estos hombres de ciencia políticos no se inclinó a menudo, en los últimos años, hacia el lado de la libertad. La «intolerancia de la razón», tan visible con frecuencia en el especialista científico, la intransigencia con los métodos del hombre ordinario, tan característica del técnico, y el desprecio hacia todo lo que no ha sido organizado conscientemente de acuerdo con un modelo científico, por unas inteligencias superiores, fueron fenómenos familiares durante generaciones en la vida pública alemana, antes de adquirir importancia en Inglaterra. Y quizá ningún otro país proporcione mejor que Alemania, entre 1840 y 1940, una ilustración de los efectos que sobre una nación ocasiona el desplazamiento general y completo de la mayor parte de su sistema educativo desde las «humanidades» a las «realidades»
[78]
.

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