Casa desolada (119 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Mientras está en marcha este exordio (que lleva un cierto tiempo), el señor Bucket, que ha penetrado de un vistazo la transparencia del vinagre de la señora Snagsby, celebra una conferencia con su demonio familiar y centra su penetrante atención en los Chadband y en el señor Smallweed. Sir Leicester Dedlock se mantiene inmutable, con el mismo aire glacial, salvo que de vez en cuando mira al señor Bucket como si fuera el único ser humano en el que confiara.

—Muy bien —dice el señor Bucket—. Ahora ya los comprendo, vean ustedes, y como estoy delegado por Sir Leicester Dedlock, Baronet, para investigar este asuntillo —y Sir Leicester vuelve a asentir mecánicamente en confirmación de ese aserto—, puedo prestarle mi plena y cabal atención. No voy a aludir a una conspiración para practicar la extorsión, ni nada por el estilo, porque aquí somos todos hombres y mujeres de mundo, y nuestro objetivo es que las cosas no sean demasiado desagradables. Pero les voy a decir lo que a mí me preocupa: me sorprende que se les haya ocurrido armar un jaleo en el vestíbulo. Es algo que iba en contra de sus propios intereses. Eso es lo que me parece.

—Queríamos que nos dejaran entrar —aduce el señor Smallweed.

—Claro que querían que les dejaran entrar —afirma animado el señor Bucket—, pero el que un señor anciano de su edad (¡que yo calificaría de venerable!), de mente aguzada, como no me cabe duda, por la pérdida del uso de sus extremidades inferiores, lo cual hace que toda la animación se le suba a la cabeza, no pueda reflexionar que si un asunto como éste no se mantiene con plena discreción no le vale ni medio penique, me parece a mí, resulta muy curioso. Ya ve usted, se ha dejado perder por su mal carácter, y ahí es donde ha perdido usted terreno —dice el señor Bucket en tono elocuente y amistoso.

—Lo único que dije yo era que no estaba dispuesto a irme si no subía uno de los criados a ver a Sir Leicester Dedlock —responde el señor Smallweed.

—¡Eso es! Ahí es donde su mal carácter le ha vencido. Domínelo la próxima vez y ganará algún dinero. ¿Llamo para que vuelvan a bajarlo a usted?

—¿Cuándo vamos a tener más noticias? —pregunta severamente la señora Chadband.

—¡Eso es una mujer de verdad! ¡Qué curioso es siempre su bellísimo sexo! —replica el señor Bucket con gran galantería—. Ya tendré el placer de hacerles a ustedes una visita mañana o pasado…, sin olvidar al señor Smallweed y su propuesta de dos cincuenta.

—¡Quinientas! —exclama el señor Smallweed.

—¡Muy bien! Digamos nominalmente quinientas —y el señor Bucket lleva la mano al cordón de la campanilla—.
¿He
de desear a ustedes buenos días por el momento, de mi propia parte y de la del señor de la casa? —pregunta en tono insinuante.

Como nadie se atreve a objetar a que lo haga, lo hace, y el grupo se retira en el mismo orden en que subió. El señor Bucket los sigue hasta la puerta, y al volver dice con aire de gran seriedad:

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, incumbe a usted considerar si compra usted a esa gente o no la compra. Yo, en general, recomendaría comprarla, y creo que se puede comprar muy barata. Mire usted: ese pepinillo en vinagre de la señora Snagsby ha sido utilizada por todas las partes en esta especulación, y ha hecho mucho más daño al ir reuniendo pizcas de información aquí y allá que si se hubiera hecho adrede. El difunto señor Tulkinghorn tenía a todos esos caballos de las riendas y podía llevarlos como quería, no me cabe duda, pero tuvo que salir del establo con los pies por delante y ahora ellos están trotando cada uno a su aire y tirando cada uno por su lado. Así están las cosas, y así es la vida. Cuando el gato sale de casa los ratones se ponen a retozar, y cuando se funde el hielo vienen las inundaciones. Pasemos ahora a la parte a la que hay que detener.

Sir Leicester parece despertar de algo, aunque ha estado todo el rato con los ojos abiertos, y mira muy atento al señor Bucket, mientras éste consulta su reloj.

—La parte a la que hay que detener se halla ahora en esta casa —continúa diciendo el señor Bucket, que se guarda el reloj con mano firme y buen ánimo—, y estoy a punto de detenerla en presencia de usted. Sir Leicester Dedlock, Baronet, no diga una palabra ni haga un gesto. No va a haber ruidos ni jaleos. Volveré por la tarde, si a usted le parece bien, y trataré de satisfacer sus deseos en cuanto a este lamentable asunto de familia y a la forma mejor de mantenerlo en silencio. Ahora, Sir Leicester Dedlock, Baronet, no se ponga usted nervioso por el hecho de que vaya a practicar la detención. Ya verá usted cómo todo el asunto se aclara desde el principio hasta el fin.

El señor Bucket llama, va a la puerta, susurra algo brevemente a Mercurio, cierra la puerta y se queda tras ella con los brazos cruzados. Tras una espera de un minuto o dos, se abre lentamente la puerta y entra una francesa. Mademoiselle Hortense.

En cuanto entra ésta en el aposento, el señor Bucket vuelve a cerrar la puerta y se apoya con la espalda contra ella. Lo repentino del ruido hace que ella se dé la vuelta, y entonces es cuando ve por primera vez a Sir Leicester Dedlock sentado en su butaca.

—Perdóneme usted —murmura apresuradamente—. Me han dicho que no era nadie aquí.

Al avanzar hacia la puerta se tropieza con el señor Bucket. De pronto tiene un espasmo en la cara y se pone mortalmente blanca.

—Ésta es mi pensionista, Sir Leicester Dedlock —dice el señor Bucket con un gesto hacia ella—. Esta joven extranjera ha estado alojada conmigo desde hace unas semanas.

—¿Y qué le puedo interesar eso a Sir Leicester, ángel mío? —pregunta Mademoiselle en tono jocoso.

—Pues vamos a ver, ángel mío —responde el señor Bucket.

Mademoiselle Hortense lo contempla con una mueca en la cara tensa, que va convirtiéndose gradualmente en una sonrisa de desprecio.

—Está usted muy misterioso. ¿Es usted borracho?

—Tolerablemente sereno, ángel mío —replica el señor Bucket.

—Acabo de llegar de esa casa detestable de con su esposa. Su esposa me dejó hace sólo unos pocos minutos. Ellos me dicen de abajo que su esposa es aquí. Yo vengo aquí y su esposa no es aquí. ¿Cuál es el propósito de esta comedia de tontos, dígame pues? —exige Mademoiselle con los brazos cruzados en aparente calma, pero con algo en la cara cetrina que pulsa como un reloj.

El señor Bucket se limita a ponerle el índice ante la cara.

—¡Ah, mí Dios, es usted un idiota desgraciado! —exclama Mademoiselle, con un gesto de la cabeza y una risa—. Déjeme a pasar abajo, gran cerdo. —Con una patada en el suelo y una amenaza.

—Vamos, Mademoiselle —dice el señor Bucket con voz fría y calmada—, vaya a sentarse en ese sofá.

—No
voyme
a sentar en nada —replica ella con una serie de gestos.

—Vamos, Mademoiselle —repite el señor Bucket, sin mover nada más que el índice—, váyase a sentar en ese sofá.

—¿Por qué?

—Porque voy a detenerla a usted acusada de asesinato, y no hace falta que le diga de quién. Ahora bien, quiero ser cortés con una persona de su sexo y además extranjera, si es que puedo. Si no puedo, tendré que ser descortés, y afuera hay gente más descortés que yo. Depende de usted cómo me porte. Así que le recomiendo, como amigo, que deje de pensárselo y vaya a sentarse en ese sofá.

Mademoiselle obedece y dice en voz concentrada, mientras en la mejilla sigue latiéndole cada vez más rápido:

—Es usted el Diablo.

—Bueno, vamos a ver —sigue diciendo en tono aprobador el señor Bucket—, está usted cómoda y se comporta como esperaría yo de una joven extranjera con tan buen sentido como usted. Así que le voy a dar un consejo y es éste: No se ponga a hablar demasiado. No tiene usted que decir nada aquí, y cuanto más calladita se quede, mejor. En resumen, cuanto menos parle usted, mejor —termina el señor Bucket, muy satisfecho con su dominio del francés.

Mademoiselle, con ese gesto de tigresa suyo en la boca, y lanzándole llamaradas con los ojos, se sienta muy erguida en el sofá, rígida, con las manos apretadas (y cabría suponer que también los pies), murmurando:

—¡Oh, Bucket, es usted un Diablo!

—Veamos, Sir Leicester Dedlock, Baronet —dice el señor Bucket, y a partir de este momento el índice no cesa de actuar—, esta joven, mi pensionista, era la doncella de Milady en la época que he mencionado, y esta joven, además de ponerse extraordinariamente vehemente y apasionada contra Milady cuando ésta le despidió…

—¡Mentiras! —exclama Mademoiselle—. Yo me despido.

—¿Por qué no sigue mi consejo? —responde el señor Bucket, en tono impresionante, casi implorante— Me sorprende su indiscreción. Mire usted que va a decir algo que puede ser utilizado en contra suya. Seguro que lo dice. No se preocupe de lo que digo hasta que declare en el juicio. No me dirijo a usted.

—¡Encima despedida! —grita furiosa Mademoiselle—. ¡Por Milady! ¡Qué es que una Milady muy fina! ¡Pero si yo arruino mi reputación si me quedo con una Milady tan infame!

—¡De verdad que me asombras! —replica el señor Bucket—. Y yo que creía que los franceses eran un pueblo muy fino. De verdad. Y ver a una hembra que se comporta así, y delante de Sir Leicester Dedlock, Baronet…

—¡Es un pobre abusado! —exclama Mademoiselle—. Y escupo sobre su casa, sobre su nombre, sobre su imbecilidad —y hace que la alfombra represente todas esas cosas—. ¡Oh, que él es un gran hombre! ¡Oh, sí, soberbio! ¡Oh, cielo! ¡Bah!

—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, a esta colérica hembra también se le metió en la cabeza que tenía derechos sobre el difunto señor Tulkinghorn por haber asistido en aquella ocasión que le mencioné a su bufete, aunque la pagó liberalmente por su tiempo y sus molestias.

—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. Yo rehuso su dinero totalmente.

—(Sí se empeña
usted en parlar, ya sabe —dice el señor Bucket entre paréntesis— que ha de aceptar las consecuencias.) Pues bien, no voy a expresar una opinión acerca de si vino a alojarse en mi casa con la intención deliberada de hacer lo que hizo y taparme los ojos, pero el hecho es que vino a alojarse en mi casa en la época en que se cernía en torno al bufete del finado señor Tulkinghorn, en busca de pelea, al mismo tiempo que perseguía y medio mataba a sustos a un pobre papelero.

—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. ¡Todas mentira!

—El asesinato se cometió, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y ya sabe usted en qué circunstancias. Ahora le ruego que me siga atentamente un minuto o dos. Me enviaron a buscar y se me confió el caso. Examiné el lugar, el cadáver, los documentos y todo. Conforme a información recibida (de un pasante de la misma casa) fui a detener a George, porque lo habían visto por allí, la noche, y más o menos a la hora, del crimen, y además porque se le había oído pelearse con el finado en otras ocasiones, e incluso amenazarlo, según dijo el testigo. Si me pregunta usted, Sir Leicester Dedlock, si creí desde un principio que George era el asesino, le diré sinceramente que no, pero también podía serlo, y había suficientes indicios contra él como para que fuera mi deber detenerlo y hacer que lo procesaran. ¡Pero observe!

Cuando el señor Bucket se inclina hacia adelante, muy excitado —en la medida en que pueda excitarse él— y comienza lo que va a decir con un golpe fantasmal del índice en el aire, Mademoiselle Hortense fija en él sus negros ojos con un ceño oscuro y sombrío, y aprieta mucho los labios.

—Aquella noche, Sir Leicester Dedlock, Baronet, me fui a casa y vi a esta joven cenando con mi mujer, la señora Bucket. Desde que llegó a solicitar alojamiento con nosotros había dado grandes muestras de sentir afecto por señora Bucket, pero aquella noche las dio más que nunca, y de hecho las exageró. Igual que exageró su respeto, y todo eso, por la memoria del finado señor Tulkinghorn. ¡Por Dios que al sentarme frente a ella a la mesa con un cuchillo en la mano, se me ocurrió que lo había hecho ella!

Apenas se puede oír a Mademoiselle que dice entre dientes y con los labios apretados:

—Es usted un Diablo.

—Y —continúa exponiendo el señor Bucket—, ¿dónde había estado ella la noche del crimen? Había ido al teatro (y después he averiguado que efectivamente había estado allí, tanto antes del crimen como después). Yo sabía que tenía que enfrentarme con una persona muy astuta, y que me sería muy difícil conseguir pruebas, así que le puse una trampa, una trampa como nunca había tendido, y me aventuré como nunca me había aventurado. Lo fui pensando mientras hablaba con ella durante la cena. Cuando subí a acostarme, como nuestra casa es muy pequeña y esta joven tiene muy buen oído, le metí la sábana en la boca a la señora Bucket para que no dijera una palabra de sorpresa y se lo conté todo. Mira, hija, no se te vuelva a ocurrir, o te ato los pies por los tobillos. —El señor Bucket se ha interrumpido y desciende en silencio sobre Mademoiselle y le echa una manaza al hombro.

—¿Qué le pasa a usted ahora? —le pregunta ella.

—No se te vuelva a ocurrir —responde el señor Bucket, que mueve el índice admonitoriamente— eso de tirarte por la ventana. Eso es lo que me pasa. ¡Vamos! Tómame del brazo. No hace falta que te levantes; me sentaré yo a tu lado. Te he dicho que me tomes del brazo, ¿oyes? Ya sabes que estoy casado: ya conoces a mi mujer. Limítate a tomarme del brazo.

Ella trata en vano de humedecerse los labios resecos, con un ruido de dolor, pero lucha consigo misma y obedece.

—Ya está todo bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Este caso no hubiera podido llegar a su forma actual de no haber sido por la señora Bucket, ¡que es de las que no hay una en 50.000, en 150.000! A fin de engañar a esta joven, desde entonces no he vuelto a poner el pie en mi casa, aunque me he comunicado con la señora Bucket por medio de hogazas de pan y en frascos de leche todo lo que ha sido necesario. Las palabras que susurré a la señora Bucket cuando le puse la sábana en la boca fueron: «Querida mía, ¿podrás engañarla hablándole constantemente de mis sospechas contra George y tal y cual y lo de más allá? ¿Puedes pasarte sin dormir y vigilarla noche y día? ¿Puedes comprometerte a decir: «no hará nada sin que me entere yo, será mi prisionera sin sospecharlo, no se me podrá escapar, y su vida será mi vida y su alma mi alma», hasta que yo demuestre que fue ella quien cometió el crimen?». Y la señora Bucket va y me dice, con toda la claridad que le permite la sábana: «¡Bucket, te lo prometo!». ¡Y ha cumplido magníficamente!

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