Cianuro espumoso (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cianuro espumoso
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La amistad se la había profesado a Rosemary. No existía razón alguna para que continuara yendo a visitar a ninguno de los otros una vez faltara ella. Había sido amigo de Rosemary. Pero, ¡no el amante!. No quería que hubiese sido su amante. Eso le hubiera dolido, le habría hecho un daño enorme.

Volvió a mirar la carta que tenía en la mano. La estrujó. La tiraría, la quemaría...

Fue el instinto lo que la detuvo.

«A lo mejor, algún día resultaría importante poder presentar aquella carta...».

La alisó, se la llevó y la encerró en su joyero.

Podría ser importante algún día demostrar por qué se había suicidado Rosemary.

«¿Alguna cosa más?».

La absurda frase entró en la mente de Iris y le hizo contraer los labios en una amarga sonrisa. La pregunta del dependiente parecía representar con exactitud el proceso mental que tan cuidadosamente estaba dirigiendo.

¿No era eso precisamente lo que intentaba al pasar revista a tiempos pretéritos?. Había acabado con el sorprendente descubrimiento hecho en la buhardilla. Y ahora: «¿Alguna cosa más?. ¿A qué o a quién le tocaba ahora?».

Al comportamiento cada vez más extraño de George, sin duda alguna. Ya venía de años atrás. Detalles que la habían intrigado le parecían ahora claros a la luz de la sorprendente entrevista de la noche anterior. Acciones y comentarios dispersos ocuparon su verdadero lugar en el curso de los acontecimientos.

Y luego la reaparición de Anthony Browne. Sí, quizá fuera el siguiente punto de la secuencia, puesto que había sucedido una semana justa después del hallazgo de la carta.

Iris no recordaba con exactitud sus sensaciones.

Rosemary había muerto en noviembre. En el mayo siguiente, Iris, bajo la tutela de Lucilla Drake, había sido presentada en sociedad. Había asistido a comidas, tés y bailes sin divertirse mucho en realidad. Se había sentido deprimida e insatisfecha. Fue durante un baile aburrido, hacia finales de junio, cuando oyó una voz que decía a sus espaldas:

—Es usted Iris Marle, ¿verdad?.

Al volverse ruborizada, había visto el rostro moreno y burlón de Anthony... de Tony...

—No espero que me recuerde, pero... —dijo él.

—Pero, ¡sí que le recuerdo!. ¡Claro que sí! —le interrumpió Iris.

—¡Magnífico!. Temí que me hubiese olvidado. ¡Hace tanto tiempo que no la había visto!.

—Lo sé. Desde la fiesta que dio Rosemary para su cumple...

Calló. Las palabras habían acudido alegre e impensadamente a sus labios. Sus mejillas perdieron de pronto el color, se quedaron blancas, sin sangre. Le temblaron los labios. De pronto, abrió los ojos desmesuradamente.

Anthony Browne se apresuró a decir:

—Lo siento mucho. Fui un bruto al recordárselo.

Iris tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

—No se preocupe —le dijo.

(No desde la fiesta que diera Rosemary por su cumpleaños. Desde la noche del suicidio de Rosemary. No quería pensar en eso.
¡No quería recordarlo!
).

—Lo siento en el alma —insistió Anthony Browne—. Le ruego que me perdone. ¿Bailamos?.

Ella asintió y, aun cuando ya tenía comprometido el baile que empezaba, salió a la pista con él. Vio a su pareja, un adolescente ruboroso que parecía llevar un cuello demasiado grande, escudriñando a los invitados en su busca. «La clase de pareja —pensó con desdén—, que tienen que soportar las debutantes. No como este hombre, el amigo de Rosemary».

Sintió una aguda punzada.
El amigo de Rosemary
. Aquella carta, ¿había ido dirigida al hombre con el que ahora bailaba con ella?. La gracia felina con que se movía bailando justificaba el apodo de «Leopardo» que citaba Rosemary en su escrito. ¿Habían acaso Rosemary y él...? —¿Dónde ha estado usted todo este tiempo? —le preguntó Iris con brusquedad.

Él la apartó un poco y la miró a los ojos. No sonreía ya, y su voz era fría.

—He estado viajando... Asuntos de negocios. —Ya —dijo Iris. Y prosiguió sin poderse dominar—: ¿Por qué ha vuelto?.

—Quizá... —contestó él con una sonrisa—... para verla a usted, Iris Marle.

Y, estrechándola contra él de pronto, se deslizó por entre las demás parejas con un movimiento continuo, ágil, milagrosamente calculado. Iris se preguntó, con una sensación que era casi completamente de placer, por qué sentía temor.

Desde entonces Anthony se había convertido definitivamente en parte de su vida. Se veían por lo menos una vez a la semana. Se encontraba con él en el parque, en los bailes y, con frecuencia, lo sentaban a su lado en las cenas.

El único sitio al que jamás acudía era a la casa de Elvaston Square. Tardó algún tiempo en darse cuenta de ello, tan hábilmente lograba él esquivar o rechazar cuantas invitaciones recibiera para ir allá. Cuando Iris cayó en la cuenta, empezó a preguntarse la causa. ¿Sería porque Rosemary y él...?.

Hasta que un día, con gran asombro suyo, George, el tolerante George, el George que nunca se metía en nada, le habló de él.

—¿Quién es ese Anthony Browne con quien vas a todas partes?. ¿Qué sabes de él?.

Ella le miró boquiabierta.

—¿Saber de él?. ¡Pero si era amigo de Rosemary!.

Una sacudida nerviosa contrajo el rostro de George. Parpadeó.

—Sí, claro. Es verdad —dijo con voz pesada y opaca.

—Perdona. No debía habértelo recordado —exclamó contrita.

—No, no. No quiero que se la olvide —dijo George con dulzura—. Eso nunca. Después de todo —habló con dificultad, desviando la mirada—, eso es lo que significa su nombre: recuerdo
[1]
. —La miró fijamente—. No quiera que olvides a tu hermana, Iris.

Ella suspiró con fuerza.

—Jamás la olvidaré.

—Pero volvamos a ese joven, Anthony Browne —prosiguió George—. Es posible que Rosemary lo encontrara simpático, pero no creo que supiera gran cosa de él. Tienes que andar con cuidado. ¿Sabes, Iris, que eres una jovencita muy rica?.

Una oleada de ira la invadió.

—Tony... Anthony tiene dinero en abundancia. ¡Si se aloja en el hotel Claridge cuando está en Londres!.

George Barton sonrió un poco.

—Es un hotel eminentemente respetable —murmuró—, además de caro. No obstante, querida, nadie parece saber gran cosa de ese hombre.

—Es norteamericano.

—Es posible. En tal caso, es raro que en su propia embajada no se le considere un poco más. No viene mucho a esta casa, ¿verdad?.

—No. Y comprendo por qué, si hablas en forma tan desagradable de él.

George sacudió la cabeza.

—Al parecer he metido la pata. ¡Oh!. Bueno... Sólo quería avisarte a tiempo. Hablaré con Lucilla.

—¡Lucilla! —exclamó Iris con desdén.

—¿Marcha todo bien? —preguntó George con ansiedad—. Quiero decir... ¿se encarga Lucilla de que lo pases todo lo bien que lo debes pasar?. ¿Fiestas... y todo eso?.

—Ya lo creo que sí. Se desvive por hacerme agradable la existencia.

—Porque, de lo contrario, no tienes más que hablar, hija mía. Podríamos buscar a otra persona. Una más joven y más moderna. Quiero que te diviertas.

—Me divierto, George. Sí que me divierto.

—En tal caso, me alegro. No sirvo yo para esas cosas ni nunca he servido. Pero no dejes de tener todo cuanto te apetezca. No hay necesidad de reparar en gastos.

George era así, bondadoso, torpe, aturdido.

Cumpliendo su promesa o amenaza, habló de Anthony Browne con Mrs. Drake, pero quiso la suerte que el momento no fuera propicio para que Lucilla prestara mucha atención a sus palabras: acababa de recibir un telegrama del bala perdida de su hijo, a quien quería con delirio y que sabía de sobra cómo acongojar a su madre y sacar de ello provecho.

«¿Puedes mandarme doscientas libras?. Desesperado. Vida o muerte. Víctor.».

Lucilla estaba llorando.

—¡Víctor tiene un concepto tan elevado del honor!. Sabe cuan escasos son mis medios y jamás se dirigiría a mí más que en un caso extremo. Nunca lo ha hecho. ¡Tengo siempre tanto miedo de que se suicide!.

—No hay peligro —respondió George Barton, sin la menor piedad.

—No lo conoces. Soy su madre, y, naturalmente, conozco el temperamento de mi hijo. Jamás me perdonaría no haber hecho lo que me pidiese. Me las podré arreglar para mandarle el dinero vendiendo esas acciones.

—Escucha, Lucilla, obtendré informes detallados por medio de uno de mis corresponsales allí. Averiguaremos exactamente en qué clase de atolladero se ha metido Víctor. No obstante, te doy un consejo: déjalo que se las arregle él sólito. No conseguirás que se enderece hasta que lo hagas así.

—¡Eres tan duro, George!. El pobre chico siempre ha tenido mala suerte...

George se contuvo y no le dio a conocer su opinión. Nunca se conseguía nada discutiendo con mujeres. Se limitó a decir:

—Diré a Ruth que se encargue de eso inmediatamente. Mañana mismo ya sabremos algo.

Lucilla se apaciguó a medias. Las doscientas libras se redujeron finalmente a cincuenta; pero Lucilla insistió en mandarle esta última cantidad.

Iris sabía que George había sacado el dinero de su bolsillo, aunque simuló haber vendido las acciones de Lucilla. Le admiraba por su generosidad y así se lo dijo. La respuesta de George fue muy sencilla:

—Según yo veo las cosas, en todas las familias hay algún sinvergüenza... alguien a quien hay que mantener. Uno u otro tendrá que pagar las cuentas de Víctor mientras viva.

—Pero no es necesario que seas tú. No es pariente tuyo.

—La familia de Rosemary es mi familia.

—Eres muy bueno, George. Pero, ¿no podría hacerlo yo?. Siempre dices que estoy forrada.

Él sonrió.

—No puedes hacer nada de eso hasta los veintiún años, jovencita. Y si eres prudente, tampoco lo harás entonces. Pero te haré una advertencia. Cuando un joven telegrafía asegurando que se pegará un tiro sino recibe doscientas libras urgentemente, descubrirás que, por lo general, veinte libras bastan y sobran... ¡Incluso se conformaría con diez!. No hay manera de impedir que una madre se deje extorsionar por su hijo; pero siempre puede rebajarse la cantidad. No lo olvides. Ni qué decir tiene que a Víctor Drake jamás se le ocurriría quitarse la vida. La gente que muchas veces amenaza con suicidarse nunca lo hace.

¿Nunca?
. Iris pensó en Rosemary. Luego desterró aquella idea. George no estaba pensando en Rosemary. Pensaba en un joven caradura y falto de escrúpulos que vivía en Río de Janeiro.

Desde el punto de vista de Iris, la ventaja era que las preocupaciones maternales de Lucilla le impedían prestar toda la atención debida a su amistad con Anthony Browne.

Así que, «¿Alguna cosa más?». ¡El cambio que se había producido en George!. Iris no podía aplazar por más tiempo estudiarlo mejor. ¿Cuándo había empezado?. ¿Cuál era su causa?.

Aún ahora. Iris no lograba establecer con exactitud el momento en que se había iniciado. Desde la muerte de Rosemary, George se había mostrado abstraído y propenso a ratos de ensimismamiento. Todo ello era muy natural. Pero, ¿cuándo se había convertido su abstracción en algo más que natural?.

En su opinión, fue después de su choque por la cuestión de Anthony Browne, cuando notó por primera vez que la miraba perplejo. Luego adquirió la costumbre de regresar a casa temprano de la oficina y de encerrarse en el despacho. No parecía hacer nada allí dentro. Iris había entrado una vez y le había visto sentado ante la mesa, con la mirada fija en el vacío. La miró con ojos apagados. Parecía como si hubiera recibido un rudo golpe; pero al preguntarle ella qué ocurría, él replicó brevemente: «Nada».

A medida que transcurrían los días su aspecto de ensimismamiento aumentaba.

Nadie prestaba gran atención al asunto. Iris, tampoco. Las preocupaciones se achacaban siempre a «los negocios».

Entonces, empezó a hacer preguntas a intervalos y sin causa aparente. Fue entonces cuando Iris empezó a encontrar su comportamiento decididamente «raro».

—Oye, Iris, ¿hablaba mucho contigo Rosemary?.

La joven lo miró con sorpresa.

—Pues claro que sí, George. Por lo menos...

—Bueno, pero, ¿de qué?.

—Oh, de sí misma, de sus amistades, de cómo le iban las cosas. De si era feliz o desgraciada. Todo eso...

Creyó comprender lo que le angustiaba. Debía de haber oído algo del desgraciado asunto amoroso de Rosemary.

—Nunca decía gran cosa —continuó muy despacio—. Quiero decir... siempre estaba muy ocupada... haciendo algo.

—Y tú no eras más que una cría, claro está. Sí, ya lo sé. No obstante, creí que pudiera haberte contado algo.

La interrogó con la mirada, casi como un perro que espera que le echen algo.

Iris no quería que George se llevara un disgusto. Y de todas formas era cierto que Rosemary nunca le había dicho nada. Sacudió la cabeza.

George suspiró.

—Oh, bueno... —dijo con tristeza—. No importa.

Otro día le preguntó, bruscamente, quiénes habían sido las mejores amigas de Rosemary.

Iris reflexionó.

—Gloria King, Mrs. Atwell... Margarita Atwell, Joan Raymond.

—¿Hasta dónde llegaba su intimidad con ellas?.

—Pues... no lo sé con exactitud.

—Quiero decir que ¿tú crees que alguna de ellas pudo ser su confidente?.

—En realidad no lo sé... pero no lo creo muy probable. ¿A qué clase de confidencias te refieres?.

Se arrepintió inmediatamente de haber hecho la pregunta. La respuesta de George la sorprendió, sin embargo.

—¿Dijo Rosemary alguna vez que le tuviera miedo a alguien?.

—¿Miedo...? —exclamó Iris que la miró boquiabierta.

—Lo que quiero saber es si Rosemary tenía enemigos.

—¿Entre otras mujeres?.

—No, nada de eso. Enemigos de verdad. ¿No había nadie que tú supieras que... que le quisiera mal?.

La mirada de Iris pareció desconcertarle. Se puso colorado y añadió:

—Parece tonto, ya lo sé, melodramático. Pero eso era lo que me estaba preguntando.

Un día o dos más tarde empezó a preguntar cosas de los Farraday.

¿Con cuánta frecuencia había visto Rosemary a los Farraday?.

Iris se mostró dubitativa.

—La verdad es que no lo sé, George.

—¿Hablaba alguna vez de ellos?.

—No, creo que no.

—¿Tenían alguna intimidad?.

—A Rosemary le interesaba mucho la política.

—Sí, después de haber conocido a los Farraday en Suiza. Antes de eso jamás le importó un comino.

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