—¡No siento morir! —añadió—. Mi vida es de Dios, y Dios dispone de ella.
—Espere —le respondió el doctor—, estamos a su lado y le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del suplicio.
—No Pido tanto al Cielo —respondió el sacerdote, resignado—. ¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la dicha de apretar manos amigas y oír la lengua de mi país!
El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el día transcurrió entre la esperanza y la zozobra. Kennedy estaba muy conmovido, y Joe volvía la cabeza para ocultar sus lágrimas.
El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía acunar su preciosa carga.
A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste un resplandor inmenso. Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel resplandor por una aurora boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor examinó con atención el fenómeno.
—No puede ser más que un volcán en actividad —dijo.
—Pues el viento nos lleva hacia él —replicó Kennedy.
—Tranquilízate. Pasaremos a una altura considerable.
Tres horas después, el Victoria se hallaba rodeado de montañas. Su posición exacta era 250 15’ de longitud y 40 42’ de latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba torrentes de lava derretida y arrojaba a gran altura enormes peñascos. Había arroyos de fuego líquido que se despeñaban formando cascadas deslumbradoras. El espectáculo era magnífico, pero peligroso, porque el viento, con una fijeza constante, impelía el globo hacia aquella atmósfera incendiada.
Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la imposibilidad de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue abierta por completo, y el Victoria subió a una altura de seis mil pies, dejando entre el volcán y él un espacio de más de trescientas toesas.
Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo contemplar aquel cráter del que se escapaban con estrépito mil haces resplandecientes.
—¡Qué hermoso espectáculo! —dijo—. ¡Cuán infinito es el poder de Dios hasta en sus más terribles manifestaciones!
Aquella inmensa explosión de lava en ignición cubría las laderas de la montaña con un verdadero tapiz de llamas. El hemisferio inferior del globo resplandecía en la noche, y un calor tórrido subía hasta la barquilla. El doctor Fergusson decidió que era preciso huir pronto de aquella atmósfera peligrosa.
Hacia las diez de la noche, la montaña no era más que un punto rojo en el horizonte y el Victoria proseguía tranquilamente su viaje por una zona menos elevada.
La noche tendió sobre la tierra el más magnífico de sus mantos. El sacerdote se durmió, sumido en una postración pacífica.
—¡No volverá en sí! —dijo Joe—. ¡Pobre joven! ¡Treinta años apenas!
—¡Morirá en nuestros brazos! —dijo el doctor con desesperación—. Su respiración se debilita más y más, y nada puedo hacer yo para salvarle.
—¡Malvados! —exclamó Joe, que sentía de vez en cuando arrebatos de cólera—. ¡Cuando pienso que el infeliz aún ha tenido palabras para compadecerles, para excusarles y para perdonarles…!
—El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez su última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no será más que un pacífico sueño.
El moribundo pronunció algunas palabras entrecortadas y el doctor se acercó a él. La respiración del enfermo se hacía difícil; el joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas, y él aspiró con deleite la ligera brisa de aquella noche clara; las estrellas le dirigían su temblorosa luz, y la luna le envolvía en el blanco sudario de sus rayos.
—¡Amigos míos —dijo con voz débil— me muero! ¡Que el Dios que recompensa les conduzca a puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de reconocimiento!
—No pierda la esperanza —le respondió Kennedy—. Lo que siente no es más que un abatimiento pasajero. ¡No va a morir! ¿Se puede morir en una noche de verano tan hermosa?
—¡La muerte está aquí! —respondió el misionero—. ¡Lo sé! ¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de la eternidad, no es más que el fin de las tribulaciones de la tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos, se lo suplico!
Kennedy lo levantó. Lástima daba ver aquellos miembros sin fuerza que se doblaban bajo su propio peso.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó el apóstol moribundo—. ¡Ten piedad de mí!
Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra cuyas alegrías no había conocido jamás, en medio de una noche que le enviaba sus más suaves claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en una ascensión milagrosa, parecía ya revivir una nueva existencia.
Su último movimiento fue una bendición suprema a sus amigos de un día. Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante estaba inundado de lágrimas.
—¡Muerto! —exclamó el doctor, inclinándose sobre él—. ¡Muerto! —Y los tres amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja—. Mañana por la mañana —dijo después Fergusson— le daremos sepultura en esta tierra de África regada con su sangre.
Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y Joe velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra turbó su religioso silencio. Los tres derramaban abundantes lágrimas.
Al día siguiente el viento venía del sur, y el Victoria avanzaba lentamente sobre una vasta meseta montañosa, sembrada de cráteres apagados y yermas hondonadas, sin una gota de agua en sus áridas crestas. Montones de rocas, cantos rodados y margueras blanquecinas denotaban una esterilidad profunda.
Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el cadáver, resolvió bajar a una hondonada, en medio de rocas plutónicas de formación primitiva. Tenía que buscar un refugio en las montañas circundantes para llegar a tierra, pues no había ni un solo árbol donde poder enganchar el ancla.
Sin embargo, tal como le había explicado a Kennedy, el lastre de que se desprendiera para salvar al sacerdote no le permitía ahora descender sin desprenderse de una cantidad proporcional de gas, por lo que tuvo que abrir la válvula del globo exterior. El hidrógeno salió, y el Victoria bajó tranquilamente hacia la hondonada.
Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor cerró la válvula; Joe saltó a tierra y, agarrándose con una mano a la barquilla, con la otra recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso; entonces, quedándose ya libre de las dos manos, pudo en muy poco tiempo meter en la barquilla más de quinientas libras de piedras, que permitieron al doctor y a Kennedy desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo fuese suficiente para levantarlo.
No se necesitaron para mantener el equilibrio del Victoria tantas piedras como pudiera presumirse, ya que las recogidas por Joe pesaban extraordinariamente, lo cual llamó la atención del doctor. El suelo estaba completamente sembrado de cuarzo y de rocas porfídicas.
«He aquí un singular descubrimiento», se dijo mentalmente, mientras a pocos pasos de distancia Kennedy y Joe escogían un sitio a propósito para abrir la fosa.
Aquel barranco encajonado era como una especie de horno donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos del sol de mediodía caían a plomo.
Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de roca que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo para poner el cadáver fuera del alcance de las fieras.
Allí depositaron con respeto los restos mortales del mártir. Luego le echaron tierra encima y formaron con rocas una especie de tumba. El doctor, sin embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni buscaba una sombra para guarecerse del calor del día.
—¿En qué piensas, Samuel? —le preguntó Kennedy.
—En un extraño contraste de la naturaleza, en un singular efecto del azar. ¿Sabéis en qué tierra ha encontrado su sepultura ese hombre abnegado y pobre por vocación?
—¿Qué quieres decir, Samuel? —preguntó el escocés.
—¡Ese sacerdote, que había hecho voto de pobreza, reposa ahora en una mina de oro!
—¡Una mina de oro! —exclamaron Kennedy y Joe.
—Una mina de oro —respondió tranquilamente el doctor—. Las piedras que pisáis como si careciesen de valor son mineral de una gran pureza.
—¡Imposible! ¡Imposible! —repitió Joe.
—Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto arcilloso, no tardaríais mucho en encontrar pepitas importantes.
Joe se precipitó como un loco sobre aquellos fragmentos dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de imitarle.
—Cálmate, mi buen Joe —le dijo su señor.
—Señor, eso es muy fácil de decir.
—¡Cómo! Un filósofo de tu temple…
—No, señor; no hay filosofía que valga.
—¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De qué nos serviría toda esta riqueza? No podemos llevárnosla.
—¿No podemos llevárnosla? ¿Por qué no?
—Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu codicia.
—¡Cómo! —dijo Joe—. ¡Abandonar estos tesoros! ¡Una fortuna que es nuestra, muy nuestra, y desperdiciarla!
—¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá apoderado de ti la fiebre del oro? ¿Acaso ese muerto que acabamos de enterrar no te ha enseñado el valor de las cosas humanas?
—Es cierto —respondió Joe—. ¡Pero el oro es oro! ¿No me ayudará señor Kennedy, a recoger unos cuantos millones?
—¿Qué haríamos con ellos, mi pobre Joe? —dijo el cazador, sin poder dejar de sonreír—. No hemos venido aquí a hacer fortuna y debemos volver sin ella.
—Los millones pesan mucho —repuso el doctor—, y no se meten en el bolsillo tan fácilmente.
—De todas formas —respondió Joe, acorralado en sus últimas trincheras—, ¿no podemos, en lugar de arena, cargar este mineral como lastre?
—Consiento en ello —dijo Fergusson—. Pero avinagrarás mucho el gesto cuando tengamos que desprendernos de algunos miles de libras.
—¡Miles de libras! —repuso Joe—. ¿Es posible que esto sea oro?
—Sí, amigo mío, es un depósito donde la naturaleza ha acumulado sus tesoros por espacio de siglos, y hay suficiente para enriquecer países enteros. Una Australia y una California reunidas en el fondo de un desierto.
—¿Y no se aprovechará nada?
—¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo para consolarte.
—Difícil será —replicó Joe, contrito y mustio.
—Tomaré la situación exacta de este sitio y te la daré. Al regresar a Inglaterra, tú la darás a conocer a tus conciudadanos, si crees que tanto oro puede hacerlos felices.
—Veo, señor, que tiene razón. Me resigno, ya que no puedo hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este precioso mineral, y lo que quede a la conclusión de nuestro viaje, eso ganaremos.
Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no tardó en reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo, dentro del cual se halla encerrado el oro como en una ganga de gran dureza.
El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras él realizaba su estima, de la cual resultó que la mina que servía de tumba al misionero se hallaba a 22° 23’ de longitud y 4° 55” de latitud septentrional.
Después, dirigiendo una última mirada al montículo de tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del pobre francés, volvió a la barquilla.
Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre a aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de África, pero no había en las cercanías ni un miserable arbusto.
—Dios la reconocerá —dijo.
Una preocupación bastante seria ocupaba también la mente de Fergusson. El doctor habría dado todo aquel oro por hallar un poco de agua con que reemplazar la que había echado con la caja cuando el negro se colgó de la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos terrenos áridos, lo que le tenía muy inquieto. Obligado a alimentar incesantemente el soplete, empezaba a escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar ninguna ocasión de renovar su reserva.
Al volver a la barquilla, la encontró casi enteramente ocupada por las piedras del ávido Joe. No dijo, sin embargo, una palabra. Kennedy ocupó también su sitio habitual, y Joe los siguió a ambos, no sin dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que quedaban en el barranco.
El doctor encendió el soplete; el serpentín se calentó, la corriente de hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el gas se dilató; sin embargo, el globo permaneció inmóvil.
Joe le veía actuar con inquietud y no decía esta boca es mía.
—Joe —dijo el doctor.
Joe no respondió.
—¿Me oyes, Joe?
Joe dio a entender que oía, pero que no quería comprender.
—¿Quieres hacerme el favor —repuso Fergusson— de arrojar algunas piedras?
—Pero, señor, usted me ha permitido…
—Te he permitido reemplazar el lastre, eso es todo.
—Sin embargo…
—¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en este desierto?
Joe dirigió una mirada de desesperación a Kennedy, pero éste se encogió de hombros dándole a entender que era preciso resignarse.
—¿Y bien, Joe?
—¿Es que no funciona el soplete? —insistió el muchacho con obstinación.
—Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo no se elevará mientras no lo aligeres un poco.
Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de cuarzo, el menor de cuantos había, lo sopesó una y otra vez y, por fin, lo arrojó con la mayor repugnancia. Pesaría una tres o cuatro libras.
El Victoria permaneció inmóvil.
—¿Todavía no subimos?
—Todavía no —respondió el doctor—. Sigue echando lastre.
Kennedy se reía. El joven tiró unas diez libras más pero el globo seguía sin moverse. Joe se puso pálido.
—Mi querido muchacho —dijo Fergusson—, Dick, tú y yo pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es preciso, por consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual al nuestro.
—¡Echar cuatrocientas libras! —exclamó Joe, aterrorizado.
—Y algo más, si hemos de subir. ¡Ánimo!
El digno muchacho, exhalando profundos suspiros, empezó a echar lastre. De vez en cuando se detenía.
—¡Subimos! —exclamaba.
—No subimos —le respondía invariablemente el doctor.
—Ya se mueve —decía unos instantes después.
—Sigue echando —repetía Fergusson.
—¡Sube! Estoy seguro de ello.
—Sigue echando —replicaba Kennedy.
Entonces, Joe, cogiendo con desesperación un último pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla. El Victoria se elevó unos cien pies y, con ayuda del soplete, no tardó en alejarse de las cumbres de las montañas circundantes.