Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imaginaciones sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e impasible como siempre, habló de varias cosas para disipar aquella tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos fueron vanos.
Como se temía alguna demostración contra la persona del doctor y de sus compañeros, los tres se quedaron a dormir a bordo del Resolute. A las seis de la mañana salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de Kumbeni.
El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el viento del este. Los sacos de tierra que lo retenían habían sido reemplazados por veinte marineros. El comandante Pennet y sus oficiales asistían a aquella solemne marcha.
En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le cogió la mano y le dijo:
—¿Es cosa decidida tu marcha, Samuel?
—Muy decidida, mi querido Dick.
—¿He hecho yo cuanto de mí dependía para impedir este viaje?
—Todo.
—Entonces tengo sobre el particular la conciencia tranquila y te acompaño.
—Ya lo sabía —respondió el doctor, dejando que aflorase a su semblante una furtiva emoción.
Se acercaba el instante de los últimos adioses. El comandante y los oficiales abrazaron con efusión a sus intrépidos amigos, sin exceptuar al digno Joe, que estaba muy contento y satisfecho. Todos quisieron que el doctor Fergusson les diese un apretón de manos. A las nueve, los tres compañeros de viaje ocuparon su puesto en la barquilla. El doctor encendió el soplete y avivó la llama de modo que produjese un calor rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos minutos. Los marineros tuvieron que aflojar un poco las cuerdas que lo retenían. La barquilla se elevó unos veinte pies.
—¡Amigos míos —exclamó el doctor, puesto en pie entre sus dos compañeros y quitándose el sombrero—, pongámosle a nuestro buque aéreo un nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle Victoria!
Resonó un hurra formidable.
—¡Viva la reina! ¡Viva Inglaterra!
En aquel momento la fuerza ascensional del aeróstato aumentó prodigiosamente. Fergusson, Kennedy y Joe dirigieron un último adiós a sus amigos.
—¡Suelten las cuerdas! —exclamó el doctor.
Y el Victoria se elevó por los aires rápidamente, mientras las cuatro piezas de artillería del Resolute atronaban el espacio en su honor.
El aire era puro y el viento moderado. El Victoria subió casi perpendicularmente a una altura de mil quinientos pies, que fue indicada por una depresión de dos pulgadas menos dos líneas en la columna barométrica.
A aquella altura, una corriente más marcada impelió al globo hacia el suroeste. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos de los viajeros! La isla de Zanzíbar se ofrecía por completo a la vista y destacaba en un color más oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos tomaban la apariencia de muestras de varios colores; y grandes ramilletes de árboles indicaban los bosques y las selvas.
Los habitantes de la isla parecían como insectos. Los hurras y los gritos se perdían poco a poco en la atmósfera, y sólo los cañonazos del buque vibraban en la concavidad inferior del aeróstato.
—¡Qué hermoso es todo esto! —exclamó Joe, rompiendo por primera vez el silencio.
No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado observando las variaciones barométricas y tomando nota de los pormenores de su ascensión.
Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo todo.
Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete, aumentaron la presión del gas. El Victoria subió a una altura de dos mil quinientos pies.
El Resolute presentaba el aspecto de un barquichuelo, y la costa africana aparecía al oeste como una inmensa orla de espuma.
—¿No dicen nada? —preguntó Joe.
—Miramos —respondió el doctor, dirigiendo su anteojo hacia el continente.
—Lo que es yo, si no hablo, reviento.
—Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo impide.
Y Joe hizo él solo un espantoso consumo de onomatopeyas. Los «¡oh!», los «¡ah!» y los «¡eh!» brotaban de sus labios a borbotones.
Durante la travesía del mar, el doctor creyó conveniente mantenerse a aquella altura que le permitía observar la costa más extensamente. El termómetro y el barómetro, colgados dentro de la tienda entreabierta, se hallaban constantemente al alcance de su vista, y otro barómetro, colocado exteriormente, serviría durante la guardia de noche.
Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de poco más de ocho millas, se aproximó sensiblemente a la costa. El doctor resolvió acercarse a tierra; moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo bajó a trescientos pies del suelo.
Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella porción de la costa oriental de África. Protegían sus orillas espesos manglares, y la marea baja permitía distinguir sus gruesas raíces roídas por los dientes del océano índico. Las dunas que formaban en otro tiempo la línea costera ondulaban en el horizonte, y el monte Nguru alzaba su pico al noroeste.
El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor reconoció en el mapa como Kaole. Toda la población reunida lanzaba aullidos de cólera y de miedo; dirigieron en vano algunas flechas a ese monstruo de los aires que se balanceaba majestuosamente sobre aquellos impotentes furores.
El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de inquietar al doctor, le complació, porque le permitía seguir el derrotero trazado por los capitanes Burton y Speke.
Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y los dos se dirigían mutuamente frases admirativas.
—¡Se acabaron las diligencias! —decía el uno.
—¡Y los buques de vapor! —decía el otro.
—¡Y los ferrocarriles —respondía Kennedy—, con los que se atraviesan los países sin verlos!
—¡No hay como un globo! —exclamaba Joe—. Se anda sin sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.
—¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño en una hamaca!
—¿Y si almorzásemos? —preguntó Joe, a quien el aire libre abría el apetito.
—Buena idea, muchacho.
—¡Oh! ¡Los preparativos no serán largos! Galletas y carne en conserva.
—Y café a discreción —añadió el doctor—. Te permito tomar prestado un poco de calor de mi soplete, que tiene de sobra. Así no tendremos que temer un incendio.
—Sería terrible —repuso Kennedy—. Parece que llevemos encima un polvorín.
—No tanto —respondió Fergusson—. Si el gas se inflamase, se consumiría poco a poco y bajaríamos a tierra, lo que sin duda sería un contratiempo; pero, no temáis, nuestro aeróstato está herméticamente cerrado.
—Comamos, pues —dijo Kennedy.
—Coman, señores ——dijo Joe—, y yo, al mismo tiempo que les imito, prepararé un café del que me hablarán después de haberlo tomado.
—El hecho es —repuso el doctor— que Joe, amén de mil virtudes, tiene un talento especialísimo para preparar esa bebida deliciosa; la elabora con una mezcla de varias procedencias que nunca me ha querido dar a conocer.
—Pues bien, mi señor, a la altura en que nos hallamos puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a mezclar moca, bourbon y rio-nunez en partes iguales.
Pocos instantes después, tres humeantes y aromáticas tazas ponían punto final de un sustancial almuerzo, sazonado por el buen humor de los comensales; luego, cada cual volvió a su punto de observación.
El país destacaba por su prodigiosa fertilidad. Senderos tortuosos y estrechos desaparecían bajo bóvedas de verdor. Se pasaba por encima de campos cultivados de tabaco, maíz y centeno en plena madurez, y recreaban la vista vastos arrozales con sus tallos rectos y sus flores de color purpúreo. Se distinguían carneros y cabras encerrados en grandes jaulas colocadas en alto, sobre pilotes, para preservarlas de la voracidad de los leopardos. Una vegetación espléndida cubría aquel suelo pródigo. En muchas aldeas se reproducían escenas de gritos y asombro a la vista del Victoria, y el doctor Fergusson se mantenía prudentemente fuera del alcance de las flechas. Los habitantes, agrupados alrededor de sus chozas contiguas, perseguían largo tiempo a los viajeros con vanas imprecaciones.
Al mediodía, el doctor, consultando el mapa, estimó que se hallaba sobre el país de Uzaramo. La campiña se presentaba erizada de cocoteros, papayos y algodoneros, sobre los cuales el Victoria parecía reírse. Tratándose de África, a Joe aquella vegetación le parecía muy natural. Kennedy veía liebres y codornices que le pedían por favor una perdigonada; pero no quiso complacerlas, pues, siendo imposible cobrarlas, no hubiera hecho más que gastar pólvora en salvas.
Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce millas por hora, y pronto se hallaron a 380 20' de longitud sobre la aldea de Tounda.
—Allí es —dijo el doctor— donde Burton y Speke sufrieron calenturas violentas y por un instante creyeron su expedición comprometida. A pesar de que todavía no se hallaban demasiado alejados de la costa, ya se hacían sentir rudamente las fatigas y las privaciones.
En efecto, en aquella comarca reina una malaria perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo evitar elevando el globo por encima de las miasmas de aquella tierra húmeda, cuyas emanaciones absorbía el ardiente sol.
De vez en cuando divisaban una caravana que descansaba en un kraal, aguardando el fresco de la noche para proseguir su camino. Un kraal es un vasto espacio rodeado de espinos, una especie de vallado o seto vivo donde los traficantes se ponen al abrigo de los animales dañinos y de las tribus merodeadoras de la comarca. Se veía a los indígenas correr y dispersarse al ver al Victoria. Kennedy deseaba contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se opuso constantemente.
—Los jefes —dijo— van armados con mosquetes, y nuestro globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una bala.
—Y un balazo, ¿echaría abajo el globo? —preguntó Joe.
—Inmediatamente, no; pero el agujero se haría grande muy pronto, y por él se escaparía todo el gas.
—Mantengámonos, pues, a una distancia respetable de esos tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros, viéndonos volar por el aire? Estoy seguro de que desean adorarnos.
—Que nos adoren, pero de lejos —respondió el doctor—. No les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma otro aspecto. Las aldeas son más escasas; los inangles han desaparecido; a esta latitud la vegetación se detiene. El terreno se vuelve montuoso y preludia montañas próximas.
—En efecto —dijo Kennedy—, me parece que por aquel lado distingo algunas prominencias.
—Hacia el oeste… Son las primeras cordilleras del Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual espero que podamos refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar la llama del soplete, pues debemos mantenernos a una altura de entre quinientos y seiscientos pies.
—Es una magnífica idea, señor, la que ha tenido —dijo Joe—, la maniobra no es difícil ni fatigosa: se da vuelta a una llave y no hay necesidad de más.
—Aquí estamos mejor —afirmó el cazador, cuando el globo hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en la arena roja resultaba insoportable.
—¡Qué árboles tan magníficos! —exclamó Joe—. Aunque son una cosa muy natural, son hermosísimos. Con menos de una docena se podría hacer un bosque.
—Son baobabs —respondió el doctor Fergusson—. Mirad, allí hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de circunferencia. Fue acaso al pie de este mismo árbol donde en 1845 pereció el francés Malzan, pues nos hallamos sobre la aldea de Deje-la-Mhora, donde se aventuró a entrar solo y fue apresado por el jefe de la comarca. Le amarraron al pie de un baobab, y aquel negro feroz, mientras sonaba el canto de guerra, le cortó lentamente las articulaciones una tras otra; al llegar a la garganta se detuvo para afilar su cuchillo embotado y arrancó la cabeza del desventurado mártir antes de que estuviese enteramente cortada. El pobre francés tenía veintiséis años.
—¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante? —preguntó Kennedy.
—Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar hizo cuanto pudo para dar caza al asesino, pero todas sus pesquisas fueron inútiles.
—Suplico que no nos detengamos en el camino —dijo Joe—; subamos, subamos, señor, hágame caso.
—Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete de la tarde lo habremos pasado.
—¿No viajaremos de noche? —preguntó el cazador.
—No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y vigilancia, no habría peligro; pero no basta atravesar África, es preciso verla.
—Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor. ¡El país más cultivado y fértil del mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer a los geógrafos!
—Aguarda, Joe, aguarda; veremos más adelante.
Hacia las seis y media de la tarde, el Victoria se encontró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo que elevarse a más de tres mil pies. Al efecto, el doctor no tuvo más que elevar 180 la temperatura. Bien puede decirse que maniobraba el globo con habilidad. Kennedy le indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el Victoria volaba por los aires rozando la montaña. A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya pendiente era más suave. Echaron las anclas fuera de la barquilla, y una de ellas, encontrando las ramas de un enorme nopal, se agarró firmemente a ellas. Joe se deslizó por la cuerda y la sujetó con la mayor solidez. Luego le tendieron la escala de seda, y se encaramó por ella con gran agilidad. El aeróstato, al abrigo de los vientos del este, permanecía casi inmóvil.
Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su paseo aéreo, abrieron una amplia brecha en sus provisiones.
—¿Cuánto camino hemos recorrido hoy? —preguntó Kennedy, engullendo inquietantes bocados.
El doctor fijó su posición por medio de observaciones lunares y consultó el excelente mapa que le servía de guía, el cual pertenecía al atlas Der Neuster Entedekungen in África, publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann y que éste le había enviado. Aquel atlas debía servir para todo el viaje del doctor, pues contenía el itinerario de Burton y Speke a los Grandes Lagos, Sudán según el doctor Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el delta del Níger por el doctor Baikie.
Fergusson se había provisto también de una obra que en un solo volumen reunía todas las nociones adquiridas sobre el Nilo. Titulábase The sources of the Nil, being a general survey of the basin of that river and of its heab stream with the history of the Nilotic discovery by Charles Beke, th. D.