Cincuenta sombras más oscuras (25 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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Él se frota las yemas de los dedos con el pulgar. Sé que se muere por tocarme, pero reprime el impulso. Yo suspiro profundamente y, armándome de valor, me quito la camiseta hasta quedar totalmente desnuda ante él. Sin apartar los ojos de los míos, él traga saliva y abre los labios.

—Eres Afrodita, Anastasia —murmura.

Tomo su cara entre las manos, le levanto la cabeza y me inclino para besarle. Un leve gruñido brota de su garganta.

Cuando le beso en los labios, me sujeta las caderas y, casi sin darme cuenta, me tumba debajo de él, y me obliga a separar las piernas con las suyas, de forma que queda encajado sobre mi cuerpo, entre mis piernas. Desliza su mano sobre mi muslo, por encima de la cadera y a lo largo del vientre hasta alcanzar uno de mis pechos, y lo oprime, lo masajea y tira tentadoramente de mi pezón.

Yo gimo y alzo la pelvis involuntariamente, me pego a él y me froto deliciosamente contra la costura de su cremallera y contra su creciente erección. Deja de besarme y baja la vista hacia mí, perplejo y sin aliento. Flexiona las caderas y su erección empuja contra mí… Sí, justo ahí.

Cierro los ojos y jadeo, y él vuelve a hacerlo, pero esta vez yo también empujo, y saboreo su respuesta en forma de quejido mientras vuelve a besarme. Él sigue con esa lenta y deliciosa tortura… frotándome, frotándose. Y siento que tiene razón: perderme en él… es embriagador hasta el punto de excluir todo lo demás. Todas mis preocupaciones quedan eliminadas. Estoy aquí, en este momento, con él: la sangre hierve en mis venas, zumba con fuerza en mis oídos mezclada con el sonido de nuestra respiración jadeante. Hundo mis manos en su cabello, reteniéndole pegado a mi boca y consumiéndole con una lengua tan avariciosa como la suya. Deslizo los dedos por sus brazos hasta la parte baja de su espalda, hasta la cintura de sus vaqueros, e intrépidamente introduzco mis manos anhelantes por dentro, acuciándole, acuciándole… olvidándolo todo, salvo nosotros.

—Conseguirás intimidarme, Ana —murmura de pronto; a continuación, se aparta de mí y se pone de rodillas. Se baja los pantalones con destreza y me entrega un paquetito plateado—. Tú me deseas, nena, y está claro que yo te deseo a ti. Ya sabes qué hacer.

Con dedos ansiosos y diestros, rasgo el envoltorio y le coloco el preservativo. Él me sonríe con la boca abierta y los ojos enturbiados, llenos de promesa carnal. Se inclina sobre mí, me frota la nariz con la suya, y despacio, con los ojos cerrados, entra deliciosamente en mí.

Me aferro a sus brazos y levanto la barbilla, gozando de la exquisita sensación de que me posea. Me pasa los dientes por el mentón, se retira, y vuelve a deslizarse en mi interior… muy despacio, con mucha suavidad, mucha ternura, mientras con los codos y las manos a ambos lados de mi cara oprime mi cuerpo con el suyo.

—Tú haces que me olvide de todo. Eres la mejor terapia —jadea, y se mueve a un ritmo dolorosamente lento, saboreándome centímetro a centímetro.

—Por favor, Christian… más deprisa —murmuro, deseando más, ahora, ya.

—Oh, no, nena, necesito ir despacio.

Me besa suavemente, mordisquea con cuidado mi labio inferior y absorbe mis leves quejidos.

Yo hundo más las manos en su cabello y me rindo a su ritmo, mientras lenta y firmemente mi cuerpo asciende más y más alto hasta alcanzar la cima, y luego se precipita brusca y rápidamente mientras llego al clímax en torno a él.

—Oh, Ana…

Y con mi nombre en sus labios como una bendición, alcanza el orgasmo.

* * *

Tiene la cabeza apoyada en mi vientre y me rodea con sus brazos. Mis dedos juguetean con su cabello revuelto, y seguimos así, tumbados, durante no sé cuánto tiempo. Es muy tarde y estoy muy cansada, pero solo deseo disfrutar de la tranquila serenidad de haber hecho el amor con Christian, porque eso es lo que hemos hecho: hacer el amor, dulce y tierno.

Él también ha recorrido un largo camino, como yo, en muy poco tiempo. Tanto, que digerirlo resulta casi excesivo. Por culpa de ese espantoso pasado suyo, estoy perdiendo de vista ese recorrido, simple y sincero, que ha hecho conmigo.

—Nunca me cansaré de ti. No me dejes —murmura, y me besa en el vientre.

—No pienso irme a ninguna parte, y creo recordar que era yo la que quería besarte en el vientre —refunfuño medio dormida.

Él sonríe pegado a mi piel.

—Ahora nada te lo impide, nena.

—Estoy tan cansada que no creo que pueda moverme.

Christian suspira y se mueve de mala gana, se tumba a mi lado, apoya la cabeza sobre el codo y tira de la colcha para taparnos. Me mira con ojos centelleantes, cálidos, amorosos.

—Ahora duérmete, nena.

Me besa el pelo, me rodea con el brazo y me dejo llevar por el sueño.

* * *

Cuando abro los ojos, la luz que inunda la habitación me hace parpadear con fuerza. Siento la cabeza totalmente embotada por la falta de sueño. ¿Dónde estoy? Ah… el hotel…

—Hola —murmura Christian, sonriéndome con cariño.

Está tumbado a mi lado en la cama, completamente vestido. ¿Cuánto lleva ahí? ¿Me ha estado observando todo ese tiempo? De pronto, esa mirada insistente me provoca una timidez increíble y me arde la cara.

—Hola —murmuro, y doy gracias por estar tumbada boca abajo—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí mirándome?

—Podría estar contemplándote durante horas, Anastasia. Pero solo llevo aquí unos cinco minutos. —Se inclina y me besa con dulzura—. La doctora Greene llegará enseguida.

—Oh.

Había olvidado esa inapropiada intromisión de Christian.

—¿Has dormido bien? —pregunta dulcemente—. Roncabas tanto que parecía que así era, la verdad.

Oh, el Cincuenta juguetón y bromista.

—¡Yo no ronco! —replico irritada.

—No. No roncas.

Me sonríe. Alrededor del cuello sigue visible una tenue línea de pintalabios rojo.

—¿Te has duchado?

—No. Te estaba esperando.

—Ah… vale. ¿Qué hora es?

—Las diez y cuarto. Me dictaba el corazón que no debía despertarte más pronto.

—Me dijiste que no tenías corazón.

Sonríe con tristeza, pero no contesta.

—Han traído el desayuno. Para ti tortitas y beicon. Venga, levanta, que empiezo a sentirme solo.

Me da un palmetazo en el culo que me hace pegar un salto y levantarme de la cama.

Mmm… una demostración de afecto al estilo Christian.

Me desperezo, y me doy cuenta de que me duele todo… sin duda como resultado de tanto sexo, y de bailar y andar todo el día por ahí con unos carísimos zapatos de tacón alto. Salgo a rastras de la cama y voy hacia el suntuoso cuarto de baño totalmente equipado, mientras repaso mentalmente los acontecimientos del día anterior. Cuando salgo, me pongo uno de los extraordinariamente sedosos albornoces que están colgados en una barra dorada del baño.

Leila, la chica que se parece a mí: esa es la imagen más perturbadora que suscita todo tipo de conjeturas en mi cerebro, eso y su fantasmagórica presencia en el dormitorio de Christian. ¿Qué buscaba? ¿A mí? ¿A Christian? ¿Para hacer qué? ¿Y por qué diablos ha destrozado mi coche?

Christian dijo que me proporcionaría otro Audi, como el de todas sus sumisas. No me gusta esa idea. Pero, como fui tan generosa con el dinero que él me dio, ya no puedo hacer nada.

Entro en el salón principal de la suite: ni rastro de Christian. Finalmente le localizo en el comedor. Me siento a la mesa, agradeciendo el impresionante desayuno que tengo delante. Christian está leyendo los periódicos del domingo y bebiendo café. Ya ha terminado de desayunar. Me sonríe.

—Come. Hoy necesitas estar fuerte —bromea.

—¿Y eso por qué? ¿Vas a encerrarme en el dormitorio?

La diosa que llevo dentro se despierta bruscamente, desaliñada y con pinta de acabar de practicar sexo.

—Por atractiva que resulte la idea, tenía pensado salir hoy. A tomar un poco el aire.

—¿No es peligroso? —pregunto en tono ingenuo, intentando que mi voz no suene irónica, sin conseguirlo.

Christian cambia de cara y su boca se convierte en una fina línea.

—El sitio al que vamos, no. Y este asunto no es para tomárselo en broma —añade con severidad, entornando los ojos.

Me ruborizo y bajo la vista a mi desayuno. Después de todo lo que pasó ayer y de lo tarde que nos acostamos, no tengo ganas ahora de que me riñan. Me como el desayuno en silencio y de mal humor.

Mi subconsciente me mira y menea la cabeza. Cincuenta no bromea con mi seguridad; a estas alturas ya debería saberlo. Tengo ganas de mirarle con los ojos en blanco para hacerle ver que está exagerando pero me contengo.

De acuerdo, estoy cansada y molesta. Ayer tuve un día muy largo y he dormido poco. Y además, ¿por qué él tiene que estar fresco como una rosa? La vida es tan injusta…

Llaman a la puerta.

—Esa será la doctora —masculla Christian, y es evidente que sigue ofendido por mi irónico comentario.

Se levanta bruscamente de la mesa.

¿Es que no podemos tener una mañana normal y tranquila? Inspiro fuerte y, dejando el desayuno a medias, me levanto para recibir a la doctora Antibaby.

Estamos en el dormitorio, y la doctora Greene me mira con la boca abierta. Va vestida de modo más informal que la última vez, con un conjunto de cachemira rosa pálido, pantalones negros y la melena rubia suelta.

—¿Y dejaste de tomarla así, sin más?

Me ruborizo, sintiéndome como una idiota.

—Sí.

¿De dónde me sale esa vocecita?

—Podrías estar embarazada —dice sin rodeos.

¡Qué! El mundo se hunde bajo mis pies. Mi subconsciente tiene arcadas y cae al suelo en redondo, y sé que yo también voy a vomitar. ¡No!

—Toma, orina aquí.

Hoy está en plan profesional implacable.

Yo acepto dócilmente el vasito de plástico que me ofrece y entro dando tumbos al cuarto de baño. No. No. No. Ni hablar… ni hablar… Por favor. No.

¿Qué hará Cincuenta? Palidezco. Se pondrá como loco.

—¡No, por favor! —musito como si rezara.

Le entrego la muestra a la doctora Greene, y ella introduce con cuidado en el líquido un bastoncito blanco.

—¿Cuándo te empezó el periodo?

¿Cómo puedo pensar ahora en esas menudencias, aquí plantada y pendiente exclusivamente de ese bastoncito blanco?

—Esto… ¿el miércoles? No este último, el anterior. El uno de junio.

—¿Y cuándo dejaste de tomar la píldora?

—El domingo. El domingo pasado.

Frunce los labios.

—No debería pasar nada —afirma con sequedad—. Por la cara que pones, deduzco que un embarazo imprevisto no te haría ninguna ilusión. Así que la medroxiprogesterona te irá bien por si no te acuerdas de tomar la píldora todos los días.

Me mira con gesto severo y una expresión autoritaria que me hace temblar. Saca el bastoncito blanco y lo examina.

—No hay peligro. Todavía no estás ovulando, de modo que, si tomas precauciones, no deberías quedarte embarazada. Pero voy a aclararte una cosa sobre esta inyección. La última vez la descartamos por los efectos secundarios, pero, francamente, tener un hijo es un efecto secundario más grave y dura muchos años.

Sonríe, satisfecha consigo misma y su bromita, pero yo estoy demasiado estupefacta como para contestar.

La doctora Greene procede a explicarme los efectos secundarios, y yo sigo sentada, paralizada y aliviada, sin escuchar ni una sola de las palabras que me dice. Creo que preferiría que apareciera cualquier mujer extraña a los pies de mi cama, antes que tener que confesarle a Christian que estoy embarazada.

—¡Ana! —me espeta la doctora Greene, despertándome de mis cavilaciones—. Acabemos de una vez con esto.

Y yo me subo de buen grado la manga.

Christian despide a la doctora en la puerta, cierra y me mira con recelo.

—¿Todo bien?

Yo asiento, y él echa la cabeza a un lado con expresión tensa y preocupada.

—¿Qué pasa, Anastasia? ¿Qué te ha dicho la doctora Greene?

Niego con la cabeza.

—Puedes estar tranquilo durante siete días.

—¿Siete días?

—Sí.

—Ana, ¿qué pasa?

Trago saliva.

—No hay ningún problema. Por favor, Christian, olvídalo.

Christian se acerca a mí con semblante sombrío. Me sujeta la barbilla, me echa la cabeza hacia atrás y me mira a los ojos intensamente, intentando descifrar mi expresión de pánico.

—Cuéntamelo —insiste.

—No hay nada que contar. Me gustaría vestirme. —Echo la cabeza hacia atrás para evitar su mirada.

Suspira, se pasa la mano por el pelo y me mira con el ceño fruncido.

—Vamos a ducharnos —dice finalmente.

—Claro —digo con aire ausente, y él tuerce el gesto.

—Vamos.

Y me coge la mano con fuerza, malhumorado. Va dando largas zancadas hasta el baño, llevándome casi a rastras. Por lo visto, no soy la única que está disgustada. Abre el grifo de la ducha y se desnuda deprisa antes de volverse hacia mí.

—No sé por qué te has enfadado, o si solo estás de mal humor porque has dormido poco —dice mientras me desata el albornoz—. Pero quiero que me lo cuentes. Me imagino todo tipo de cosas y eso no me gusta.

Le miro con los ojos en blanco, y él me hace un gesto reprobador con los ojos entornados. ¡Maldita sea! Vale… allá voy.

—La doctora Greene me ha reñido porque me olvidé de tomar la píldora. Ha dicho que podría estar embarazada.

—¿Qué?

De pronto se pone pálido, lívido, con las manos como paralizadas.

—Pero no lo estoy. Me ha hecho la prueba. Pero eso me ha afectado mucho, nada más. Es increíble que haya sido tan estúpida.

Se relaja visiblemente.

—¿Seguro que no lo estás?

—Seguro.

Respira hondo.

—Bien. Sí, ya entiendo que una noticia así puede ser muy perturbadora.

Frunzo el ceño… ¿perturbadora?

—Lo que me preocupaba sobre todo era tu reacción.

Me mira sorprendido, confuso.

—¿Mi reacción? Bueno, me siento aliviado, claro… dejarte embarazada habría sido el colmo del descuido y del mal gusto.

—Pues quizá deberíamos abstenernos —replico.

Me mira fijamente un momento, desconcertado, como si yo fuera una especie de raro experimento científico.

—Estás de mal humor esta mañana.

—Me ha afectado mucho, nada más —repito en tono arisco.

Me coge por las solapas del albornoz, me atrae hacia él y me abraza con cariño, me besa el pelo y aprieta mi cabeza contra su pecho. Me quedo absorta en el vello de su torso, que me hace cosquillas en la mejilla. ¡Ah, si pudiera acariciarle…!

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