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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Circo de los Malditos (16 page)

BOOK: Circo de los Malditos
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No me extrañaba, dado que era miembro de la Liga Antivampiros. Qué coño, si yo también tenía una petición de esas.

—¿Tenemos orden de ejecución?

—Sólo hace falta si el cadáver revive como vampiro, pero tenemos el permiso de su familiar más cercano. Vete al hospital y clávale la estaca.

Me agarré al salpicadero cuando el coche entró a trompicones en la carretera. La grava salpicó la carrocería. Sujeté el auricular entre el hombro y la barbilla para ponerme el cinturón.

—Estoy de camino —dije al teléfono.

—Como no te localizaba, ya he mandado a John —dijo Bert.

—¿Cuánto hace?

—Poco después de que no me contestaras al busca.

—Vuelve a llamarlo y dile que no vaya.

—¿Ocurre algo? —Por fin se daba cuenta.

—En el hospital no cogen el teléfono.

—¿Y qué?

—Que puede que ya sea un vampiro y haya matado a todo el mundo, y John va para allá.

—Ahora lo llamo.

La línea se cortó, y colgué mientras cogíamos la autopista 21.

—Cuando lleguemos podemos matar al vampiro —dije.

—Eso es asesinato —dijo Dolph.

—Cal Rupert tenía una petición de muerte permanente.

—¿De verdad?

—Sí.

Dolph se limitó a asentir. Zerbrowski sonrió de oreja a oreja y cogió la escopeta.

—¡Pues vamos a volarle los sesos! —dijo.

—¿Llevas munición normal?

—Claro —contestó Zerbrowski.

—Por favor, decidme que no soy la única que lleva balas de plata.

—La plata está más cara que el oro —dijo Dolph—. ¿Crees que la policía puede permitirse esos lujos?

No lo creía, pero esperaba estar equivocada.

—¿Y qué hacéis cuando os enfrentáis a vampiros o licántropos?

—Lo mismo que cuando nos enfrentamos a una banda con armas semiautomáticas —contestó Zerbrowski, apoyándose en el respaldo.

—¿Y eso consiste en…?

—Resignarnos a la inferioridad de condiciones. —Tampoco le hacía gracia. Crucé los dedos para que los empleados del hospital hubieran salido corriendo, pero no las tenía todas conmigo.

QUINCE

Mi kit de cazavampiros incluía una recortada con postas de plata, estacas, una maza, un montón de crucifijos y suficiente agua bendita para ahogar a un vampiro. Por desgracia, lo tenía en el armario del dormitorio. Normalmente lo llevaba todo en el maletero, salvo la recortada, que era ilegal. Si me pillaban con ella encima y sin una orden de ejecución, iría de cabeza a la cárcel. Aquella legislación, aprobada unas semanas atrás, estaba destinada a impedir que algún ejecutor de gatillo fácil se cargara a alguien y se fuera de rositas con un «Huy, perdón». Yo no soy de esos, de verdad de la buena.

Dolph apagó la sirena y las luces cuando nos acercamos al hospital. Entramos en el aparcamiento en silencio, seguidos por el coche patrulla, que también había desconectado toda la parafernalia. Dos agentes de uniforme nos esperaban pistola en mano al lado de otro coche patrulla.

Todos salimos armados de los coches. Me sentía transportada a una película de Clint Eastwood. No veía el coche de John Burke, cosa que podía significar que él estaba más pendiente del busca que yo. Me hice el firme propósito de contestar inmediatamente a todos los mensajes que me llegaran si el vampiro no había salido de la cámara acorazada. No soportaba la idea de que se hubieran perdido vidas a causa de mi negligencia.

Uno de los uniformados que nos esperaban se acercó a Dolph, muy pegado a la pared.

—No ha pasado nada en el tiempo que llevamos aquí —le dijo.

—Bien. Las fuerzas especiales llegarán en cuanto puedan. Estamos en la lista.

—¿Cómo que estamos en la lista? —pregunté.

—Ellos sí que tienen balas de plata, pero estarán liados con alguna otra cosa.

—¿Y vamos a esperarlos?

—No.

—Pero, sargento, se supone que debemos esperar a que lleguen antes de enfrentarmos a un enemigo sobrenatural —dijo el policía.

—Eso no se aplica a la BRIP —dijo Dolph.

—Deberíais tener balas de plata —dije yo.

—Hemos presentado la solicitud.

—Una solicitud. Eso sí que es útil.

—Como civil, te toca esperar fuera, así que no protestes.

—También soy la ejecutora de vampiros oficial del estado de Misuri, por no mencionar que si hubiera contestado al busca en lugar de tocarle los cojones a Bert, Cal estaría ya con una estaca en el corazón y no tendríamos que hacer esto, así que no puedes dejarme al margen. Era mi trabajo, no el tuyo.

Dolph me miró detenidamente durante un buen rato y al final asintió lentamente.

—Si no fueras tan bocazas —me dijo Zerbrowski—, podrías haberte quedado en el coche.

—Pero es que no quiero.

—Pues a mí me encantaría.

Dolph se encaminó a las puertas, y Zerbrowski y yo lo seguimos. No en vano era la asesora de la policía en asuntos sobrenaturales; si las cosas iban a ponerse feas, estaba dispuesta a ganarme el sueldo.

Todas las víctimas de vampiros se custodiaban en el sótano del Hospital Municipal de San Luis, aunque hubieran muerto en otro condado: no hay tantos depósitos acondicionados para contener a los vampiros recientes. Hasta tenía una reserva de sangre para que saciaran el apetito inicial: con un aperitivo se calmaban bastante.

En circunstancias normales, el cadáver estaría en la cámara de los vampiros y no pasaría nada grave, pero yo había jurado y perjurado que no representaba ningún riesgo. Yo era su asesora, la experta a la que llamaban cuando había que clavar una estaca. Si decía que un cadáver no iba a revivir, me creían. Pero la había cagado. Que Dios nos pille confesados, pero la había metido hasta el corvejón.

DIECISÉIS

El Hospital Municipal de San Luis era un gigante de ladrillo rojo impertérrito en pleno campo de batalla. A unas pocas manzanas se podían ver musicales ganadores de premios Tony, recién traídos de Broadway, pero por las mismas, el hospital podía haberse encontrado en la cara oculta de la Luna, suponiendo que allí hubiera suburbios.

El suelo estaba decorado con cristales rotos.

Aquel hospital, como tantos otros hospitales urbanos, perdía dinero, de modo que lo cerraron. Pero el depósito de cadáveres siguió en marcha porque no había presupuesto para trasladar la cámara de los vampiros.

La cámara acorazada se construyó a principios de la década de 1990, cuando todavía se buscaba una cura para el vampirismo. La idea era encerrar a los vampiros, esperar a que revivieran e intentar revertir su estado. El proyecto contó con la colaboración de muchos vampiros que querían volver a ser humanos, pero se clausuró cuando un paciente se comió la cara del doctor Henry Mulligan, el director del equipo que buscaba la cura.

Y así fue como se acabó lo de andar ayudando a los pobres vampiros incomprendidos.

Sin embargo, la cámara se seguía usando para custodiar a la mayoría de las víctimas de vampiros. Era más que nada por precaución, porque los vampiros solían despertarse junto a un asesor que los ayudaba a integrarse en el mundo del vampirismo civilizado.

Me había olvidado de lo del asesor vampírico: era un programa piloto que sólo llevaba un mes en marcha. ¿Bastaría con un vampiro con experiencia para controlar a un vampiro animalístico, o haría falta un maestro vampiro? En realidad, no tenía la menor idea.

Dolph estaba empuñando la pistola, pero con balas convencionales, no le resultaría mucho más útil que liarse a escupitajos. Zerbrowski sujetaba la escopeta como si supiera usarla. Detrás de mí iban cuatro policías de uniforme, todos con armas y muchas ganas de usarlas. Así pues, ¿por qué no las tenía todas conmigo? Porque yo era la única que llevaba balas de plata.

Las puertas dobles se abrieron automáticamente, encañonadas por siete pistolas. Me costó no pegarle un tiro al puto cristal. Un policía soltó una risita. A ver si era que estábamos nerviosos…

—Bueno —dijo Dolph—, ahí dentro hay civiles. No le peguéis un tiro a nadie.

La primera pareja de uniformados estaba compuesta por un chico rubio y su compañero, negro y mucho mayor. Los de la otra andaban por la treintena: uno era alto y delgado, con la nuez muy marcada, y el otro, bajo y pálido, tenía los ojos vidriados por el miedo.

Todos llevaban un alfiler de corbata en forma de cruz; se usaban cada vez más, y habían pasado a formar parte del uniforme de la policía de San Luis. Quizá sirvieran para mantenerlos con vida.

Yo no había tenido tiempo de cambiar la cadena de mi crucifijo, así que me había puesto una pulsera llena de crucecitas. También llevaba una tobillera, no sólo porque hacía juego con la pulsera, sino porque prefería tener repuesto.

Me costaría mucho decidirme entre el crucifijo y la pistola. Mucho mejor llevar las dos cosas.

—¿Tienes alguna sugerencia, Anita? —preguntó Dolph.

No hacía tanto, ni siquiera habrían llamado a la policía. Ah, los viejos tiempos, cuando los vampiros se dejaban en manos de los expertos. En aquella época les clavábamos una estaca y fin del problema. Yo había pertenecido a ese puñado de valientes que se encargaban de ellos, y me había ganado el mote de la Ejecutora.

—Podemos formar un círculo, mirando hacia fuera. Así reduciremos las posibilidades de no verlo llegar.

—¿No lo oiremos? —preguntó el policía rubio.

—Los nomuertos no hacen ruido —dije. Él puso cara de espanto—. Era una broma, agente.

—Pues qué gracia. —Parecía ofendido, y supongo que no le faltaba razón.

—Perdona. —Dolph me miraba con el ceño fruncido, así que dije—: Ya me he disculpado.

—No les tomes el pelo a los novatos —dijo Zerbrowski—. Seguro que es su primer vampiro.

—Es su primer día —dijo el negro, riendo sin ganas.

—Virgen santa. ¿No será mejor que espere en el coche?

—Sé defenderme —protestó el rubio.

—No es eso —dije—, pero ¿no pone en alguna parte que los policías deben llevar no sé cuánto tiempo de servicio antes de enfrentarse a un vampiro?

—Puedo con ello.

Sacudí la cabeza. Joder, su primer día. Tendría que estar dirigiendo el tráfico en un sitio fácil, no en medio de una trifulca con un nomuerto descontrolado.

—Yo iré en cabeza —dijo Dolph—. Anita, a mi derecha. —Señaló al policía negro y a su compañero—. Vosotros dos, a mi izquierda. —Señaló a los otros dos agentes—. Junto a la señorita Blake. Zerbrowski, tú vas detrás.

—Muchas gracias, sargento —dijo entre dientes.

Estuve a punto de dejar así las cosas, pero no podía.

—Soy la única que lleva balas de plata —dije—. Debería ir en cabeza.

—Eres la única civil.

—No tengo nada de civil y lo sabes de sobra.

—Está bien —dijo Dolph, mirándome fijamente—. Vas en cabeza, pero si te matan, se me cae el pelo.

—Intentaré recordarlo —dije sonriendo.

Me coloqué un poco por delante de los demás, que formaron un círculo a mis espaldas. Zerbrowski levantó el pulgar para darme ánimos y me arrancó otra sonrisa. Dolph hizo un gesto casi imperceptible: había llegado el momento de dar caza al monstruo.

DIECISIETE

Las paredes eran de dos tonos de verde: caqui oscuro por debajo y verde vómito por arriba. La decoración de los edificios públicos, tan atractiva como un dolor de muelas. Grandes conductos de vapor, del diámetro de mi cabeza, cubrían las paredes. También estaban pintados de verde, y convertían el pasillo en un pasadizo angosto.

Las conducciones eléctricas, más estrechas y de un tono plateado, corrían en paralelo. No habría sido fácil instalar electricidad en un edificio en que no se había previsto.

Se notaba que habían ido añadiendo capas de pintura sin quitar las anteriores. Si se raspaba irían saliendo distintos colores, como los estratos de una excavación arqueológica. Cada color tenía su historia, había presenciado distintos tipos de dolor.

Parecían las tripas de un barco gigantesco, con un silencio opresivo en lugar del rugido de los motores. Sí, hay sitios donde el silencio resulta opresivo, y el Hospital Municipal de San Luis era uno de ellos.

Si fuera supersticiosa habría dicho que era un lugar perfecto para los fantasmas. Hay fantasmas de varias clases. Los normales son espíritus de muertos que se han quedado en la Tierra en vez de ir al Cielo o al Infierno. Los teólogos llevan siglos debatiendo qué significa la existencia de los fantasmas para Dios y la Iglesia. No creo que a Dios le preocupe mucho, pero a la Iglesia, desde luego.

Con la cantidad de gente que había muerto allí, debería haber muchos fantasmas de verdad, pero nunca había visto ninguno, y no me tomo en serio a los fantasmas hasta que me rodean con sus brazos gélidos.

Pero hay muchos tipos de fantasmas: las improntas psíquicas y las emociones fuertes impregnan las paredes y los suelos de los edificios, y forman una especie de grabación emocional, a veces visual, a veces sonora y a menudo táctil; esta última se manifiesta con un escalofrío que recorre la columna de quienes pasan por determinado lugar.

El viejo hospital tenía un montón de rincones que ponían los pelos de punta. No se veía ni se oía nada, pero al caminar por allí teníamos la impresión de que había algo al acecho, justo fuera de nuestro alcance, pero que casi se podía ver y tocar. En aquella ocasión era, probablemente, un vampiro.

Sólo se oían nuestras pisadas, el roce de la ropa y nuestro movimiento. No había ningún otro sonido. Cuando reina el verdadero silencio se empiezan a oír cosas, aunque sólo sea la sangre en los oídos.

Estábamos llegando a la primera esquina. Como iba en cabeza, como me había ofrecido a ir en cabeza, me tocaba ser la primera en girar. Hubiera lo que hubiera a la vuelta, me tocaba a mí. Eso me pasa por hacerme la valiente.

Me apoyé en una rodilla y sujeté la pistola con las dos manos, con el cañón hacia el techo: no se puede disparar a lo que no se ve. Hay varias formas de doblar una esquina cuando no se sabe qué se va a encontrar, pero ninguna es del todo segura, y en cualquier caso se trata de decidir si es más probable recibir un disparo o toparse de narices con algo. Con un vampiro, lo que más me preocupaba era que me agarrara y me destrozara el cuello.

Apoyé el hombro derecho en la pared, respiré profundamente y me lancé hacia delante. No doblé la esquina limpiamente con la espalda pegada a la pared, sino que aterricé de costado con la pistola por delante, bien sujeta. Creedme: es la forma más rápida de doblar una esquina y ser capaz de apuntar, aunque es la menos recomendable cuando existe la posibilidad de recibir un tiro.

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