Cartas cruzadas (17 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: Cartas cruzadas
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Contento con el resultado.

Duermo más profundamente que nunca y me despierto temprano. Por la noche estaba leyendo un libro muy hermoso y extraño titulado
Table of Everything
. Lo busco hasta que reparo en que se ha escurrido entre la cama y la pared. Mientras intento rescatarlo recuerdo que hoy es el gran día. El día de Conoce a un Sacerdote. Abandono la búsqueda y me levanto.

Audrey, Marv y Ritchie llegan a mi casa a las ocho en punto y partimos hacia la iglesia. El padre ya está allí, repasando su sermón mientras camina de un lado a otro.

Llegan más personas:

El colega de Marv con los barriles y el karaoke.

La gente del castillo hinchable.

Tenemos las barbacoas y quedamos en que Ritchie y algunos de sus amigos vigilarán la cerveza durante el sermón.

A las diez menos cuarto comienza a llegar un río de gente y caigo en la cuenta de que tengo que recoger a Milla.

—Oye, Marv… —No me puedo creer que esté haciendo esto—. ¿Me dejas tu coche diez minutos?

—¿Qué? —Sé que piensa sacarle el máximo partido—. ¿Quieres que te deje mi cafetera?

No tengo tiempo para tonterías.

—Así es, Marv. Retiro todo lo que he dicho sobre tu coche.

—¿Y?

—¿Y?

Caigo.

—Nunca más volveré a decir nada malo sobre tu coche.

Esboza un sonrisita victoriosa y me lanza las llaves.

—Cuídalo, Ed.

Ese comentario sobra. Marv sabe que voy a tener que morderme la lengua para no replicarle. El muy cabrón incluso aguarda, pero no abro la boca.

—Buen chico —dice, y me marcho.

Milla me está esperando inquieta y abre la puerta antes de que haya subido los escalones del porche.

—Hola, Jimmy —me dice.

—Hola, Milla.

De regreso al coche le abro la puerta y ponemos rumbo a la iglesia. Por la ventanilla rota se cuela una brisa agradable.

Cuando llegamos son las diez menos cinco y no puedo dar crédito a mis ojos. La iglesia está abarrotada. Hasta vislumbro a mi madre, que entra luciendo un vestido verde. Dudo que la cerveza le importe lo más mínimo. Ha venido simplemente porque no quiere perderse el acontecimiento.

Localizo uno de los pocos asientos que quedan vacíos e invito a Milla a sentarse.

—¿Y tú Jimmy? —pregunta nerviosa—. ¿Dónde te sentarás?

—No te preocupes, seguro que encuentro un sitio. —Pero no lo encuentro. Me sumo a la gente del fondo de la iglesia que espera de pie a que el padre O’Reilly salga.

Cuando dan las diez, las campanas de la iglesia se apoderan de la congregación y todos —los niños, las mujeres con bolso y empolvadas, los borrachos, los adolescentes y los feligreses que acuden regularmente— guardan silencio.

El padre.

Sale.

Sale y todo el mundo aguarda sus palabras.

Se queda un rato contemplando a la multitud. Luego una sonrisa franca aparece en su rostro y dice:

—Hola a todos. —Y la gente enloquece. Aplaude y vitorea y el padre parece más animado de lo que lo he visto nunca. Lo que ignoro es que también él tiene trucos en la manga.

No hay palabras aún.

Ni oraciones.

Espera a que se haga el silencio, tras lo cual se saca una armónica de la sotana y procede a interpretar una melodía conmovedora. En un momento dado salen tres hombres marginados vestidos con traje: uno golpeando la tapa de una lata, otro tocando un violín y el tercero tocando también una armónica.

Grande.

Tocan, la música resuena en la iglesia y una energía que no había experimentado antes se propaga entre la gente. Cuando terminan, la multitud vuelve a aplaudir y el padre aguarda.

Finalmente, dice:

—Esta canción era para Dios. De Él vengo y a Él está dedicada. Amén.

—Amén —repite la gente.

El padre habla entonces durante un rato y me encanta lo que dice y cómo lo hace. No habla como esos predicadores de las iglesias apocalípticas, donde prácticamente sólo se dicen sandeces. El padre habla con una sinceridad que hipnotiza. No sobre Dios, sino sobre este encuentro de la gente del pueblo. Sobre hacer actividades juntos y ayudarse. Y sobre el acto de congregarse en general.

Les invita a hacerlo en su iglesia cada domingo.

Pide a los tres hombres, Joe, Graeme y Joshua, que lean algunos textos. Son bastante torpes y lentos, pero la gente les aplaude cual héroes cuando terminan, y puedes ver el orgullo reflejado en sus rostros. Muy diferentes de cuando mendigan dinero, cigarrillos y cazadoras.

Me paso un buen rato preguntándome dónde está Tony. Cuando oteo a la multitud, Sophie repara en mí y ambos nos saludamos con la mano y ella sigue escuchando. No veo a Tony por ningún lado. Finalmente lo localizo.

Se abre paso entre los asistentes y se detiene a mi lado.

—Hola, Ed —me saluda.

Lleva un niño en cada mano.

—¿Habrá naranjada para los niños? —me pregunta.

—Desde luego.

Unos cinco minutos después el padre O’Reilly me ve en compañía de Tony.

Está terminando y todavía no ha pronunciado ninguna plegaria. Finalmente se decide.

—Ahora procederé a rezar —dice—, primero en voz alta y luego en silencio. Sentíos libres entonces de decir vuestras propias oraciones. —Inclina la cabeza hacia delante y añade—: Señor, gracias. Gracias por este momento glorioso y por estas magníficas personas. Gracias por la cerveza gratis. —La gente ríe—. Y gracias por la música y las palabras con que nos has obsequiado hoy. Y, en especial, Señor, te agradezco que mi hermano pueda estar hoy aquí, y te doy las gracias por determinadas personas en el mundo que tienen pésimo gusto con las cazadoras… Amén.

—Amén —repiten todos.

—Amén —digo, algo rezagado, y como muchos de los presentes, rezo por primera vez en años.

Rezo: «Haz que Audrey esté bien, Señor, y Marv, y mamá y Ritchie y toda mi familia. Por favor, toma a mi padre en tus brazos y, por favor, por favor, ayúdame con los mensajes que debo entregar. Ayúdame a hacerlo bien…».

Las últimas palabras del padre llegan un minuto después.

—Gracias a todos y que comience la fiesta.

La multitud le vitorea.

Por última vez.

Ritchie y Marv se encargan de la barbacoa. Audrey y yo de la cerveza. El padre O’Reilly se ocupa de la comida y la bebida de los niños, y hay para todos.

Terminadas la comida y la bebida, sacamos el karaoke y mucha gente sale a cantar toda clase de cosas. Paso mucho rato con Milla, que se encuentra a unas chicas, como ella dice, del colegio. Se sientan todas en un banco y a una de ellas las piernas no le llegan al suelo. Las columpia cruzadas a la altura de los tobillos, y es lo más bonito que he visto en todo el día.

Hasta consigo que Audrey cante conmigo. «Eight Days a Week», de los Beatles. Como era de esperar, Ritchie y Marv causan furor cuando interpretan «You Give Love a Bad Name», de Bon Jovi. Lo juro, todo este pueblo vive en el pasado.

Bailo.

Bailo con Audrey, Milla y Sophie. Lo que más me gusta es hacerles dar vueltas y oír sus risas. Cuando la fiesta se acaba, y después de llevar a Milla a casa, recogemos.

La última imagen que veo ese día es la de Thomas y Tony O’Reilly sentados juntos en los escalones de la iglesia, fumando. Tal vez tarden años en volver a verse, pero uno no puede pedirle más a la vida.

No sabía que el padre fumara.

Aparece la poli

Esa noche la policía aparece alrededor de las diez y media. En sus manos, cepillos de fregar y una suerte de solución líquida.

—Para que limpies la pintura de la calzada —me dicen.

—Muchas gracias —respondo.

—Es lo menos que podemos hacer.

A las tres de la mañana vuelvo a estar en la calle principal del pueblo, esta vez limpiando la pintura del asfalto con el cepillo.

—¿Por qué yo? —le pregunto a Dios.

Dios no responde.

Me río y las estrellas me observan.

Me gusta estar vivo.

Un caso fácil como un helado

Durante días sufro terribles agujetas en los brazos y los hombros, pero sigo pensando que mereció la pena.

En esa época doy con Angie Carusso. Hay pocos Carusso en la guía telefónica y la encuentro por eliminación.

Tiene tres hijos, dos niños y una niña, y pinta de haber sido una de esas típicas madres adolescentes de este pueblo. Trabaja en la farmacia a tiempo parcial. Tiene el pelo corto, castaño oscuro, y el uniforme de trabajo la favorece. Es una de esas batas blancas hasta la rodilla que parecen llevar todos los ayudantes de farmacia. Me gustan.

Cada mañana prepara a sus hijos para el colegio y los acompaña a pie. Tres días a la semana se marcha después a trabajar. Los otros dos regresa a casa.

La observo de lejos y advierto que le pagan el jueves. Esa tarde recoge a sus hijos y los lleva al mismo parque donde estaba sentado con
Doorman
el día que Sophie se acercó a hablarme.

Compra un helado para cada uno, y los niños lo devoran a una velocidad supersónica. En cuanto lo han engullido, piden otro.

—No, ya conocéis la regla —les dice Angie—. Podréis comer otro la semana que viene.

—Por favor.

—Por favor.

Uno de ellos está a punto de sufrir un berrinche y por un momento me gustaría ser yo quien tuviera que enderezarlo. Por suerte le dura poco porque quiere subir al tobogán.

Angie se queda un rato observándolos hasta que el aburrimiento la vence y se los lleva.

Lo sé.

Ya lo sé.

«Es un caso fácil», me digo.

Fácil como un helado.

Cuando la veo alejarse son sus piernas las que me entristecen. No sé por qué. Pienso que porque se mueven más despacio de lo que a ella le gustaría. Adora a esos niños, pero la frenan. Camina algo inclinada para poder asir la mano de su hija.

—¿Qué hay de cena, mamá? —pregunta uno de los niños.

—Todavía no lo sé.

Suavemente, se retira un mechón de pelo de los ojos y sigue andando, escuchando las palabras de su hija. Le está hablando de un niño del colegio que siempre la hace rabiar.

Por mi parte, sigo observando los pequeños pasos que dan las piernas errantes de Angie.

Todavía me entristecen.

Después de eso me toca una larga serie de turnos de día y paseo mucho por las noches. Mi primera parada es Edgar Street, donde las luces están encendidas y puedo ver a la madre y la hija cenando. De pronto se me ocurre que sin el hombre en la casa quizá no les llegue para pagar las facturas. Por otro lado, es probable que el tipo se bebiera una gran parte del dinero y estoy casi seguro de que la mujer prefiere ser un poco más pobre a cambio de su libertad.

También paso por casa de Milla y, más tarde, voy a ver al padre O’Reilly, que todavía tiene el subidón de la concentración del día de Conoce a un Sacerdote. En la misa del domingo siguiente había mucha menos gente, pero la iglesia seguía estando mucho más llena que de costumbre.

Por último, me acerco a todas las casas donde vive alguien llamado Rose. Son unas ocho y encuentro la que estoy buscando al quinto intento.

Gavin Rose.

Tiene unos catorce años, viste ropa vieja y mantiene una permanente mueca de desprecio. Lleva el pelo bastante largo y sus camisas de franela parecen harapos. Le cuelgan por la espalda.

Va al colegio.

Es un adolescente duro y fumador.

Tiene los ojos azules, del color del agua de colonia fresca, y una docena de pecas repartidas por el rostro.

Ah, y otra cosa.

Es un auténtico cabrón.

Por ejemplo, entra en las tiendas pequeñas y se muestra irrespetuoso con los propietarios que hablan mal el inglés. Y les roba todo aquello que le quepa debajo de los brazos o dentro de los pantalones. Empuja a los niños que son más endebles que él y, si puede, les escupe.

Mientras le observo antes de irse al colegio me aseguro de que Sophie no me vea. Antiguos temores salen a la superficie y me horroriza pensar que pueda verme y crea que me gusta merodear por los patios de los colegios. Que me guste mirar.

Básicamente, observo a Gavin Rose en casa. Vive con su madre y su hermano mayor.

Su madre fuma como un auténtico carretero, lleva botas de piel de oveja y le encanta beber; su hermano es tan problemático como Gavin. De hecho, me cuesta decidir cuál de los dos es peor.

Viven en la parte baja del pueblo, cerca de un arroyo sucio y espumoso que se bifurca del río. La principal característica de esa casa es que los hermanos Rose no hacen más que pelearse. Si voy por la mañana los encuentro discutiendo. Si voy por la noche los encuentro zurrándose a puñetazo limpio. Están constantemente insultándose.

Su madre no puede controlarlos.

Para sobrellevarlo, bebe.

Se duerme en el sofá mientras el último culebrón resbala por la pantalla y por su cuerpo.

En menos de una semana he visto a esos chicos pelearse por lo menos una docena de veces, hasta que una noche, el martes, tienen la peor pelea de todas. Salen violentamente por la puerta y se desplazan hacia un costado de la casa, donde el hermano mayor, Daniel, propina una brutal paliza a Gavin. Gavin está doblado y Daniel lo levanta por el cuello de la camisa.

Sermonea a su hermano al tiempo que le zarandea la cabeza.

—¡Te dije que no tocaras mis cosas!

Lo arroja contra el suelo antes de entrar de nuevo en casa con paso decidido.

Transcurridos unos minutos, Gavin se alza sobre las manos y las rodillas mientras le observo desde el otro lado de la calle.

Finalmente, tras comprobar que tiene sangre en la cara, blasfema y echa a andar, a paso rápido, calle abajo. Durante todo el trayecto habla de lo mucho que odia a su hermano y de que va a matarlo, hasta que finalmente se detiene y se sienta en la cuneta que hay al final de la pendiente, donde la carretera está rodeada de matorrales.

Es mi momento.

Me acerco y me detengo frente a él, y tengo que confesaros que los nervios afloran en mi interior. El muchacho es duro y no me dará nada sin más.

Hay una farola sobre nuestras cabezas, observándonos.

Corre una brisa que me enfría el sudor de la cara y veo cómo mi sombra se cierne lentamente sobre Gavin Rose. Levanta la vista.

—¿Qué cojones quieres?

Lágrimas calientes se cuecen en su rostro y sus ojos muerden.

Niego con la cabeza.

—Nada.

—Entonces lárgate, mamón de mierda, o te daré una paliza que jamás olvidarás.

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