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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (14 page)

BOOK: Cienfuegos
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La pregunta de «maese» Juan de la Cosa quedó flotando en el aire de la choza en que se había mantenido la reunión, y todos los ojos se volvieron al virrey que era en quien recaía tamaña responsabilidad, pero una vez más Don Cristóbal Colón consiguió eludirla con aquella extraña habilidad que demostraba para esquivar los problemas difíciles:

—Que lo decidan ellos —dijo.

—¿Cómo? —se asombró el mayor de los Pinzones—. ¿Por qué ellos?

—Porque son los que deben hacerlo —fue la seca respuesta—. Excepto
Caragato
, el timonel que abandonó su puesto y que debe lógicamente pagar sus culpas, y tres o cuatro revoltosos que prefiero dejar en tierra, los restantes deben decidir por votación quién se queda y quién se va.

—¡Acabarán matándose!

—Intentaremos impedirlo. Quiero esos nombres sobre mi mesa mañana porque dentro de cinco días levaremos anclas rumbo a España. Cuanto antes nos vayamos, antes estaremos de vuelta.

A aquellas alturas era ya oficialmente virrey de las Indias, podía ordenar lo que quisiera e incluso ejecutar a quien le viniera en gana sin tener que dar cuentas de sus actos, y resultaba evidente que tampoco había nadie que tuviera un excesivo interés en discutir sus decisiones.

Descontados los voluntarios y los obligados, se calculó por tanto en doce el número de los que tendrían que quedarse «por las buenas o por las malas». Pero en contra de la opinión del almirante, la elección no tuvo lugar democráticamente, sino que se llevó a cabo por un procedimiento que estaba mucho más en consonancia con la lógica teniendo en cuenta la personalidad de los involucrados: se lo jugarían a las cartas.

Excepto los más ancianos, los enfermos o aquellos de los que se sabía sin lugar a dudas que eran padres de familia numerosa, los hombres se fueron encaminando por grupos a la más apartada de las cabañas del poblado, lejos de la vista del almirante o de sus incondicionales, para tomar asiento en torno a una sucia manta sobre la que el
Caragato
—que por no tener ya nada que perder quedaba libre de toda sospecha— ejercía las funciones de «croupier» de la trascendental partida.

No obstante, y para tratar de investir de unas mínimas dosis de lógica al sorteo, se decidió agrupar a los participantes según sus misiones a bordo, de forma que los contramaestres se enfrentaran a los contramaestres, los gavieros a los gavieros, los carpinteros a los carpinteros y los grumetes a los grumetes.

Fue así como, por mor de la suerte y de su ínfimo grado como miembro de la tripulación, el canario
Cienfuegos
se vio abocado a enfrentarse en último lugar y por la única plaza que quedaba a bordo de
La Niña
, con Pascualillo de Nebrija, que al igual que él, había ido perdiendo uno tras otro sus sucesivos envites.

—¡Bien! —exclamó sonriente el resabiado
Caragato
al que parecía divertir el papel de árbitro de los destinos ajenos—. ¡Veamos quién completa la docena de los condenados a pudrirse en este miserable agujero…! —Barajó una y otra vez las cartas regodeándose en mantener el suspense el mayor tiempo posible y añadió—: ¡A ver, tú!

—ordenó dirigiéndose a un grasiento cocinero llamado Simón Aguirre—: ¡Corta!

El buen hombre lo hizo con mano temblorosa, y sentados uno a cada lado del timonel asturiano, Pascualillo de Nebrija y el isleño contuvieron la respiración mientras el corazón parecía a punto de estallarles en el pecho. Ambos sabían muy bien lo que se estaban jugando, y sobre todo el canario tenía plena conciencia de que si permanecía por lo menos un año a aquel lado del océano, jamás volvería a reunirse con Ingrid.

—Como siempre, a la carta mayor… —especificó el
Caragato
—. Y no se aceptan reclamaciones. Tú primero, Pascualillo. —Señaló, y centímetro a centímetro comenzó a voltear el naipe hasta que, de improviso, y con un golpe brusco, lo lanzó sobre la vieja manta.

—¡Dama!

La exclamación de alegría partió de los labios del nebrijano al tiempo que el pelirrojo advertía cómo un sudor frío le corría por la frente, ya que sabía perfectamente que según las reglas establecidas tan sólo con un rey podía vencer. Tenía por lo tanto doce posibilidades en contra y sólo una a favor.

Con desesperante parsimonia, el improvisado «croupier» destapó una nueva carta:

—¡Dama!

Un sordo rumor se extendió por la cabaña ante el inesperado empate, y todos los cuellos se estiraron tratando de captar mejor la escena.

—Ahora te toca a ti en primer lugar,
Guanche
—señaló el asturiano— ¡Ahí va!

—¡¡DAMA!!

En esta ocasión se trató de un auténtico rugido de asombro y entusiasmo, ya que se había dado el inaudito caso de que tres cartas seguidas fueran exactamente iguales, lo que hacía que, de forma sorprendente, se volvieran las tornas, y el hasta pocos instantes antes sonriente Pascualillo de Nebrija apareciera ahora lívido y a punto de estallar en sollozos.

El
Caragato
le dirigió una larga mirada de burla y desprecio, y mientras comenzaba a lanzar la carta espetó ásperamente.

—¡No seas mierda, coño! No llores y compórtate como un hombre.

El naipe cayó sobre la manta.

—¡¡REY!!

Cuando la popa de
La Niña
se perdió definitivamente en la distancia, rumbo al este, un profundo silencio planeó como una inmensa gaviota negra sobre las cabezas de los treinta y nueve hombres que permanecían al borde del agua contemplando cómo el cordón umbilical que les unía a su mundo se cortaba en dos definitivamente.

Un vacío y una angustia indescriptibles se adueñó incluso de los corazones más insensibles, afectando de igual modo a quienes se habían visto obligados a quedarse a la fuerza en la isla, y a quienes habían elegido voluntariamente renunciar a su país y su pasado.

Una vida humana no está hecha únicamente de carne, sangre, huesos y esperanzas de un futuro mejor, sino también, y de forma muy especial, de recuerdos y vivencias, y aquel triste puñado de hombres solos parecía definitivamente condenado a cortar con una parte tan importante de su existencia, adaptando sus mentes a un «Nuevo Mundo» del que apenas habían entrevisto la más superficial de sus envolturas.

Recostado sobre el torcido tronco de una caprichosa palmera que habiendo nacido en tierra jugaba a dejar caer sus frutos sobre el mar a base de extenderse casi horizontalmente sobre la blanca playa,
Cienfuegos
se iba haciendo más y más hombre a medida que aprendía a controlar sus emociones impidiendo que unas amargas lágrimas vencieran en su enconada lucha por saltarle a los ojos.

El era sin duda, de entre los treinta y nueve condenados, quien más perdía al no haber conseguido plaza a bordo de la nave que se alejaba, porque él era el único que estaba perdiendo la posibilidad de volver a amar como pocas veces se había amado en este mundo.

No era un hogar, una familia, honores o riquezas lo que le aguardaban al otro lado del océano, pero lo era también todo al propio tiempo, porque para el humilde cabrero de La Gomera, el cuerpo, los ojos y la voz de Ingrid Grass constituían sin lugar a dudas su hogar, su familia, y la mayor gloria y fortuna que un hombre hubiera podido obtener a lo largo de toda una vida.

Deseaba llorar, y no lloraba.

Deseaba gritar y guardaba silencio.

Deseaba morir y seguía respirando.

Era como si la vesícula le hubiera estallado mansamente para que una amarga bilis inundara sus venas extendiéndose arteramente por cada partícula de su cuerpo, envenenando su sangre y sus pensamientos, y produciéndole un dolor tan hondo y tan sordo que el cerebro no alcanzaba a encontrar una forma de expresarlo abiertamente.

Odiaba al mundo y se preguntaba por qué razón el destino se había empeñado en jugar con él de una manera tan absurda, ofreciéndole lo mejor que un ser humano se atreve a soñar para quitárselo luego bruscamente y lanzarle de improviso a una desquiciada carrera sin objeto, como si un furioso vendaval hubiese arrancado un árbol de raíz para arrastrarlo por los aires y plantarlo de nuevo en mitad del desierto.

Miró a su alrededor y no distinguió más que seres humanos igualmente desolados que tomaban asiento sobre las arenas o las rocas contemplando ya sin ver la estela de la nave que se llevaba su pasado.

Oscuros presagios de tragedia se habían adueñado poco a poco de todas las voluntades, y la que hasta sólo unas horas antes se le antojara maravillosa tierra de promisión en la que algunos imaginaban que les aguardaba un hermoso futuro, se había transformado como por arte de hechicería en hostil presidio del que nadie conseguiría escapar nunca con vida.

Lo quisieran o no, no eran ya más que náufragos burdamente disfrazados de colonos; andrajosos marinos abandonados a su suerte lo más lejos que jamás estuvo nadie hasta aquellos momentos de su lugar de origen, juguetes de los caprichos de un hombre que no dudaba en sacrificarlos fríamente en aras de sus mezquinos intereses.

—¡Lo consiguió! —fue lo primero que comentó el
Caragato
al tomar asiento a su lado señalando con un gesto el ahora vacío horizonte—. Ya tiene una disculpa para volver.

—¿Qué quieres decir?

—¡No te hagas el tonto,
Guanche
! —fue la desabrida respuesta del timonel—. Lo sabes muy bien. Al no encontrar ni oro, ni al Gran Kan, sino tan sólo unos cuantos papagayos y salvajes desnudos, necesitaba algo con que convencer a los Reyes de que le permitieran regresar, y ese algo hemos sido nosotros.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —quiso saber
Cienfuegos
—. En
La Niña
no cabíamos todos.

—Eso va en opiniones. Y la mía es que las cosas le han salido a pedir de boca.

—¿Incluso el naufragio?

El otro asintió convencido.

—Sobre todo el naufragio. El día oportuno, en el momento oportuno, sin el menor peligro y tras haber permitido por primera vez durante el viaje que toda una tripulación bebiera hasta reventar.

—Era Navidad.

—¡Lo sé! Era Navidad. Un día en que a ningún capitán sensato se le ocurriría la peregrina idea de zarpar con una tripulación borracha cuando no perdía ninguna marea ni tenía prisa por llegar a parte alguna.

—Fuiste tú quien abandonó el timón —le recordó el canario.

—¡Sí! —admitió el asturiano hoscamente—. Fui yo… Pero cualquier otro hubiera hecho lo mismo en las mismas circunstancias. Por primera vez en mi vida me sentía incapaz de mantener los ojos abiertos y te juro por mi madre que después de tantos años de trasegar jarras de vino conozco bien sus efectos. Había algo más.

—El tabaco.

—Yo no pruebo esa mierda.

—El sol y las mujeres.

—Un timonel tiene que estar habituado a aguantar más sol que una veleta, y las mujeres no tiran a toda una tripulación bajo las mesas. Había «algo más»…

—Prefiero no escucharte —replicó
Cienfuegos
con un tono de voz extrañamente serio—. Lo que insinúas puede convertirse en una acusación que te lleve a la horca.

—No me asusta la horca… —replicó el otro con calma—. Lo que teníamos que haber hecho era tirar a ese sucio judío por la borda hace ya mucho tiempo. Pero os dio miedo, y ahora estamos aquí, a merced de esos salvajes y sin la más mínima posibilidad de regresar a casa.

—¡Volverá!

—¡Sí, desde luego! Volverá, de eso estoy seguro… Pero de lo que no lo estoy, es de que consiga volver a tiempo.

—¿A tiempo de qué? ¿Qué puede ocurrir?

—¡Muchas cosas, muchacho! Probablemente, demasiadas.

Se alejó por la playa tal como había venido, sin aparente prisa por llegar a parte alguna puesto que no había allí lugar alguno al que ir, y
Cienfuegos
advirtió cómo al fin iba a tomar asiento junto a uno de los gavieros, para volver a señalar de nuevo el horizonte y repetir sin duda idénticas acusaciones.

¿Podía asistirle alguna razón en lo que había insinuado?

Más que nadie,
Cienfuegos
disponía de suficientes elementos de juicio como para considerar seriamente el punto de vista del asturiano, puesto que hora tras hora se preguntaba qué era lo que en verdad cruzaba por la mente del almirante aquella aciaga noche en que se detuvo frente a él, le miró como si se encontrase a miles de millas de distancia, pareció a punto de darle una orden o inquirir por qué razón se había consentido que el más inexperto de los grumetes gobernase la nave capitana, para acabar por guardar silencio y encerrarse en su camareta.

¡Era todo tan confuso!

Tal vez, de haber sabido que días más tarde
La Pinta
y
La Niña
volverían a encontrarse frente a las costas de La Española, y de que a pesar de la repetida insistencia de sus capitanes de regresar en busca de los que habían quedado en el mal llamado «Fuerte de la Natividad», el virrey se había opuesto a volver, las ideas del cabrero hubieran concluido por aclararse definitivamente.

En
La Pinta
había espacio suficiente para treinta y nueve hombres más, y a partir de aquel momento no existía ya la disculpa de las prisas por adelantar a Martín Alonso Pinzón, pero no obstante la orden de Colón fue poner rumbo a España sin pérdida de tiempo, despreciando las vidas de quienes se habían visto obligados a quedarse atrás.

El virrey de las Indias jamás accedió a dar explicaciones sobre la razón de un acto tan cruel e insensato, e incluso cuando mucho más tarde tuvo ante sus ojos la innegable evidencia de la terrible tragedia que había provocado, se negó a aceptar su indiscutible responsabilidad sobre los hechos, considerando tal vez —como suelen hacerlo la mayoría de los gobernantes— que todo sufrimiento ajeno está plenamente justificado siempre que convenga a los fines de quienes se consideran elegidos por el dedo del destino.

Pero aquellos detalles carecían ahora de importancia.

Ahora, allí, en la isla, arrinconados entre una espesa selva desconocida y un tranquilo océano infestado de tiburones, lo único que importaba era esforzarse por sobrevivir por lo menos un año, y concluir un improvisado «fuerte» utilizando los restos de la que había sido la altiva y fiel
Marigalante
.

Diego de Arana, sumiso y mustio servidor del almirante durante los largos meses de travesía, hasta el punto de que casi nadie a bordo parecía haber reparado en la existencia de aquel hombrecillo encorvado y calvo con más trazas de sacristán o escribano que de marino, pareció descubrir de improviso —cuando ya ni las velas de
La Niña
se avizoraban por parte alguna— que en lo más profundo de su escuálido pecho había dormido siempre un auténtico conductor de multitudes, por lo que se apresuró a impartir inapelables órdenes de cómo y dónde debían alzarse las empalizadas y los fosos, y cuáles eran las nuevas obligaciones de cada uno de sus súbditos.

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