Capitán de navío (41 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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Los lampaceros limpiaron y pusieron todo en orden, y Stephen fue abajo para vendar o untar a los hombres que habían sido azotados, es decir, a los que acudían a él. Los hombres de mar se pusieron de nuevo la camisa y volvieron a sus tareas, confiando en que el rancho y el grog les harían ponerse bien, mientras que los campesinos, que nunca antes habían sido azotados a la manera de la Marina, estaban mucho más afectados y se sentían muy abatidos; y por otra parte, el látigo para castigar a los ladrones había golpeado horriblemente la espalda de Carlow, pues el ayudante del contramaestre era primo del hombre a quien había robado.

Volvió a subir a cubierta poco antes de que se diera la voz de rancho, y al ver al primer oficial paseándose de un lado a otro con aire complacido, le dijo:

—Señor Parker, ¿me permitiría usted usar un bote pequeño dentro de, digamos, una hora? Quisiera caminar sobre los bancos de arena de Goodwin con la marea baja. El mar está tranquilo; el día es propicio.

—Por supuesto, doctor —dijo el primer oficial, que siempre estaba de buen humor después de una azotaina—. Puede usar el cúter azul. Pero no se perderá usted el rancho, ¿verdad?

—Me llevaré pan y un pedazo de carne.

Así que allí estaba, en aquel extraño paraje totalmente silencioso, caminando sobre la arena firme y húmeda de los bancos, que el mar acariciaba y por cuyos extremos pasaban corrientes de agua; y mientras, se llevaba a la boca el pan con una mano y la carne con la otra. Se encontraba tan por debajo del nivel del mar que la parte de la costa donde estaba Deal no podía verse; el mar, gris y tranquilo, formaba un disco a su alrededor, y el bote, en una lejana cala al borde de la hilera de bancos, parecía estar a una gran distancia o en otro plano. La arena se extendía ante él, formando suaves ondas, con oscuros restos de barcos naufragados medio enterrados aquí y allá, a veces enormes armazones, otras simples cuadernas, en un cierto orden que no comprendía pero que podría llegar a entender, estaba seguro, si su mente usaba ciertos recursos, sería tan simple como empezar el alfabeto por la x, simple si pudiera encontrar la primera clave. Un aire distinto, una luz distinta; una grata sensación de estabilidad y, por tanto, de estar en otro tiempo, que no era diferente en absoluto a la producida por el láudano. Ondulaciones hechas en la arena por las olas; rastros de anélidos, navajas, almejas; una distante bandada de lavanderas pasaban volando, con rapidez, muy juntas, girando todas a la vez y cambiando de color al girar.

Su dominio se hacía más grande a medida que bajaba la marea; nuevos bancos de arena aparecían, extendiéndose más y más hacia el norte bajo la tenue luz; las islas se unían unas a otras, el agua cristalina desaparecía, y sólo allí a lo lejos, al borde de su mundo, había pequeños ruidos, el choque de las suaves olas y el distante grito de las gaviotas. Ahora iba disminuyendo, apenas perceptiblemente, grano a grano; por todas partes comenzó calladamente un movimiento del agua hacia el interior, que sólo se notaba por el ensanchamiento de los canales entre los bancos, adonde el agua llegaba ahora con fluidez desde el mar.

Los tripulantes del bote habían estado pescando platijas tranquilamente todo ese tiempo y habían llenado dos cestas con sus capturas.

—Ahí está el doctor —dijo Nehemiah Lee— moviendo los brazos. ¿Está hablando solo o trata de decirnos algo?

—Está hablando solo —dijo John Lakes, un ex tripulante de la
Sophie—.
Lo hace a menudo. Es un hombre muy sabio.

—Se quedará aislado si no se preocupa de salir de ahí —dijo Arthur Simmons, un marinero del castillo algo mayor y polémico—. A mí me parece casi tan extraño como un extranjero.

—Te vas a tragar eso, Art Simmons —dijo Plaice—, o te romperé la boca.

—¿Tú, con la ayuda de quién? —respondió Arthur Simmons, acercando la cara a la de su compañero.

—¿No tienes ningún respeto por la sabiduría? —dijo Plaice—. Cuatro libros a la vez le he visto leer. Sí, con estos ojos que ves aquí —los señalaba—, y le he visto abrir el cráneo de un hombre, sacarle los sesos, arreglárselos, volverlos a meter, clavarle una placa de plata, y después coserle el cuero cabelludo, que le caía por encima de una oreja y le tapaba la cara, con una aguja y un punzón; y cosía con tanta destreza como el velero de un navío del Rey.

—¿Y cuándo enterrasteis al pobre desgraciado? —preguntó Simmons, con una seguridad insultante.

—Pues se pasea por la cubierta de un navío de setenta y cuatro cañones en estos momentos, grandísimo ignorante —dijo Plaice—. Su apellido es Day, es el condestable del
Elephant;
está mejor que nunca y ha sido ascendido. Así que puedes meterte tus palabras por el culo, Art Simmons. ¡Vaya si tiene sabiduría! Le he visto coser el brazo de un hombre, que le colgaba sólo de un hilo, mientras hacía comentarios en griego.

—Y mis partes —dijo Lakey, mirando con turbación hacia la borda.

—Recuerdo cómo se enfrentó al viejo Parker cuando amordazó a ese pobre desgraciado de la guardia de babor —dijo Abraham Bates—. Esas eran palabras sabias, aunque no pude entender más de la mitad.

—Bueno —dijo Simmons, molesto por tanta devoción, ese sentimiento profundamente irritante—, pero ha perdido las botas, a pesar de toda su sabiduría.

Eso era verdad. Stephen volvió atrás sobre sus pasos, dirigiéndose hacia un trozo de mástil que sobresalía de la arena, sobre el que había dejado las botas y los calcetines, y con angustia comprobó que las huellas, aún bien visibles, partían directamente del mar. Las botas ya no estaban, sólo había agua y un calcetín flotando en un pequeño círculo de espuma a cien yardas de distancia. Durante unos instantes, hizo reflexiones sobre el fenómeno de la marea; poco a poco trajo su mente a la realidad, y entonces se quitó la peluca, la chaqueta, la corbata y el chaleco.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Plaice—. ¡Se ha quitado la chaqueta! Nunca debimos dejarle solo en esos bancos de arena. El señor Babbington dijo: «No le deje pasearse por esos bancos de arena, Plaice, o le arrancaré la piel». ¡Eh! ¡Eh, doctor! ¡Señor! Vamos compañeros, deprisa. ¡Eh, ahí!

Stephen se quitó su larga bufanda de lana, la camisa y los calzoncillos, y comenzó a adentrarse en el mar, apretando los labios y mirando fijamente lo que creía que era el trozo de mástil, allí bajo la transparente superficie. Eran unas botas valiosas, de suela de plomo, y les tenía mucho cariño. En el fondo de su mente oyó los fuertes y desesperados gritos, pero no les prestó atención; cuando llegó a una determinada profundidad, se apretó la nariz con los dedos y se zambulló.

Un bichero se enganchó en su tobillo, un remo le golpeó en la nuca dejándole medio aturdido; su rostro se hundió profundamente en la arena y sus pies emergieron. Entonces le recogieron y le subieron al bote, aún con las botas bien agarradas.

Estaban furiosos. «¿No sabía que podría resfriarse? ¿Por qué no había respondido a sus gritos? De nada servía que les dijera que no había oído, pues sabían que no era así;
él
no era duro de oído. ¿Por qué no había esperado por ellos? ¿Para qué servía un bote? ¿Era ese el momento adecuado para nadar? ¿Creía que era pleno verano? ¿O acaso el día de Lammas
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? Ya vería el frío que iba a pasar, con la piel azulada y temblando como la gelatina. ¿Un grumete recién llegado a un barco habría hecho algo tan malo? No, señor, no. ¿Qué dirían el capitán, el señor Pullings y el señor Babbington cuando se enteraran de sus disparates? Por Dios que nunca habían visto nada tan descabellado; y si no decían la verdad, que Él les castigara. ¿Dónde había dejado su sabiduría? ¿A bordo de la corbeta?» Le secaron con sus pañuelos, le vistieron a la fuerza y le llevaron rápidamente de regreso al
Polychrest.
«Tenía que irse directamente abajo, acostarse y envolverse con mantas —pero sin sábanas, claro— y tomarse una pinta de grog para sudar mucho. Ahora iba a subir por el costado, como un buen cristiano, y nadie lo notaría».

Plaice y Lakey, tal vez los hombres más fuertes del barco, con brazos de gorila, le subieron a bordo y le llevaron apresuradamente a su cabina sin pedir permiso; allí le dejaron a cargo de su sirviente, haciendo una serie de recomendaciones para su cuidado.

—¿Va todo bien, doctor? —preguntó Pullings, mirándole con expresión ansiosa.

—¡Oh, sí, gracias, señor Pullings! ¿Por qué me lo pregunta?

—Bien, señor, al ver flotando su peluca vuelta del revés y su bufanda suelta, pensé que tal vez le había ocurrido una desgracia.

—¡Oh, no, en absoluto! Muchas gracias. Las recobré, después de todo. Me precio de tener las mejores del reino: son de excelente piel de asno de Córdoba. No les causará ningún daño una irreflexiva inmersión de una hora. Y dígame, ¿qué ceremonia se celebraba cuando subía al barco?

—Era para el capitán. Estaba a una pequeña distancia detrás de usted, subió a bordo no hace ni cinco minutos.

—¡Ah, no sabía que había salido del barco!

* * *

Jack estaba de muy buen humor.

—Espero no molestarte —dijo—. Le dije a Killick: «No le moleste bajo ningún concepto si está ocupado». Pero pensé que con la noche desagradable que hace ahí fuera y con la estufa tirando tan bien aquí dentro, podríamos tocar un poco de música. Prueba antes este madeira y dime qué te parece. Canning me envió un barril entero. En mi opinión, es muy agradable al paladar.

Stephen reconoció el aroma que impregnaba a Jack y que llegó hasta él cuando le alcanzó el vino. Era el perfume francés que había comprado en Deal. Dejó a un lado el vaso con tranquilidad y dijo:

—Debes perdonarme esta noche, no me siento muy bien. Creo que debería meterme en la cama.

—¡Mi querido amigo, cuánto lo siento! —dijo Jack con expresión preocupada—. Espero que no hayas cogido frío. ¿Hay algo de verdad en esa tontería que me han dicho de ti, que intentabas nadar en la zona de los bancos de arena? Por supuesto que debes meterte en la cama enseguida. ¿No sería conveniente que tomaras alguna medicina? Déjame prepararte una fuerte…

Encerrado en su cabina, Stephen escribió:

«Es increíblemente pueril sentirse turbado por un aroma, pero estoy turbado y aumentaré la dosis a quinientas gotas». Se sirvió un vaso lleno de láudano y, cerrando un ojo, se lo bebió. «De todos los sentidos, el olfato es con mucho el más evocador, quizás porque al faltarnos un vocabulario para describir la vasta complejidad de olores —sólo unos pocos términos para hacer una imperfecta aproximación—, éstos, innominados e innominables, se mantienen libres de asociaciones. Después de aspirar un aroma una y otra vez, por una simple palabra uno no puede dejar de ser sensible a él; y siempre que ese aroma vuelve, trae consigo el recuerdo de las circunstancias en que fue percibido por primera vez, sobre todo cuando ha pasado desde entonces un considerable periodo de tiempo. El aroma de que hablo me ha traído el recuerdo de aquella Diana del baile en conmemoración de la victoria de San Vicente, llena de ímpetu, tal como la veía entonces, sin la grosería y la pérdida de atractivo que veo hoy. Y en cuanto a esa pérdida, esa mínima pérdida, la celebro y deseo que continúe. Siempre tendrá la cualidad de ser muy impetuosa, siempre tendrá empuje, dinamismo, valor y esa asombrosa gracia natural, espontánea, infinitamente conmovedora. Pero si, como ella dice, su rostro es su fortuna, entonces ya no es Creso, su riqueza está disminuyendo; y seguirá disminuyendo, de acuerdo con ese criterio, y antes de los fatídicos treinta años llegará a un nivel tal que ya no seré objeto de su desprecio. En todo caso, esa es mi única esperanza; y necesito tener esperanza. Su grosería es algo nuevo para mí, y no tengo palabras para expresar cuan dolorosa me resulta; antes ya había indicios de ella, incluso en ese baile, pero
entonces
era un acto de rebeldía o una reacción ante un tratamiento descortés, es decir, una grosería como reflejo de la de otros;
ahora
no. ¿Será quizás producto de su odio hacia Sophia? ¿O es eso demasiado sencillo? Y si aumenta, ¿destruirá su gracia? ¿Hasta qué punto soy responsable de su grosería? En una relación de esta clase, cada uno conforma al otro, hasta cierto punto. Nadie podría haberle dado mayor oportunidad que yo de ejercitar su lado malo. Pero hace falta mucho, mucho más que eso para la mutua destrucción. Esto me recuerda al contador, aunque apenas hay conexión entre ambas ideas. Antes de que llegáramos frente a los
downs,
vino a verme con gran secreto y me pidió un antiafrodisíaco.

Contador Jones:
Soy un hombre casado, doctor.

S. M.: Sí.

Jones:
Pero la señora J. es una mujer muy religiosa, una mujer muy virtuosa, y no le gusta hacerlo.

S. M.:
Lamento oírlo.

Jones:
Su mente no está preparada para eso. Y no es porque no sea amable y cariñosa, y atenta, y hermosa, todo lo que un hombre pueda desear. La cuestión es que soy un hombre muy vigoroso, doctor. Sólo tengo treinta y cinco años, aunque usted no lo crea, viéndome calvo y barrigón. A veces doy vueltas en la cama toda la noche, y me abraso, como dice la epístola; pero es en balde, y a veces pienso que voy a hacerle daño, es algo tan… Por eso me hice a la mar, señor, aunque no he nacido para marino, como usted bien sabe.

S. M.:
Esto es muy grave, señor Jones. ¿Le explica usted a la señora Jones que…?

Jones:
¡Oh, sí, señor! Y llora y me promete que será una mejor esposa para mí, y afirma que no es una persona ingrata. Entonces, uno o dos días se acerca a mí, pero lo hace sólo por obligación, señor, sólo por obligación. Y al poco tiempo todo vuelve a ser igual otra vez. Un hombre no puede estar pidiendo eso todo el tiempo; y si lo que uno pide no se le da con voluntad… no es igual… es como del día a la noche. Un hombre no puede hacer de su propia mujer una puta.

Jones estaba pálido y sudoroso y hablaba con profunda franqueza. Dijo que siempre había querido irse lejos en un barco, aunque odiaba la mar y que ella vendría a encontrarse con él en Deal. Y puesto que había medicamentos para potenciar el deseo sexual, esperaba que hubiera alguno que lo quitara y que yo pudiera recetarle para que ellos se comportaran como novios. Dijo que era preferible que le castraran a seguir así y repitió que "un hombre
no
puede hacer de su propia mujer una puta".»

Algunos días después el diario continuó:

«Desde el miércoles J. A. ha sido su propio amo, y creo que está abusando de su posición. Por lo que sé, el convoy se completó ayer, si no antes; los capitanes vinieron a bordo para recibir instrucciones, el viento era favorable y la marea tenía un nivel adecuado, pero la salida fue aplazada. Corre grandes riesgos por la insensatez de bajar a tierra, y cualquier observación mía le parece de mala fe. Esta mañana el muy condenado sugirió que yo podría haber hecho que le apresaran, que no me habría sido difícil en absoluto. Hizo la sugerencia dando un montón de buenas razones, la mayoría de carácter altruista, y mencionó el honor y el deber; me sorprende que no haya mencionado también el patriotismo. Hasta cierto punto J. A.
conoce
mis sentimientos, y cuando me comunicó la invitación de ella para cenar, dijo que "casualmente se había encontrado con ella" y continuó dando detalles sobre esa coincidencia de una forma que provocó en mí benevolencia en vez de rabiosos celos. Es el mentiroso más inepto y más fácil de reconocer que he visto, pues es poco claro, complicado, demasiado minucioso. La cena fue agradable; creo que estando advertido puedo soportar más de lo que suponía. Hablamos amigablemente de tiempos pasados, comimos muy bien y tocamos música; por cierto que su primo es uno de los mejores flautistas que he oído. Conozco poco a D. V., pero me parece que su sentido de la hospitalidad (es sumamente generosa) anula sus otros sentimientos más turbios; también creo que siente algún afecto por nosotros dos, aunque, en ese caso, no entiendo cómo puede exigir tanto de J. A. Estaba hermosa como nunca; fue una noche deliciosa. Sin embargo, anhelo que llegue mañana y que el viento sea favorable. Si rola hacia el sur, si por su causa él permanece detenido una semana o diez días, está perdido: será atrapado.»

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