Cazadores de Dune (49 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cazadores de Dune
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Los hombres de la Cofradía siguieron las instrucciones y desplegaron los pocos destructores que las Honoradas Matres habían conservado en Tleilax. Flotando en su tanque sellado, Edrik sonrió. Esto retrasaría los planes militares de la Nueva Hermandad en años, si no décadas. Todas esas armas desaparecerían, al igual que la capacidad industrial para fabricar más. Con un solo golpe, la madre superiora Hellica quitaría de en medio una clave del arco de la civilización humana.

Lo hago por la especia,
pensó Edrik.
El Oráculo nos prometió una nueva fuente de especia.

Las compuertas del vientre del carguero se abrieron y los destructores descendieron sobre el planeta como bolas de cañón fundidas. Cuando penetraron suficientemente la atmósfera, se fisionaron y empezaron a propagar ondas de calor aniquilador. La gente de Richese vio que el planeta entero empezaba a arder sin entender lo que estaba pasando.

Continentes enteros se agrietaban, los frentes de llamas se extendían furiosos por la atmósfera. Las bandas electromagnéticas estaban colapsadas de gritos desesperados, gritos de terror y dolor, y cuando los destructores completaron su misión solo quedó el hiriente sonido de la estática. Por todo el planeta, talleres de armas, astilleros, ciudades, cadenas montañosas y océanos enteros desaparecieron convertidos en vapor ionizado. El suelo se convirtió en cerámica cocida y caliente.

Incluso Edrik estaba impresionado por lo que veía. Esperaba que Hellica supiera lo que estaba haciendo. La madre comandante Murbella no podría pasar por alto una agresión como aquella, y sabría muy bien a quién debía culpar. Tleilax era el único enclave rebelde que las Honoradas Matres conservaban.

El carguero partió en silencio, y atrás quedó el planeta muerto de Richese.

72

La podredumbre de dentro se extiende siempre al exterior.

Proverbio sufí

—Hay un momento para las conversaciones y un momento para la violencia. Este no es momento para hablar. —Murbella había convocado a Janess y a Kiria, una antigua Honorada Matre, para que la acompañaran en la torre más alta de Central. Después de la destrucción de Richese, su ira era tan grande que incluso ahogaba las voces de las Otras Memorias—. Tenemos que cortar la cabeza del monstruo.

Se habían destruido tantas armas importantes, una flota gigantesca y armada que casi estaba terminada, todo aquel potencial para defender a la humanidad… ¡y todo arruinado por culpa de aquella ramera de Hellica! Aparte de los cargamentos de armas que ya habían recibido, Murbella no tenía nada que compensara todos aquellos años de pagos a Richese.

En Casa Capitular la mañana era nublada, aunque las nubes se debían a las tormentas de polvo, no a la lluvia. Un frente frío había llegado. Caprichos del clima de un ecosistema en los estertores de la muerte. Allí abajo, en el campo de prácticas, las valquirias vestían hábitos negros con capuchas y guantes para protegerse del viento penetrante, aunque las Reverendas Madres podían manipular su metabolismo para soportar temperaturas extremas. Los enfrentamientos entre ellas eran impresionantes, porque se entregaban a la lucha con abandono. Todas habían oído la noticia de la destrucción de Richese.

—Tleilax es nuestro último objetivo —dijo Kiria—. Tendríamos que actuar sin dilación. Golpear ahora, sin piedad.

Janess se mostraba más cauta.

—No podemos permitirnos nada que no sea una victoria absoluta. Tleilax es el enclave más poderoso que les queda, el lugar donde las rameras están más protegidas.

Murbella adoptó una expresión reservada.

—Por eso precisamente utilizaremos una táctica distinta. Necesito que vosotras dos me despejéis el camino.

—Pero destruiremos Tleilax, ¿verdad? —Kiria estaba obsesionada con la idea.

—No, lo conquistaremos. —La brisa cortante soplaba ahora más fuerte—. Pienso matar a la madre superiora Hellica personalmente, y las valquirias eliminarán al resto de rameras rebeldes. De una vez por todas.

Murbella habría querido tranquilizarlas diciendo que la Nueva Hermandad podría conseguir nuevas armas, nuevas naves, pero ¿dónde? Y ¿cómo afrontar un desembolso tan grande cuando casi estaban en bancarrota y habían ampliado su crédito a unos extremos impensables?

Lo que había que hacer estaba muy claro. Incrementar la recolección de especia en la franja desértica de Casa Capitular y ofrecerla a la voraz Cofradía, cosa que los convencería para que cooperaran en el plan global de la Hermandad para defender a la humanidad. Si satisfacía su sed insaciable de melange, la Cofradía la ayudaría de buena gana a montar una operación militar eficaz. Un precio bien pequeño.

—¿Cuál es vuestro plan, madre comandante? —preguntó Janess.

Murbella se volvió a mirar el rostro severo de su hija y a la temeraria Kiria.

—Vosotras dos bajaréis secretamente a Tleilax con un grupo de valquirias. Vestíos como Honoradas Matres y moveos entre ellas, y descubrid sus puntos débiles. Os doy tres semanas para que descubráis cómo destruir al enemigo desde dentro. Necesito que estéis preparadas para cuando lance el ataque a gran escala.

—¿Queréis que me haga pasar por una de las rameras? —­preguntó Janess.

Kiria suspiró.

—Para nosotras será fácil. Ninguna Honorada Matre podría caminar entre nosotras sin que la descubriéramos, pero lo contrario sí es posible. —Le dedicó una sonrisa descomunal a Janess—. Yo te enseñaré cómo hacerlo.

La otra joven ya estaba calibrando las diferentes posibilidades.

—Si actuamos secretamente entre ellas, podemos colocar explosivos en puntos estratégicos, sabotear sus defensas y transmitir planes codificados con los detalles sobre Bandalong. Podemos provocar el caos en el momento decisivo…

Kiria la interrumpió.

—Os despejaremos el camino, madre comandante. —Y dobló sus dedos como garras, ansiosa por volver a probar la sangre—. Estoy impaciente.

Murbella miraba a lo lejos. Cuando se hubieran asegurado Tleilax, la Nueva Hermandad, la Cofradía Espacial y los otros aliados de la humanidad podrían hacer frente al verdadero Enemigo.
Si hemos de ser destruidos, que sea a manos de nuestro verdadero enemigo, no con un puñal clavado en la espalda.

—Quiero que venga un representante de la Cofradía enseguida. Tengo una propuesta que hacer.

73

La Dispersión nos llevó mucho más allá del alcance de cualquier amenaza. También nos cambió, e hizo que nuestras líneas genéticas se diversificaran tanto que la palabra «humano» ya nunca volverá a significar una única cosa.

M
ADRE
SUPERIORA
A
LMA
M
AVIS
T
ARAZA
,
Petición de análisis y modificación del programa reproductivo Bene Gesserit

La gabarra de la no-nave voló en círculos sobre una zona boscosa cerca de uno de los extraños asentamientos de los nativos. Sheeana vio una ciudad parecida a un parque con torres cilíndricas repartidas entre los árboles, camufladas para pasar desapercibidas entre el paisaje. Los adiestradores (si eran ellos realmente quienes vivían allí) repartían sus asentamientos de forma regular por las zonas de bosque. Por lo visto aquella gente prefería los espacios abiertos a la vida en metrópolis masificadas como colmenas. Quizá la Dispersión había sofocado en ellos el deseo de aglomeraciones.

Aunque no había tenido muchas ocasiones de hacer prácticas de vuelo, era evidente que el Bashar recordaba cómo hacerlo de su vida anterior. Cuando aterrizó en un prado salpicado de flores, Sheeana apenas notó una ligera sacudida. El joven Thufir Hawat iba en el asiento del copiloto, observando todo cuanto hacía su mentor.

Los principales edificios de aquella ciudad de bosque eran elevados cilindros de varios pisos de altura construidos con madera lacada en dorado, como tubos de un órgano para una catedral en la espesura. ¿Torres de vigilancia? ¿Estructuras defensivas? ¿O se trataba simplemente de plataformas de observación para tener una vista privilegiada sobre los bosques serenos y fluidos?

A su alrededor, los densos bosques de álamos temblones de corteza plateada se veían sanos y hermosos, como si los nativos los cuidaran con mimo. En la nave, guiándose por las parcas descripciones de los futar, Sheeana había intentado recrear lo mejor posible el hogar que recordaban. Sin embargo, al contemplar los majestuosos álamos comprendió que había fracasado miserablemente.

Seguros en la cámara de carga de la gabarra, los cuatro futar hacían ruidos y aullaban impacientes, como si intuyeran que estaban en casa y supieran que los adiestradores estaban muy cerca. Cuando la escotilla lateral de la nave se abrió y la rampa de desembarque se extendió, Sheeana salió la primera. Teg y Thufir se unieron a ella en la suave hierba; en cambio el rabino prefirió esperar junto a la escotilla.

Sheeana dio una bocanada de aquel aire tan puro, saturado del aroma resinoso a pulpa de madera y hojas, a serrín y lluvia. Diminutas flores blancas y amarillas añadían un toque perfumado. El aire perpetuamente reciclado del
Ítaca
nunca olía tan bien, ni tampoco el aire seco de Rakis, donde Sheeana había pasado su infancia, ni siquiera en Casa Capitular.

No muy lejos, Sheeana veía figuras en lo alto de las torres. Otras siluetas aparecieron en las pequeñas ventanas recortadas en el mosaico lacado de tablones. Los vigías señalaban desde los tejados circulares. El sonido de los cuernos resonaba por el bosque y señales estroboscópicas destellaban para alertar a observadores más lejanos. Todo tenía un aspecto bucólico, natural y refrescantemente primitivo.

Cuando finalmente una delegación fue a su encuentro, Sheeana y sus compañeros pudieron ver por primera vez a los supuestos adiestradores. Como raza, aquella gente eran altos y delgados, con cabezas alargadas y hombros estrechos. Sus largas extremidades colgaban sueltas, y se doblaban con ligereza por las articulaciones.

El líder del grupo era un hombre relativamente atractivo con un pelo tieso de un blanco plateado. Lo más sorprendente era una franja oscura de pigmento que cruzaba su rostro pálido pasando por encima de los ojos verdes, como la máscara de un bandido. Todos los nativos, hombres y mujeres por igual, presentaban la misma pigmentación, que no parecía artificial.

Como portavoz del grupo, Sheeana se adelantó. Antes de que tuviera tiempo de decir nada, vio que los nativos la miraban con recelo, evaluando, condenando. No se fijaron en el Bashar, ni en el rabino, ni en Thufir Hawat, no, sus ojos agudos la miraban solo a ella. Sheeana se puso enseguida en guardia, buscando en su mente. ¿Había hecho algo mal?

Y entonces, mientras meditaba en el grupo que la acompañaba —­un anciano, un joven y un niño junto a una mujer fuerte que obviamente asumía el mando—, de pronto comprendió su estupidez. Los adiestradores habían creado a los futar para que cazaran y mataran a Honoradas Matres. Por tanto, eso es que consideraban a las rameras sus enemigos mortales. Y al verla aparentemente al frente de aquellos hombres…

—No soy una Honorada Matre —espetó antes de que sacaran una conclusión equivocada—. Estos hombres no son mis esclavos. Todos nosotros hemos luchado contra las Honoradas Matres, y huimos de ellas.

El rabino reaccionó con sorpresa, mirando a Sheeana con el ceño fruncido, como si no entendiera de qué hablaba.

—¡Por supuesto que no eres una Honorada Matre! —No había captado aquella corriente subterránea de recelo.

Teg, en cambio, asintió, porque comprendió enseguida.

—Tendríamos que haberlo pensado. —Thufir Hawat también analizó la información y llegó a la misma conclusión.

El hombre más alto con ojos de mapache consideró sus palabras por un momento, miró a los tres hombres que acompañaban a Sheeana e inclinó su cabeza alargada. Su voz era tranquila pero resonante, como si le saliera de muy adentro del pecho y no de la garganta.

—Entonces tenemos el mismo enemigo. Soy Orak Tho, adiestrador mayor de este distrito.

Adiestradores. Entonces es cierto.
Sheeana sintió una oleada de emoción, y alivio.

Orak Tho se inclinó hacia delante, acercándose desagradablemente a Sheeana. En lugar de ofrecerle la mano en un gesto más tradicional de saludo, olfateó con fuerza la base de su cuello. Y se incorporó sorprendido.

—Lleváis futar con vosotros. Los huelo en tu piel y tus ropas.

—Cuatro, rescatados de manos de las Honoradas Matres. Nos pidieron que los trajéramos aquí.

Teg le susurró algo a Thufir, y el joven corrió obedientemente a la gabarra. Sin demostrar ningún miedo, dejó salir a los cuatro hombres-bestia de la cámara de seguridad. Los futar salieron dando brincos, felices, con Hrrm a la cabeza. Dando gráciles saltos, Hrrm corrió por la hierba hacia el líder de los adiestradores y sus compañeros.

—¡Casa! —ronroneó Hrrm contra su cuello.

Orak Tho inclinó su rostro estilizado para acercarse a Hrrm. Los movimientos del adiestrador también tenían un algo animal. Quizá aquellos amaneramientos les ayudaban a relacionarse con los futar, o quizá es que aquellas dos ramas codependientes de la humanidad no estaban tan alejadas después de todo.

Los futar correteaban alrededor de los adiestradores, que los tocaban y los olfateaban entusiasmados. Sheeana percibía el fuerte olor de las feromonas, liberadas como forma de comunicación o de control. Hrrm se apartó de los otros un instante y se volvió hacia Sheeana. Y en el resplandor de sus ojos amarillos de predador, Sheeana vio una inmensa gratitud.

74

Los recuerdos de un ghola pueden ser un cofre del tesoro o un demonio que espera agazapado para saltar. No desates nunca el pasado de un ghola sin tomar antes precauciones.

R
EVERENDA
MADRE
S
CHWANGYU
, informe desde Central de Gammu

Después de tres años de intentos infructuosos y diferentes técnicas de tortura para despertar sus recuerdos, Vladimir empezaba a temer que Khrone estuviera perdiendo el interés, o la esperanza. El Danzarín Rostro estaba atrapado en una rutina de métodos ineficaces y, sencillamente, ya no sabía lo que hacía. Aun así, el joven ghola de quince años esperaba con entusiasmo sus pequeñas «sesiones de sufrimiento». Ya había descubierto que Khrone no le haría daño de verdad, y había acabado por disfrutar del dolor.

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