Causa de muerte (2 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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—Según el código de Virginia, el cadáver es jurisdicción mía, no de ustedes ni de ningún otro cuerpo de policía, de bomberos, de rescate ni de ningún servicio de pompas fúnebres. Que nadie toque el cadáver hasta que yo lo diga.

Lo dije con suficiente énfasis como para que el detective comprendiera que sabía ser muy dura.

—Tendré que decirle a todo el equipo de rescate y a los del varadero que habrá que esperar, y la noticia no les va a gustar. La Marina ya me está presionando para que despeje la zona antes de que se presente la prensa.

—Este caso no es jurisdicción de la Marina.

—Eso, dígaselo usted. Los barcos son suyos.

—Se lo diré encantada. Mientras tanto, dígales a todos que voy para ahí-le indiqué antes de colgar.

Pensé que podía tardar muchas horas en volver a la casa y dejé una nota en la puerta con crípticas instrucciones a Lucy para que pudiera entrar si yo no estaba. Escondí la llave donde sólo ella podría encontrarla, preparé el maletín médico y cargué el equipo de inmersión en el portaequipajes del Mercedes negro. A las diez menos cuarto la temperatura había subido a nueve grados, y mis intentos de ponerme en contacto con el capitán Pete Marino, en Richmond, habían resultado infructuosos.

—¡Gracias a Dios! —murmuré cuando por fin sonó el teléfono del coche. Descolgué—. Scarpetta.

—Soy yo.

—¡Has conectado el intercomunicador! ¡Estoy asombrada!

—Si tanto te asombra, ¿por qué me has llamado? —Por su tono de voz parecía contento de hablar conmigo—. ¿Qué sucede?

—¿Sabes ese reportero que te cae tan mal? —Tuve buen cuidado de no dar detalles porque tal vez nuestra comunicación estaba intervenida mediante aparatos de escucha.

—¿Cuál de ellos?

—Ese que trabaja para la AP y que siempre ronda por mi oficina.

Marino hizo una pausa, pensativo, antes de preguntar:

—¿Y qué sucede? ¿Tienes una cita con él?

—Es probable que sí, por desgracia. Voy camino del río Elizabeth. Acaban de llamar de Chesapeake.

—Espera un momento. No se tratará de esa clase de citas, ¿verdad? —Su tono de voz estaba cargado de malos presagios.

—Me temo que sí.

—¡Joder!

—Sólo tenemos un permiso de conducir, así que todavía no podemos asegurarlo con rotundidad. Voy a llegarme hasta allí y echar un vistazo antes de mover el cuerpo.

—Espera un momento —dijo Marino—. ¿Por qué tienes que hacerlo tú? ¿No puede ocuparse otro de ese asunto?

—No. Es preciso que vea ese cadáver tal como ha sido encontrado —repetí. Marino, siempre demasiado protector, estaba muy disgustado. No era preciso que dijera una palabra más para que yo me diera cuenta de ello—. He pensado que tal vez querrías echar un vistazo a su casa en Richmond.

—Sí, claro que quiero.

—No sé qué vamos a encontrar.

—Por mí, ojalá hubieras dejado que ellos lo descubrieran primero, fuera lo que fuese.

En Chesapeake tomé la salida del río Elizabeth, doblé a la izquierda por High Street y dejé atrás iglesias de ladrillo, recintos de exposición de coches usados y casas móviles. Más allá de la cárcel de la ciudad y del cuartel central de la policía, los barracones de la Marina se diseminaban por el panorama amplio y deprimente que formaba un recinto de desguace rodeado por una valla oxidada rematada con alambre de espino. En medio de varias hectáreas de terreno cubiertas de piezas metálicas y hierbajos se alzaba una planta de producción de electricidad que, al parecer, quemaba desperdicios y carbón para suministrar al astillero la energía necesaria para desarrollar su trabajo, lúgubre e indolente. Aquel día las chimeneas estaban apagadas y todas las grúas del dique seco permanecían inmóviles en sus raíles. Al fin y al cabo estábamos en Nochevieja.

Me dirigí hacia un edificio principal construido de bloques de hormigón con un enlucido ocre, más allá del cual se extendían largos malecones asfaltados. Cuando llegué ante la verja de entrada salió de la garita un joven con ropas civiles y casco de operario. Bajé el cristal de la ventanilla mientras las nubes se arremolinaban en el cielo barrido por el viento.

—Ésta es zona restringida —me dijo. Su rostro no mostraba la menor expresión.

—Soy la doctora Kay Scarpetta, la forense jefe —respondí al tiempo que le mostraba la placa que simbolizaba mi jurisdicción sobre cualquier muerte súbita, desasistida, inexplicada o violenta que se produjera en la demarcación de Virginia.

El hombre se inclinó hacia la ventanilla, examinó mi credencial y levantó varias veces la vista, para contemplarme y observar el coche.

—¿Usted es la forense jefe? —dijo por último—. ¿Y cómo es que no trae el coche de muertos?

Ya había oído aquella pregunta otras veces.

—El coche de muertos es cosa de las agencias funerarias y yo no trabajo para ninguna de ellas —respondí con paciencia—. Yo soy médico forense.

—Necesitaré algún otro documento de identificación, señora.

Le entregué el permiso de conducir, completamente convencida de que seguiría sufriendo obstáculos como aquél cuando el centinela me diera vía libre.

El hombre se apartó del coche y se acercó a los labios un intercomunicador portátil.

—Unidad once a unidad dos —dijo, y me volvió la espalda como si fuera a transmitir algún secreto.

—Aquí dos —llegó la respuesta.

—Tengo aquí a una tal doctora Scaylatta. —El tipo pronunció mi apellido peor que casi todo el mundo.

—Recibido. La estamos esperando.

—Señora-me dijo el centinela—, siga recto y encontrará un aparcamiento a la derecha. —Indicó la dirección con la mano—. Tiene que dejar el coche allí y caminar hasta el malecón dos, donde encontrará al capitán Green. Es a él a quien tiene usted que ver.

—¿Y dónde encontraré al detective Roche? —inquirí.

—A quien debe ver es al capitán Green —me repitió el hombre.

Subí el cristal de la ventanilla mientras él abría una cancela tachonada de rótulos que advertían de que iba a entrar en una zona industrial en la que corría el riesgo de impregnarme de pintura en aerosol, donde se requería equipamiento de seguridad y donde quien aparcaba lo hacía bajo su propia responsabilidad. A lo lejos, deslustrados cargueros grises y naves de desembarco de tanques, junto a dragaminas, fragatas e hidroaviones, parecían intimidar al frío horizonte. En el segundo malecón vi ambulancias y vehículos policiales, a cuyo alrededor se había congregado un pequeño grupo de hombres.

Dejé el coche donde me había dicho el centinela y me dirigí hacia ellos con paso decidido. Había dejado el maletín médico y el equipo de inmersión en el vehículo, de modo que los hombres vieron acercarse a una mujer de mediana edad con las manos vacías y abrigada con botas de montaña, pantalones de lana y un tabardo verde oliva. En cuanto pisé el malecón, un hombre canoso y distinguido, de uniforme, me interceptó muy serio como si estuviera entrando en una propiedad privada.

—¿Qué desea? —preguntó en un tono que me obligaba a detenerme, mientras el viento le desordenaba los cabellos y daba color a sus mejillas.

Expliqué de nuevo quién era.

—¡Ah, bien! —Su tono de voz no decía lo mismo, desde luego—. Soy el capitán Green, del Servicio de Inteligencia de la Marina. En realidad, no es necesario que sigamos con esto. —Dejó de mirarme y se volvió hacia otro hombre que estaba cerca—. Tenemos que desalojar a esos agentes de policía...

—Disculpe, ¿quiere decir al SIM? —lo interrumpí, pues estaba decidida a aclarar aquello inmediatamente—. Según mis datos, este varadero no es propiedad de la Marina. Si lo fuera, yo no debería estar aquí; el caso sería jurisdicción de la Marina y la autopsia del cuerpo la llevarían a cabo sus patólogos.

—Señora —replicó el capitán, como si mi comentario hubiera puesto a prueba su paciencia—, el varadero es una instalación gestionada por un contratista civil, y efectivamente no es propiedad de la Marina, pero ésta tiene un comprensible interés por el asunto porque, según parece, algún submarinista buceaba sin autorización en torno a nuestros barcos.

—¿Se le ocurre alguna teoría sobre por qué alguien iba a hacer tal cosa? —pregunté mientras miraba a mi alrededor.

—Algunos buscadores de tesoros creen que en estas aguas van a encontrar balas de cañón, campanas de viejas naves u otros chismes y artefactos antiguos.

Nos hallábamos entre el carguero
El Paso
y el submarino
Explorer
, cuyos cascos flotaban en el río, deslustrados y rígidos. El agua parecía café con leche y pensé que la visibilidad sería aún peor de lo que había temido. Cerca del submarino había una plataforma de buceo, pero no observé rastro alguno de la víctima, del grupo de rescate ni de la policía que, al parecer, trabajaba en el suceso. Pregunté a Green al respecto mientras una racha de viento húmedo me dejó el rostro aterido. La respuesta del capitán fue volverme la espalda de nuevo.

—¡Joder! No puedo pasarme aquí todo el día esperando a Stu —comentó al otro hombre, que vestía pantalones de peto y una mugrienta chaqueta de esquí.

—Podríamos obligar a Bo a presentarse aquí, capitán —fue la respuesta.

—De eso, nada —replicó Green, que parecía conocer muy bien a aquellos trabajadores del varadero—. No tiene objeto llamar a ese muchacho.

—Todos sabemos que a esta hora de la mañana ya no lo encontraremos sobrio —dijo otro hombre, de barba larga y enmarañada.

—Quítate allá que me tiznas, dijo la sartén al cazo... —comentó Green, y todos se echaron a reír.

El hombre de la barba tenía unas facciones como carne picada para hamburguesas. Me observó con mirada astuta y penetrante mientras encendía un cigarrillo, protegiendo la cerilla del viento entre sus manos, ásperas y desnudas.

—No había tomado un trago desde ayer, ni siquiera de agua —aseguró entre nuevas risas de sus compañeros—. Hace un frío de cojones. Debería llevar un abrigo más grueso —añadió, abrazándose.

—El que está frío de verdad es ése de ahí abajo —apuntó otro trabajador del varadero con un castañeteo de dientes. Al oír el comentario me di cuenta de que se refería al buceador muerto—. ¡Frío, frío!

—Ahora ya no lo nota.

Dominé mi creciente irritación y dije a Green:

—Ya sé que está impaciente por empezar a actuar. Yo también lo estoy, pero no veo por aquí ningún policía ni equipos de rescate. Tampoco he visto la batea ni la zona del río donde se ha localizado el cuerpo.

Noté media docena de pares de ojos fijos en mí y escruté los rostros, curtidos por la intemperie, de lo que habría podido ser una pequeña banda de piratas vestida para los tiempos modernos. Yo no estaba invitada a su club secreto y la escena me recordó un tiempo, años atrás, en que el aislamiento y el trato descortés aún conseguían hacerme llorar.

—La policía está dentro, utilizando los teléfonos —respondió finalmente Green—. Ahí, en el edificio principal, el que tiene la gran ancla en la fachada. Y es posible que los buceadores también estén dentro, tratando de mantenerse calientes. La brigada de rescate está en un embarcadero al otro lado del río, esperando su llegada. Tal vez le interese saber que la policía acaba de encontrar en ese mismo embarcadero un camión y un remolque, al parecer propiedad de la víctima. Si quiere seguirme... —El capitán echó a andar—. Le enseñaré el lugar que le interesa. Supongo que se propone bajar con los otros buceadores.

—Así es. —Avancé a su lado por el muelle.

—Realmente no sé qué espera descubrir.

—Hace mucho que aprendí a no esperar nada, capitán Green.

Al pasar ante los barcos viejos y desvencijados, observé una gran cantidad de cables metálicos que salían de los cascos y se hundían en las aguas.

—¿Qué son? —pregunté.

—Protectores catódicos —respondió el capitán—. Transportan una carga eléctrica para reducir la corrosión.

—Supongo que los habrán desconectado...

—Viene de camino un electricista que cortará la luz de todo el muelle.

—Tal vez el buceador tocó esos protectores. No creo que le resultara fácil verlos.

—Aunque los tocara, la carga eléctrica es muy débil —respondió el capitán, como si todo el mundo tuviera que saberlo—. Es como recibir un calambre con una pila de nueve voltios. Los protectores no lo mataron; eso ya puede tacharlo de su lista.

Nos habíamos detenido al final del muelle, donde quedaba a la vista la popa del submarino parcialmente hundido. Anclada a menos de diez metros había una batea de aluminio de fondo plano, de color verde oliva, con una larga manguera negra que salía del compresor, colocado en un tubo interior en el lado del copiloto. El fondo de la batea estaba lleno de herramientas, piezas de equipo de buceo y otros objetos que, sospeché, habían sido inspeccionados de forma bastante descuidada. Me sentí más irritada de lo que me hubiera gustado demostrar.

—Lo más probable es que se ahogara —decía Green—. Casi todas las muertes de buceadores que he visto han sido por asfixia. Es posible morir en aguas tan poco profundas como éstas. Y así resultará en este caso.

—El equipo de ese desgraciado es poco corriente, desde luego —dije sin hacer caso de sus dogmas médicos.

Green contempló la embarcación, que apenas se movía en la corriente.

—Un compresor. Sí, algo así no es nada habitual por aquí.

—Cuando encontraron la batea, ¿todavía funcionaba?

—No. Había consumido el carburante.

—¿Qué me puede decir del aparato? ¿Es un artilugio casero?

—No, es comercial —explicó el capitán—. Un compresor de cinco caballos de potencia, a gasolina, que aspira aire de la superficie a través de una manguera de baja presión conectada a un regulador secundario. El tipo podía quedarse abajo cuatro, cinco horas, mientras le durara el combustible.

Green no apartó la vista de la embarcación.

—¿Cuatro o cinco horas? —Me volví hacia él—. ¿Para qué? Lo entendería si estuviera pescando langostas u orejas marinas. —No obtuve respuesta y continué—: ¿Qué hay ahí abajo? Y no me diga que restos de la Guerra de Secesión, porque los dos sabemos que por aquí no se encuentra de eso.

—En realidad ahí abajo no hay nada de nada.

—Pues el tipo creía que sí-insistí.

—Por desgracia para él, se equivocaba. Fíjese en esas nubes que se acercan. Al final va a caer una buena. —Se subió las solapas del abrigo hasta las orejas—. Supongo que será usted una buceadora consumada...

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