Con su amor, Cassia y Ky han quebrantado las inflexibles normas de la Sociedad y ahora deben asumir las consecuencias. El castigo para ella es olvidar todo lo sucedido y empezar de nuevo en otra ciudad, donde ha sido reubicada junto con su familia. Ky, sin embargo, no ha tenido tanta suerte: las autoridades lo han deportado a las Provincias Exteriores para que actúe de escudo humano en una guerra que quizá ni exista. Lo único seguro es que antes o después le alcanzará el fuego cruzado…
Decidida a romper con el destino que les han impuesto, Cassia burla de nuevo las reglas y se desplaza hasta las Provincias Exteriores. Pero cuando llega, Ky ya ha huido. ¿Encontrarán el camino que les permita estar juntos? ¿Hallarán un lugar donde vivir en libertad?
Ally Condie
Caminos cruzados
Juntos - 2
ePUB v1.0
Micamica2407.11.12
Título original:
Crossed
Ally Condie, julio de 1120
Traducción: Rosa Pérez Pérez
Editor original: Micamica24 (v1.0)
ePub base v2.0
Para Ian,
que miró arriba
y comenzó a trepar
Ky
«Estoy de pie en un río. Es azul. Azul oscuro. Refleja el color del cielo nocturno.»
No me muevo. El río, sí. Me lame las piernas y susurra al rozar la hierba que lo bordea.
—Sal de ahí —ordena el militar. Nos enfoca con la linterna desde la orilla.
—Nos ha dicho que dejáramos el cadáver en el agua —objeto, como si le hubiera malinterpretado.
—No he dicho que te metieras tú —aclara—. Déjalo y sal. Y tráeme su abrigo. Ya no lo necesita.
Miro a Vick, que me ayuda con el cadáver. Él no se ha metido en el agua. No es de aquí, pero, en el campamento, todos han oído rumores de que los ríos de las provincias exteriores están envenenados.
—No pasa nada —le digo en voz baja.
Los militares y los funcionarios quieren que nos dé miedo este río, todos los ríos, para que nunca nos atrevamos a beber de ellos ni a cruzarlos.
—¿No quiere una muestra de tejido? —pregunto al militar de la orilla mientras Vick vacila.
El agua fría me llega a las rodillas, y al chico muerto se le cae la cabeza hacia atrás. Sus ojos abiertos están fijos en el cielo. Los muertos no ven, pero yo sí.
Veo demasiadas cosas. Siempre lo he hecho. Mi mente relaciona palabras e imágenes de formas extrañas, y percibo detalles dondequiera que esté. Como ahora. Vick no es cobarde, pero el miedo baña su cara. El chico muerto tiene las mangas deshilachadas y la del brazo que le cuelga se le empapa de agua. Sus finos tobillos y sus pies descalzos están pálidos y relucen en las manos de Vick cuando él se acerca más a la orilla. El militar ya nos ha obligado a quitar las botas al cadáver. Las tiene sujetas por los cordones y las balancea como la negra varilla de un metrónomo. Con la otra mano, me apunta directamente a los ojos con el haz redondo de su linterna.
Le lanzo el abrigo. Él tiene que soltar las botas para cogerlo.
—Puedes soltarlo —digo a Vick—. No pesa. Ya me ocupo yo.
Pero Vick se mete en el río conmigo. Al chico muerto se le mojan las piernas y se le empapa la ropa negra de diario.
—Un banquete final que deja bastante que desear —dice Vick al militar. Percibo rabia en su voz—. ¿Eligió él la cena de anoche? Si lo hizo, merece estar muerto.
Hace tanto tiempo que me permito sentir rabia que no solo la siento. Me llena la boca y me la trago, un sabor ácido y metálico, como si masticara papel de aluminio. Este chico ha muerto porque los militares han calculado mal. No le han dado agua suficiente y ha fallecido antes de tiempo.
Tenemos que ocultar el cadáver porque se supone que no debemos morir en este campamento. Se supone que debemos esperar a que nos trasladen a los pueblos para que el enemigo se encargue de nosotros allí. No siempre ocurre así.
La Sociedad quiere que nos dé miedo morir. Pero yo no tengo miedo. Solo temo hacerlo de la forma equivocada.
—Así es como se van los aberrantes —dice el militar con impaciencia. Da un paso hacia nosotros—. Ya lo sabéis. No hay última cena. Ni últimas palabras. Soltadlo y salid.
«Así es como se van los aberrantes.» Al bajar la vista, advierto que el agua está tan negra como el cielo. No suelto al chico muerto todavía.
Los ciudadanos se van con un banquete. Dicen sus últimas palabras. Les extraen una muestra de tejido para darles la oportunidad de ser inmortales.
No puedo hacer nada con respecto al banquete o la muestra de tejido, pero sí tengo palabras. Siempre ocupan mi pensamiento, mezcladas con las imágenes y los números.
De modo que susurro algunas que me parecen adecuadas para el río y la muerte:
Pues aunque el flujo lejos me arrastre mar adentro
y del Tiempo y Espacio se rebase el umbral,
con mi Piloto espero tener un franco encuentro
cuando mi nave cruce el rompiente final.
Vick me mira, sorprendido.
—Suéltalo —digo, y ambos lo hacemos a la vez.
Cassia
La tierra es parte de mí. El agua caliente del lavabo del rincón corre por mis manos y me las enrojece, me hace pensar en Ky. Ahora, mis manos se parecen un poco a las suyas.
Naturalmente, casi todo me hace pensar en Ky.
Con una pastilla de jabón que tiene el color de este mes de noviembre, me restriego los dedos una vez más. En ciertos aspectos, la tierra me gusta. Se incrusta en todas las arrugas de mi piel, dibuja un mapa en el dorso de mis manos. Una vez, cuando me sentí muy cansada, miré la cartografía de mi piel e imaginé que podía indicarme el camino hasta Ky.
Ky no está.
La razón de este campo de trabajo, estas manos sucias, este cuerpo fatigado, este corazón triste, es que Ky no está y yo quiero encontrarlo. Y es extraño que la ausencia pueda percibirse como presencia. Como una falta tan honda que, si desapareciera, yo me daría la vuelta aturdida y descubriría que, al final, la habitación está vacía cuando antes al menos tenía algo, aunque no fuera él.
Me aparto del lavabo y recorro la cabaña con la mirada. Por las ventanitas de la parte de arriba solo se cuela oscuridad. Nos trasladan mañana; mi próximo campo será el último. Después, según me han informado, iré a Central, la ciudad más grande de la Sociedad, para ocupar mi puesto de trabajo definitivo en uno de sus centros de clasificación. Una verdadera ocupación, no estos trabajos forzados que me obligan a cavar la tierra. En los tres últimos meses, he pasado por varios campos, pero todos estaban aquí, en la provincia de Tana. No me hallo más cerca de Ky que al principio.
Si voy a escapar para ir a buscarlo, tengo que hacerlo pronto.
Indie, una de las chicas con las que comparto la cabaña, me aparta de camino al lavabo.
—¿Has dejado agua caliente para las demás? —pregunta.
—Sí —respondo.
Ella murmura algo entre dientes mientras abre el grifo y coge el jabón. Algunas chicas hacen cola detrás de ella. Otras se sientan al borde de sus literas, expectantes.
Es el séptimo día, el día que llegan los mensajes.
Con cuidado, abro la bolsita que llevo colgada del cinturón. Todas tenemos una y debemos llevarla siempre encima. La mía está repleta de mensajes; como casi todas mis compañeras, guardo los papeles hasta que están ilegibles. Son como los frágiles pétalos de las neorrosas que Xander me regaló cuando me marché del distrito y que también llevo en la bolsa.
Miro los mensajes antiguos mientras espero. Mis compañeras hacen lo mismo.
Los papeles no tardan en amarillear por los bordes y deshacerse: el objetivo es que las palabras se consuman y se olviden. En su último mensaje, Bram me explica que trabaja duro en las tierras de labranza y es un alumno ejemplar, siempre puntual, y yo me río porque sé que ha exagerado, al menos en lo segundo. Sus palabras también me llenan los ojos de lágrimas: dice que ha visto la microficha de mi abuelo, la que iba en la caja dorada de su banquete final.
El historiador lee un resumen de la vida de nuestro abuelo y, al final de todo, hay una lista de sus recuerdos preferidos —escribe Bram—. Tenía uno de cada uno de nosotros. Su recuerdo preferido de mí era cuando dije mi primera palabra y fue «más». Su recuerdo preferido de ti era lo que él llamaba «el día del jardín rojo».
No estuve muy atenta cuando vimos la microficha el día del banquete: estaba demasiado absorta en el presente de mi abuelo para prestar la debida atención a su pasado. Siempre tuve intención de volver a ver la ficha, pero no lo hice, y ahora me arrepiento. Aun más que eso, me gustaría acordarme del día del jardín rojo. Recuerdo muchos días en un jardín, sentados los dos en un banco, conversando entre capullos rojos en primavera, neorrosas rojas en verano y hojas rojas en otoño. A eso debía de referirse. Puede que Bram lo entendiera mal: mi abuelo recordaba «los días del jardín rojo», en plural. Los días de primavera, verano y otoño que estuvimos sentados conversando.
El mensaje de mis padres parece rebosar alegría: acababan de informarles de que este próximo campo de trabajo iba a ser el último para mí.
Comprendo perfectamente su júbilo. Tenían suficiente fe en el amor para darme la oportunidad de encontrar a Ky, pero no lamentan verla concluir. Los admiro por dejarme intentarlo. Es más de lo que harían la mayoría de los padres.
Voy pasando los papeles mientras pienso en las cartas de una baraja, en Ky. ¿Y si pudiera llegar hasta él con este traslado, quedarme escondida en la aeronave y dejarme caer del cielo como una piedra en las provincias exteriores?
Si lo consiguiera, ¿qué pensaría él si me viera después de tanto tiempo? ¿Me reconocería siquiera? Sé que he cambiado. No son solo mis manos. Pese a las raciones completas de comida, he adelgazado de tanto trabajar. Tengo ojeras porque me cuesta dormir, aunque aquí la Sociedad no controle los sueños de nadie. Me preocupa su falta de interés en nosotras, pero me gusta la nueva sensación de libertad que me procura dormir sin identificadores. Me quedo despierta en la cama, pensando en palabras viejas y nuevas y en un beso robado a la Sociedad cuando no vigilaba. Pero trato de dormirme, con todas mis fuerzas, porque es en sueños como mejor veo a Ky.
Solo podemos ver a otras personas cuando la Sociedad lo permite. En vivo, en el terminal, en una microficha. Antiguamente, los ciudadanos podían llevar consigo fotografías de sus seres queridos. Si las personas habían muerto o se habían ido, al menos recordaban cómo eran. Pero eso no se permite desde hace años. Y ahora la Sociedad incluso ha abolido la tradición de darnos una fotografía de nuestra pareja después de nuestra primera cita cara a cara. Lo sé por uno de los mensajes que no he guardado: una notificación enviada por el Ministerio de Emparejamientos a todos los ciudadanos que habíamos decidido tener pareja. Un párrafo decía: «Los procedimientos que regulan los emparejamientos se están modificando para alcanzar la máxima eficacia y optimizar los resultados».
¿Se habrán cometido otros errores?
Vuelvo a cerrar los ojos y pienso en que ojalá pudiera ver el rostro de Ky delante de mí. Pero, desde hace un tiempo, parece que todas las imágenes que recuerdo estén incompletas, desdibujadas. Me pregunto dónde estará ahora, qué hará, si habrá conseguido conservar el retal de seda verde que le regalé antes de su partida.