Cincuenta sombras más oscuras (19 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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Madre mía… Miro a Christian con expresión atónita.

—¿Tú tienes una propiedad en Aspen? —siseo.

La subasta está en marcha y tengo que hablar en voz baja.

Él asiente, sorprendido e irritado por mi salida de tono, creo. Se lleva un dedo a los labios para hacerme callar.

—¿Tienes propiedades en algún otro sitio?

Él asiente e inclina la cabeza en señal de advertencia.

La sala entera irrumpe en aplausos y vítores: uno de los regalos ha sido adjudicado por doce mil dólares.

—Te lo contaré luego —dice Christian en voz baja. Y añade, malhumorado—: Yo quería ir contigo.

Bueno, pero no has venido. Hago un mohín y me doy cuenta de que sigo quejosa, y es sin duda por el frustrante efecto de las bolas. Y cuando veo el nombre de la señora Robinson en la lista de generosos donantes, me pongo aún de más mal humor.

Echo un vistazo alrededor de la carpa para ver si la localizo, pero no consigo ver su deslumbrante cabello. Seguramente Christian me habría avisado si ella estuviera invitada esta noche. Permanezco sentada, dándole vueltas a la cabeza y aplaudiendo cuando corresponde, a medida que los lotes se van vendiendo por cantidades de dinero astronómicas.

Le toca el turno a la estancia en la propiedad de Christian en Aspen, que alcanza los veinte mil dólares.

—A la una, a las dos… —anuncia el maestro de ceremonias.

Y en ese momento no sé qué es lo que se apodera de mí, pero de repente oigo mi propia voz resonando claramente sobre el gentío.

—¡Veinticuatro mil dólares!

Todas las máscaras de la mesa se vuelven hacia mí, sorprendidas, maravilladas, pero la mayor reacción de todas se produce a mi lado. Noto que da un respingo y siento cómo su cólera me inunda como las olas de una gran marea.

—Veinticuatro mil dólares, ofrecidos por la encantadora dama de plata, a la una, a las dos… ¡Adjudicado!

7

Maldita sea… ¿realmente acabo de hacer eso? Debe de ser el alcohol. He bebido bastante champán, más cuatro copas de cuatro vinos distintos. Levanto la vista hacia Christian, que está aplaudiendo.

Dios… va a enfadarse mucho, ahora que estábamos tan bien. Mi subconsciente ha decidido finalmente hacer acto de presencia, y luce la cara de
El grito
de Edvard Munch.

Christian se inclina hacia mí, con una falsa sonrisa estampada en la cara. Me besa en la mejilla y después se acerca más para susurrarme al oído, con una voz muy fría y controlada:

—No sé si adorarte puesto de rodillas o si darte unos azotes que te dejen sin aliento.

Oh, yo sé lo que quiero ahora mismo. Levanto los ojos parpadeantes para mirarle a través de la máscara. Ojalá pudiera interpretar su expresión.

—Prefiero la segunda opción, gracias —susurro desesperada, mientras el aplauso se va apagando.

Él separa los labios e inspira bruscamente. Oh, esa boca escultural… la quiero sobre mí, ahora. Muero por él. Me obsequia con una radiante sonrisa que me deja sin respiración.

—Estás sufriendo, ¿eh? Veremos qué podemos hacer para solucionar eso —insinúa, mientras desliza el índice por mi barbilla.

Su caricia resuena en el fondo de mis entrañas, allí donde el dolor ha germinado y se ha extendido. Quiero abalanzarme sobre él aquí, ahora mismo, pero volvemos a sentarnos para ver cómo subastan el siguiente lote.

Me cuesta mucho permanecer quieta. Christian me rodea el hombro con el brazo y me acaricia la espalda continuamente con el pulgar, provocando deliciosos hormigueos que bajan por mi espina dorsal. Sujeta mi mano con la que tiene libre, se la lleva a los labios y luego la deja sobre su regazo.

Lenta y furtivamente, de manera que no me doy cuenta de su juego hasta que ya es demasiado tarde, va subiendo mi mano por su pierna hasta llegar a su erección. Ahogo un grito, y con el pánico impreso en los ojos miro alrededor de la mesa, pero todo el mundo está concentrado en el escenario. Gracias a Dios que llevo máscara.

Aprovecho la ocasión y le acaricio despacio, dejando que mis dedos exploren. Christian mantiene su mano sobre la mía, ocultando mis audaces dedos, mientras su pulgar se desliza suavemente sobre mi nuca. Abre la boca y jadea imperceptiblemente, y esa es la única reacción que capto a mi inexperta caricia. Pero significa mucho. Me desea. Mi cuerpo se contrae por debajo de la cintura. Empieza a ser insoportable.

El último lote de la subasta es una semana en el lago Adriana. Naturalmente, el señor y la doctora Grey tienen una casa en aquel hermoso paraje de Montana, y la puja sube rápidamente, pero yo apenas soy consciente de ello. Le noto crecer bajo mis dedos y eso hace que me sienta muy poderosa.

—¡Adjudicado por ciento diez mil dólares! —proclama triunfalmente el maestro de ceremonias.

Toda la sala prorrumpe en aplausos, y yo me sumo a ellos de mala gana, igual que Christian, poniendo fin a nuestra diversión.

Se vuelve hacia mí con una expresión sugerente en los labios.

—¿Lista? —musita sobre la efusiva ovación.

—Sí —respondo en voz queda.

—¡Ana! —grita Mia—. ¡Ha llegado el momento!

¿Qué? No. Otra vez no.

—¿El momento de qué?

—La Subasta del Baile Inaugural. ¡Vamos!

Se levanta y me tiende la mano.

Yo miro de reojo a Christian, que está, creo, frunciéndole el ceño a Mia, y no sé si reír o llorar, pero al final opto por la primera opción. Rompo a reír en un estallido catártico de colegiala nerviosa, al vernos frustrados nuevamente por ese torbellino de energía rosa que es Mia Grey. Christian me observa fijamente y, al cabo de un momento, aparece la sombra de una sonrisa en sus labios.

—El primer baile será conmigo, ¿de acuerdo? Y no será en la pista —me dice lascivo al oído.

Mi risita remite en cuanto la expectativa aviva las llamas del deseo. ¡Oh, sí! La diosa que llevo dentro ejecuta una perfecta pirueta en el aire con sus patines sobre hielo.

—Me apetece mucho.

Me inclino y le beso castamente en los labios. Echo un vistazo alrededor y me doy cuenta de que el resto de los comensales de la mesa están atónitos. Naturalmente, nunca habían visto a Christian acompañado de una chica.

Él esboza una amplia sonrisa y parece… feliz.

—Vamos, Ana —insiste Mia.

Acepto la mano que me tiende y la sigo al escenario, donde se han congregado otras diez jóvenes más, y veo con cierta inquietud que Lily es una de ellas.

—¡Caballeros, el momento cumbre de la velada! —grita el maestro de ceremonias por encima del bullicio—. ¡El momento que todos estaban esperando! ¡Estas doce encantadoras damas han aceptado subastar su primer baile al mejor postor!

Oh, no. Enrojezco de la cabeza a los pies. No me había dado cuenta de qué iba todo esto. ¡Qué humillante!

—Es por una buena causa —sisea Mia al notar mi incomodidad—. Además, ganará Christian —añade poniendo los ojos en blanco—. Me resulta inconcebible que permita que alguien puje más que él. No te ha quitado los ojos de encima en toda la noche.

Eso es… Tú concéntrate solo en que es para una buena causa, y en que Christian ganará. Después de todo, no le viene de unos pocos dólares.

¡Pero eso implica que se gaste más dinero en ti!, me gruñe mi subconsciente. Pero yo no quiero bailar con ningún otro… no podría bailar con ningún otro, y además, no se va a gastar el dinero en mí, va a donarlo a la beneficencia. ¿Como los veinticuatro mil dólares que ya se ha gastado en ti?, prosigue mi subconsciente, entornando los ojos.

Maldita sea. Parece que me he dejado llevar con esa puja impulsiva. ¿Y por qué estoy discutiendo conmigo misma?

—Ahora, caballeros, acérquense por favor y echen un buen vistazo a quien podría acompañarles en su primer baile. Doce muchachas hermosas y complacientes.

¡Santo Dios! Me siento como si estuviera en un mercado de carne. Contemplo horrorizada a la veintena de hombres, como mínimo, que se aproxima a la zona del escenario, Christian incluido. Se pasean con despreocupada elegancia entre las mesas, deteniéndose a saludar una o dos veces por el camino. En cuanto los interesados están reunidos alrededor del escenario, el maestro de ceremonias procede.

—Damas y caballeros, de acuerdo con la tradición del baile de máscaras, mantendremos el misterio oculto tras las mismas y utilizaremos únicamente los nombres de pila. En primer lugar tenemos a la encantadora Jada.

Jada también se ríe nerviosamente como una colegiala. Tal vez yo no esté tan fuera de lugar. Va vestida de pies a la cabeza de tafetán azul marino con una máscara a juego. Dos jóvenes dan un paso al frente, expectantes. Qué afortunada, Jada…

—Jada habla japonés con fluidez, tiene el título de piloto de combate y es gimnasta olímpica… mmm. —El maestro de ceremonias guiña un ojo—. Caballeros, ¿cuál es la oferta inicial?

Jada se queda boquiabierta ante las palabras del maestro de ceremonias: obviamente, todo lo que ha dicho en su presentación no son más que bobadas graciosas. Sonríe con timidez a los dos postores.

—¡Mil dólares! —grita uno.

La puja alcanza rápidamente los cinco mil dólares.

—A la una… a las dos… adjudicada… —proclama a voz en grito el maestro de ceremonias—… ¡al caballero de la máscara!

Y naturalmente, como todos los caballeros llevan máscara, estallan las carcajadas y los aplausos jocosos. Jada sonríe radiante a su comprador y abandona a toda prisa el escenario.

—¿Lo ves…? ¡Es divertido! —murmura Mia, y añade—: Espero que Christian consiga tu primer baile, porque… no quiero que haya pelea.

—¿Pelea? —replico horrorizada.

—Oh, sí. Cuando era más joven era muy temperamental —dice con un ligero estremecimiento.

¿Christian metido en una pelea? ¿El refinado y sofisticado Christian, aficionado a la música coral del periodo Tudor? No me entra en la cabeza. El maestro de ceremonias me distrae de mis pensamientos con la siguiente presentación: una joven vestida de rojo, con una larga melena azabache.

—Caballeros, permitan que les presente ahora a la maravillosa Mariah. Ah… ¿qué podemos decir de Mariah? Es una experta espadachina, toca el violonchelo como una auténtica concertista y es campeona de salto con pértiga… ¿Qué les parece, caballeros? ¿Cuánto estarían dispuestos a ofrecer por un baile con la deliciosa Mariah?

Mariah se queda mirando al maestro de ceremonias, y entonces alguien grita, muy fuerte:

—¡Tres mil dólares!

Es un hombre enmascarado con cabello rubio y barba.

Se produce una contraoferta, y Mariah acaba siendo adjudicada por cuatro mil dólares.

Christian no me quita los ojos de encima. El pendenciero Trevelyan-Grey… ¿quién lo habría dicho?

—¿Cuánto hace de eso? —le pregunto a Mia.

Me mira, desconcertada.

—¿Cuántos años tenía Christian cuando se metía en peleas?

—Al principio de la adolescencia. Solía volver a casa con el labio partido y los ojos morados, y mis padres estaban desesperados. Le expulsaron de dos colegios. Llegó a causar serios daños a algunos de sus oponentes.

La miro boquiabierta.

—¿Él no te lo había contado? —Suspira—. Tenía bastante mala fama entre mis amigos. Durante años fue considerado una auténtica
persona non grata.
Pero a los quince o dieciséis años se le pasó.

Y se encoge de hombros.

Santo Dios… Otra pieza del rompecabezas que encaja en su sitio.

—Entonces, ¿cuánto ofrecen por la despampanante Jill?

—Cuatro mil dólares —dice una voz ronca desde el lado izquierdo de la multitud.

Jill suelta un gritito, encantada.

Yo dejo de prestar atención a la subasta. Así que Christian era un chico problemático en el colegio, que se metía en peleas. Me pregunto por qué. Le miro fijamente. Lily nos vigila atentamente.

—Y ahora, permítanme que les presente a la preciosa Ana.

Oh, no… esa soy yo. Nerviosa, miro de reojo a Mia, que me empuja al centro del escenario. Afortunadamente no me caigo, pero quedo expuesta a la vista de todo el mundo, terriblemente avergonzada. Cuando miro a Christian, me sonríe satisfecho. Cabrón…

—La preciosa Ana toca seis instrumentos musicales, habla mandarín con fluidez y le encanta el yoga… Bien, caballeros…

Y antes de que termine la frase, Christian interrumpe al maestro de ceremonias fulminándolo con la mirada:

—Diez mil dólares.

Oigo el grito entrecortado y atónito de Lily a mis espaldas.

Oh, no…

—Quince mil.

¿Qué? Todos nos volvemos a la vez hacia un hombre alto e impecablemente vestido, situado a la izquierda del escenario. Yo miro perpleja a Cincuenta. Madre mía, ¿qué hará ante esto? Pero él se rasca la barbilla y obsequia al desconocido con una sonrisa irónica. Es obvio que Christian le conoce. El hombre le responde con una cortés inclinación de cabeza.

—¡Bien, caballeros! Por lo visto esta noche contamos en la sala con unos contendientes de altura.

El maestro de ceremonias se gira para sonreír a Christian y la emoción emana a través de su máscara de arlequín. Se trata de un gran espectáculo, aunque en realidad sea a costa mía. Tengo ganas de llorar.

—Veinte mil —contraataca Christian tranquilamente.

El bullicio del gentío ha enmudecido. Todo el mundo nos mira a mí, a Christian y al misterioso hombre situado junto al escenario.

—Veinticinco mil —dice el desconocido.

¿Puede haber una situación más bochornosa?

Christian le observa impasible, pero se está divirtiendo. Todos los ojos están fijos en él. ¿Qué va a hacer? Tengo un nudo en la garganta. Me siento mareada.

—Cien mil dólares —dice, y su voz resuena alta y clara por toda la carpa.

—¿Qué diablos…? —masculla perceptiblemente Lily detrás de mí, y un murmullo general de asombro jubiloso se alza entre la multitud.

El desconocido levanta las manos en señal de derrota, riendo, y Christian le dirige una amplia sonrisa. Por el rabillo del ojo, veo a Mia dando saltitos de regocijo.

—¡Cien mil dólares por la encantadora Ana! A la una… a las dos…

El maestro de ceremonias mira al desconocido, que niega con la cabeza con fingido reproche, pero se inclina caballerosamente.

—¡Adjudicada! —grita triunfante.

Entre un ensordecedor clamor de vítores y aplausos, Christian avanza, me da la mano y me ayuda a bajar del escenario. Me mira con semblante irónico mientras yo bajo, me besa el dorso de la mano, la coloca alrededor de su brazo y me conduce fuera de la carpa.

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