Cianuro espumoso (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cianuro espumoso
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Lord Kidderminster le salió al encuentro, le estrecho la mano y dijo cortésmente:

—Ha sido usted muy puntual, inspector. Permítame que le diga que agradezco su cortesía de venir aquí en lugar de exigir que mi hija y su esposo fueran a Scotland Yard, cosa que, naturalmente, hubiesen estado dispuestos a hacer de haber sido necesario, claro está... aunque no por ello agradecen menos su amabilidad.

—Así es, inspector —afirmó Sandra con voz serena.

Llevaba un vestido rojo oscuro y, sentada como se allaba con la luz de la estrecha ventana detrás de ella, le recordó a Kemp la figura de un vitral que había visto en una catedral extranjera. La larga cara ovalada y la leve angulosidad de sus hombros acentuaban el efecto. Santa... (no recordaba quién le habían dicho). Pero lady Alexandra Farraday no era una santa, ni con mucho. Y, sin embargo, algunos de aquellos santos antiguos habían sido individuos muy raros, desde su punto de vista.

Stephen Farraday estaba de pie junto a su esposa. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Se mantenía correcto y convencional. Era el legislador elegido por el pueblo y no Stephen el hombre en aquellos momentos. Tenía sumergida su propia personalidad, pero esa personalidad existía, como no ignoraba el inspector.

Lord Kidderminster intervino otra vez y dirigió con mucha habilidad el curso de la entrevista.

—No le oculto, inspector, que éste es un asunto muy doloroso y desagradable para todos. Ésta es la segunda vez que mi hija y mi yerno se ven asociados a una muerte violenta acaecida en un lugar público: el mismo restaurante y dos miembros de la misma familia. La notoriedad de ese género siempre es perjudicial para un hombre público. La publicidad, claro está, no puede evitarse. Todos lo comprendemos, y tanto mi hija como Mr. Farraday tienen verdaderos deseos de ayudarle en todo lo que puedan, con la esperanza de que el asunto pueda aclararse aprisa y se desvanezca el interés del público.

—Gracias, lord Kidderminster. Le agradezco mucho la actitud que ha adoptado. Desde luego, nos hace más fácil la investigación.

—Pregunte usted lo que quiera, inspector —dijo Sandra Farraday.

—Gracias, lady Alexandra.

—Un momento, inspector —le interrumpió lord Kidderminster—. Ustedes tienen, naturalmente, sus propias fuentes de información y deduzco, por lo que me dice mi amigo, el jefe de policía, que la muerte de Barton se considera como un asesinato más que un suicidio, aunque teniendo en cuenta las apariencias, el suicidio parecería la explicación más lógica para el público en general.
Tú creíste
que se trataba de un suicidio, ¿verdad, Sandra?.

La gótica figura inclinó levemente la cabeza.

—Anoche me pareció tan claro... —manifestó Sandra pensativa—. Nos hallábamos en el mismo restaurante y ocupando exactamente la misma mesa donde la pobre Rosemary se envenenó el año pasado. Hemos visto alguna vez a Mr. Barton durante el verano y la verdad es que lo encontramos muy raro, muy distinto a lo que solía ser, y todos creímos que la muerte de su esposa se había convertido en su obsesión. La quería mucho, ¿sabe?. No creo que se consolara nunca. Así que la teoría de un suicidio parecía sino natural, por lo menos posible. Pero no me imagino por qué había de querer
nadie
asesinar a George Barton.

—Ni yo tampoco —señaló Stephen Farraday inmediatamente—. Barton era una excelente persona. Estoy seguro de que no tenía ni un solo enemigo en todo el mundo. Era muy estimado.

El inspector contempló los tres rostros interrogadores y reflexionó unos instantes antes de hablar. «Más vale que les dé el susto de una vez», pensó.

—Estoy seguro de que lo que usted dice es cierto, lady Alexandra. Pero existen unos cuantas cosas que ustedes ignoran aún.

Lord Kidderminster intervino rápidamente:

—No debemos hacer presión alguna sobre el inspector. Es decisión suya revelar los hechos que quiera.

—Gracias, pero no hay razón para que no explique las cosas con un poco más de claridad. Haré un resumen. George Barton, antes de su muerte, manifestó a dos personas su creencia de que su esposa, al contrario de lo que se creía, no se había suicidado, sino que una tercera persona la había envenenado. También creía hallarse sobre la pista de dicha tercera persona. Y la fiesta de anoche, aunque aparentemente tenía por objeto celebrar el cumpleaños de miss Marle, formaba en realidad parte de un plan que él se había trazado para descubrir la identidad del asesino de su esposa.

Hubo un momento de silencio y, en dicho silencio, el inspector Kemp, que tenía una gran sensibilidad a pesar de su inescrutable aspecto, sintió la presencia de algo que él calificó como desaliento y temor. No se notaba en ninguno de los semblantes, pero hubiera jurado que existía a pesar de todo.

Lord Kidderminster fue el primero en rehacerse.

—Pero... ¿no cree usted que ese convencimiento en sí mismo pudiera ser prueba de que el pobre Barton no estaba del todo... bien?. Pensar tanto en la muerte de su mujer quizá le trastornó un poco el juicio.

—En efecto, lord Kidderminster, pero demuestra por lo menos que no tenía la menor intención de suicidarse.

—Sí... sí. Comprendo lo que quiere decir.

Y de nuevo reinó el silencio.

De pronto, Stephen Farraday lo rompió con brusquedad.

—Pero, ¿cómo se le metió a Barton esa idea en la cabeza?. Después de todo, Mrs. Barton
si
que se suicidó.

—Mr. Barton no lo creía así —contestó el inspector con una mirada plácida.

—Pero, la policía, ¿no estaba satisfecha? —inquirió lord Kidderminster—. ¿Acaso había algo que sugiriera otra cosa que no fuera suicidio?.

—Los hechos eran compatibles con un suicidio —declaró el inspector—. No había pruebas de que la muerte fuera debida a ninguna otra causa.

Kemp sabía que un hombre del temperamento de lord Kidderminster comprendería al instante el significado exacto de sus palabras. Asumió un tono más oficial y se volvió a Sandra.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas ahora, si me lo permite, lady Alexandra.

—¡No faltaba más!.

Sandra volvió un poco la cabeza hacia él.

—¿No tuvo usted la menor sospecha, por entonces, de que la muerte de Mrs. Barton pudiera ser asesinato y no suicidio?.

—Claro que no. Estaba completamente convencida de que se trataba de un suicidio, y sigo convencida de ello.

Kemp obvió la respuesta.

—¿Ha recibido usted algún anónimo durante el año transcurrido, lady Alexandra?.

La más viva sorpresa pareció quebrantar la calma de la mayor.

—¿Anónimos?. ¡Oh, no!.

—¿Está usted completamente segura?. Esas misivas suelen ser desagradables y la gente prefiere olvidarlas; pero pudieran ser de especial importancia en este caso, y por eso quiero insistir en que, si recibió usted alguna carta de esa clase, es esencial que yo tenga conocimiento de ello.

—Comprendo. Pero puedo asegurarle, inspector, que no he recibido anónimo alguno.

—Bien. Dice usted que Mr. Barton le pareció muy raro este verano. ¿En qué sentido?.

Ella pensó unos instantes.

—Verá... Estaba nervioso... se exaltaba con facilidad. Parecía costarle trabajo atender a lo que se le decía.

Se volvió hacia su marido.

—¿Fue ésta la impresión que te causó a ti, Stephen?.

—Sí... se me antoja que eso describe su aspecto bastante bien. Parecía físicamente enfermo. Había perdido peso.

—¿Observó usted variación alguna de su actitud hacia usted y hacia su esposo?. ¿Menos cordialidad, por ejemplo?.

—No. Todo lo contrario. Había comprado una casa cerca de la nuestra y parecía estar muy agradecido por lo que pudimos ayudarle... presentándolo a la vecindad y todo eso, quiero decir. Claro que lo hicimos muy a gusto... tanto por él como por Iris Marle, que es encantadora.

—¿Era la difunta Mrs. Barton gran amiga suya, lady Alexandra?.

—No, no teníamos gran intimidad. En realidad —rió—, era más amiga de Stephen que de mí. Se le despertó cierto interés por la política y él la ayudó a... bueno, a educarse políticamente... cosa que estoy segura hizo con agrado. Era una mujer encantadora y muy atractiva, ¿sabe usted?.

«Y usted es una mujer muy lista —pensó el inspector jefe con cierta admiración—. ¿Cuánto sabrá de lo ocurrido entre los dos?. No me extrañaría que fuese mucho más de lo que nadie se supone.»

—¿Mr. Barton nunca
le dijo
que no creía que su mujer se hubiera suicidado?.

—No, inspector. Por eso me sobresalté tanto hace un momento.

—¿Y miss Marle? ¿Tampoco habló nunca de la muerte de su hermana?.

—No.

—¿Tiene usted idea de los motivos que impulsaron a George Barton a comprar una casa en el campo?. ¿Le sugirieron usted o su esposo la idea?.

—No. Fue una sorpresa para nosotros.

—¿Los trató siempre amistosamente?.

—Muy amistosamente en verdad.

—Y ahora... ¿qué sabe usted de Mr. Anthony Browne, lady Alexandra?.

—En realidad, no sé una palabra. Lo he visto ocasionalmente, eso es todo.

—¿Y usted, Mr. Farraday?.

—Creo que probablemente yo sé todavía menos de Browne. Ella, por lo menos, ha bailado con él. Parece un muchacho simpático, es norteamericano, según parece.

—¿Diría usted, basándose en sus observaciones de entonces, que tuviera intimidad con Mrs. Barton?.

—No sé absolutamente nada sobre ese particular, inspector.

—Me limito a preguntarle, Mr. Farraday, qué impresión tenía usted.

Stephen frunció el entrecejo.

—Eran amigos... eso es cuanto puedo decir.

—¿Y usted, lady Alexandra?.

—¿Simplemente mi impresión, inspector?.

—Simplemente su impresión.

—Pues, por lo que valga, ahí va. Sí que tuve la impresión de que se conocían mucho y que existía entre ellos cierta intimidad. Sólo, ¿comprende usted?, por la forma que tenían de mirarse, ya que no tengo prueba concreta alguna.

—Las señoras a veces tienen mucha perspicacia en esos asuntos —dijo Kemp. La fatua sonrisa con que hizo esta observación hubiera hecho sonreír al coronel Race de haberse hallado éste presente—. ¿Y que me dice de miss Lessing, lady Alexandra?.

—Tengo entendido que miss Lessing era la secretaria de Mr. Barton. La vi por primera vez la noche en que murió Mrs. Barton. Después de eso, la vi una vez cuando me hallaba en el campo, y anoche.

—Si me es lícito hacerle otra pregunta poco convencional, ¿le dio la impresión de que estaba enamorada de George Barton?.

—No tengo la menor idea, en realidad.

—Pasemos ahora a los sucesos de anoche.

Interrogó minuciosamente a Stephen y a su esposa sobre lo ocurrido en el transcurso de la trágica velada. No había esperado conseguir gran cosa con ello y lo único que obtuvo fue la confirmación de lo que ya le habían contado. Todos los relatos estaban de acuerdo en los puntos más importantes. Barton había propuesto un brindis por Iris y luego se habían levantado inmediatamente para bailar. Todos habían dejado la mesa al mismo tiempo y George e Iris habían sido los primeros en volver a ella. Ninguno podía dar explicación alguna acerca del asiento vacante, salvo que George Barton había dicho claramente que esperaba a un amigo suyo, a un tal coronel Race, que lo ocuparía más tarde, declaración que el inspector sabía que no podía ser cierta. Sandra Farraday dijo, y su esposo lo confirmó, que, cuando las luces se encendieron después del espectáculo, George había mirado la silla de una manera rara y, durante unos momentos, había estado distraído hasta el punto de no oír lo que le decían. Luego había salido de su ensimismamiento y propuso que brindaran por Iris.

El único detalle que el inspector jefe podía contar como nuevo era el relato que hizo Sandra de su conversación con George en Fairhaven, y la súplica de éste de que ella y su marido colaboraran con él en la cuestión de la fiesta para que Iris no se llevara un chasco.

«Resulta un pretexto razonablemente plausible —pensó el inspector—, aunque no es el verdadero.» Cerró la libreta en la que había escrito dos o tres jeroglíficos y se puso en pie.

—Le estoy muy agradecido, lord Kidderminster, así como a lady Alexandra y a Mr. Farraday, por su colaboración.

—¿Será necesario que mi hija asista a la encuesta?.

—Los procedimientos serán de trámite en esta ocasión. Se presentarán las pruebas de identificación y el informe forense, y después se aplazará la encuesta una semana. Para entonces —anunció el inspector, cambiando levemente de tono—, espero que habremos hecho progresos.

Se volvió hacia Stephen Farraday.

—A propósito, Mr. Farraday, hay dos o tres puntos de menor importancia en los que creo que podría usted ayudarme. No es necesario molestar a lady Alexandra. Si me llama a Scotland Yard, podemos quedar allí a una hora que a usted le vaya bien. Ya sé que tiene muchas ocupaciones.

Lo dijo agradablemente, con cierto aire de indiferencia, pero para tres pares de orejas las palabras tuvieron un significado concreto.

Stephen logró contestar con un tono de amistad y cooperación.

—No faltaría más, inspector —exclamó y, tras consultar su reloj, murmuró—: Tengo que marchar a la Cámara.

En cuanto Stephen y el inspector se marcharon, lord Kidderminster se volvió hacia su hija e hizo una pregunta sin ambages:

—¿Stephen tenía algún lío con esa mujer?.

Hubo una brevísima pausa antes de que la hija contestara:

—Claro que no. Me hubiera enterado. Y, sea como fuere, Stephen no es de esos.

—Escucha, querida, es inútil taparse los oídos y enseñar los dientes. Esas cosas se acaban sabiendo por mucho que se intente ocultarlas. Es preciso que sepamos cuál es nuestra situación en este asunto.

—Rosemary Barton era amiga de ese hombre, Anthony Browne. Iban juntos a todas partes.

—Bueno —dijo lord Kidderminster, muy despacio—, tú debieras saberlo.

No creía a su hija. Al salir de la habitación tenía el rostro ceniciento y perplejo. Subió al gabinete de su esposa. Se había mostrado contrario a que ésta acudiera a la entrevista en la biblioteca, consciente de que sus modales altaneros podrían despertar antagonismos. Se le antojaba vital que, en esta crisis, las relaciones con la policía fueran armoniosas.

—Bien —inquirió lady Kidderminster—. ¿Cómo fue todo?.

—Muy bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Kemp es un hombre cortés... de modales agradables... Llevó todo el asunto con mucho tacto, demasiado para mi gusto.

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