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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Circo de los Malditos (2 page)

BOOK: Circo de los Malditos
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—¿Quiere decir que pretenden acabar con todos los vampiros de los Estados Unidos? —Sonreí por encima de la taza.

—Es lo que queremos.

—Eso sería asesinato.

—Usted ha cazado vampiros. ¿Opina eso de verdad?

Me tocó a mi respirar profundamente. Unos meses atrás habría dicho que no, pero ya no las tenía todas conmigo.

—No estoy demasiado segura.

—Si la nueva ley sale adelante, los vampiros tendrán derecho al voto. ¿No le parece una perspectiva espeluznante?

—Sí.

—Entonces, ayúdenos.

—Déjese de rodeos y dígame qué quiere.

—Muy bien. Queremos que nos diga dónde está la guarida diurna del amo de los vampiros de la ciudad.

Lo miré en silencio durante unos segundos.

—¿Habla en serio?

—Como si estuviéramos en un velatorio.

—¿Qué le hace pensar que lo sé?

—Venga, señorita Blake. —Fue Inger quien contestó, con una sonrisa afabilísima—. Si nosotros reconocemos que estamos a favor de algo que jurídicamente se considera asesinato, usted podría reconocer que conoce al amo.

—Díganme qué saben y puede que lo corrobore, aunque no garantizo nada.

—¿Quién se anda ahora con rodeos? —Su sonrisa se amplió aún más, y el caso es que tenía razón.

—¿Y qué si lo conozco?

—Díganos dónde se esconde de día —dijo Ruebens. Estaba inclinado hacia delante, con una expresión ávida, casi lasciva. No me sentí halagada, porque ni siquiera era yo quien lo ponía tierno; era la idea de aniquilar al amo.

—¿Cómo sabe que es un hombre?

—Por un artículo del
Post-Dispatch
. En él no se mencionaba ningún nombre, pero quedaba claro que esa criatura era de sexo masculino —dijo Ruebens.

Me pregunté qué opinaría Jean-Claude de que lo llamaran criatura. Mejor no averiguarlo.

—Así que pretenden que les dé una dirección y plantarse allí, ¿para qué? ¿Para atravesarle el corazón con una estaca? —Ruebens asintió, e Inger sonrió. Yo sacudí la cabeza—. No parece muy buen plan.

—¿Se niega a ayudamos? —preguntó Ruebens.

—No, lo que pasa es que no sé dónde se esconde. —Era un alivio no tener que mentir.

—Miente. Lo está protegiendo. —El semblante de Ruebens se estaba ensombreciendo por momentos, y unas profundas arrugas le surcaron la frente.

—Les aseguro que no lo sé. Señor Ruebens, señor Inger… Si desean que levante algún zombi, podemos seguir hablando; de lo contrario… —Dejé la frase sin terminar y les dediqué mi mejor sonrisa profesional. No parecieron impresionados.

—Accedimos a quedar con usted a estas horas intempestivas, y la tarifa que estamos pagando no es ninguna broma; lo mínimo que podría hacer es ser educada.

Quería contestar «No he empezado yo», pero habría sonado demasiado infantil.

—Les he ofrecido un café y lo han rechazado.

El ceño de Ruebens se acentuó, y se le marcaron las patas de gallo a causa del enfado.

—¿Es así como trata a todos sus… clientes?

—La última vez que hablamos me llamó zorra amante de los zombis, así que estamos en paz.

—Pero ha aceptado nuestro dinero.

—Yo no; mi jefe.

—Hemos accedido a reunimos al amanecer, señorita Blake. ¿No podría poner algo de su parte?

No había tenido la más mínima intención de reunirme con Ruebens, pero una vez que Bert aceptó el dinero, no pude evitarlo. Concerté la cita para el amanecer, después del trabajo de la noche y antes de ir a dormir, para descansar ocho horas seguidas cuando volviera a casa. Que fuera Ruebens quien durmiera poco.

—¿Podría localizar el refugio del amo? —preguntó Inger.

—Es posible, pero en ese caso tampoco se lo diría.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque está aliada con él —dijo Ruebens.

—¡Calla, Jeremy! —Ruebens abría la boca para protestar cuando Inger añadió—: Por favor, Jeremy, hazlo por la causa. —Ruebens hizo un esfuerzo palpable por contener la rabia, pero sí: se la tragó. En efecto, sabía controlarse—. ¿Por qué, señorita Blake? —Inger me miraba muy serio, la máscara de afabilidad desvanecida como por ensalmo.

—Las estacas no sirven de nada contra los maestros vampiros. Lo digo por experiencia.

—¿Qué hay que hacer, entonces?

—Ni hablar, señor Inger. —Sonreí—. Si quiere aprender a matar vampiros, tendrá que llamar a otra puerta. Sólo por responder a sus preguntas me convertiría en su cómplice.

—¿Nos lo diría si tuviéramos un plan mejor?

Lo medité un momento. Imaginar a Jean-Claude muerto, muerto del todo… Desde luego, seria un alivio, pero…

—No lo sé.

—¿Por qué no?

—Porque creo que quienes morirían serían ustedes, y nunca entrego a nadie a los monstruos, ni siquiera si son personas que me odian.

—Nosotros no la odiamos, señorita Blake.

—Puede que usted no. —Señalé a Ruebens con la taza—. Pero él, desde luego.

Ruebens sólo me miró. Al menos no intentó negarlo.

—Si se nos ocurre un plan mejor, ¿podríamos hablar de nuevo con usted? —preguntó Inger.

—Sí, claro, ¿por qué no? —contesté sin perder de vista los ojillos encolerizados de su acompañante.

—Gracias, señorita Blake, nos ha sido de gran ayuda. —Inger se levantó y me estrechó la mano, envolviéndomela por completo. Era gigantesco, pero no intentaba imponer con su tamaño. Todo un detalle.

—La próxima vez que nos veamos estará más dispuesta a colaborar —me dijo Ruebens.

—Vaya, Jerry, eso ha sonado a amenaza.

—En Alianza Humana estamos convencidos de que el fin justifica los medios —dijo con una sonrisa nada amable.

Me abrí la chaqueta del traje granate. Debajo llevaba una pistolera de sobaco con la Browning Hi-Power de 9 mm, y el cinturón negro de la falda era suficientemente fuerte para sujetar la correa. Lo último en trajes para ejecutivas terroristas.

—Si se trata de sobrevivir, yo también lo creo.

—Nadie se ha puesto violento —intervino Inger.

—No, pero nuestro amigo aquí presente lo está pensando, y sólo quiero que tanto él como el resto de su grupo tengan muy claro que voy en serio. Como se metan conmigo, morirá gente.

—Somos muchos —dijo Ruebens—, y usted es sólo una.

—¿Sí? ¿Y quién quiere ser el primero?

—Basta, Jeremy, señorita Blake. No hemos venido a amenazarla, sino a pedirle ayuda. Ya volveremos cuando tengamos un plan mejor.

—A ese puede dejárselo.

—Como quiera. Vamos, Jeremy. —Inger abrió la puerta, y se oyó el tecleo procedente del despacho exterior—. Adiós, señorita Blake.

—Adiós, señor Inger. No ha sido ningún placer.

Ruebens se detuvo en el umbral y se volvió hacia mi.

—Eres una abominación a los ojos de Dios —masculló.

—A ti también te quiere dije con una sonrisa.

Se fue dando un portazo. Infantil.

Me senté en el borde de la mesa y esperé hasta estar segura de que se habían marchado. No creía que fueran a intentar nada en el aparcamiento, pero la verdad era que tampoco quería ponerme a pegar tiros. Bueno, sí, claro que lo haría si no quedara más remedio, pero prefería evitarlo. Había albergado la esperanza de que bastara con enseñar la pistola para mantener a raya a Ruebens, pero tenía la impresión de que sólo había servido para cabrearlo más. Giré el cuello unas cuantas veces con el fin de aliviar la tensión. No sirvió de nada.

Ya podía irme a casa, pegarme una ducha y dormir ocho horas de un tirón. Qué gozada. Me sonó el busca, y di un bote como si me hubieran pinchado. ¿Nerviosa yo?

Pulsé el botón y gemí al ver el número. Era la policía; concretamente, la Brigada Regional de Investigación Preternatural, más conocida como
la Santa Compaña
. Estaba al cargo de los delitos de Misuri relacionados con lo sobrenatural, y yo era su experta en monstruos. A Bert le parecía bien que hiciera unas horas extras como asesora, pero sobre todo, le gustaba la publicidad.

El busca volvió a sonar, y apareció el mismo número.

—Mierda —dije en voz baja—. Te he oído a la primera. Dolph.

Tuve la tentación de fingir que me había ido y no veía los mensajes, pero me aguanté. Si el inspector Rudolph Storr me llamaba cuando aún no habían puesto las calles, era que me necesitaba. Joder.

Marqué el número y reboté de centralita en centralita hasta que por fin me llegó la voz de Dolph. Sonaba metálica y lejana. Su mujer le había regalado un móvil por su cumpleaños, y debía de estar casi fuera de cobertura. Aun así le daba cien vueltas a tener que hablar con él a través de una radio policial: no sonaba a chino.

—Hola, Dolph, ¿qué pasa?

—Un asesinato.

—¿Qué clase de asesinato?

—De los que requieren tus conocimientos.

—No son horas para jugar a las adivinanzas. Dime que ha pasado, ¿vale?

—Veo que te has levantado con el pie izquierdo.

—Aún no me he ido a dormir.

—Te acompaño en el sentimiento, pero necesito que muevas el culo y vengas. Parece que tenemos una víctima de vampiro entre manos.

Respiré profundamente y solté el aire muy despacio.

—Mierda.

—Ni que lo digas.

—Dame la dirección. —Me la dio. Estaba al otro lado del río, más allá del bosque, donde Cristo perdió el gorro: en Arnold. Mi oficina estaba al lado de Olive Boulevard. Me esperaban tres cuartos de hora al volante, y eso era sólo el viaje de ida. Qué alegría—. Iré en cuanto pueda —añadí.

—Te esperamos —dijo Dolph, y colgó.

No me molesté en despedirme del auricular. Una víctima de vampiro. Nunca había visto un caso aislado. Las personas somos como las patatas fritas: no hay vampiro capaz de probar sólo una. La pregunta del millón era cuánta gente moriría antes de que atrapáramos a aquel.

No quería pensar en ello. No quería ir a Arnold. No quería examinar un cadáver antes de desayunar. Quería irme a casa. Pero sospechaba que Dolph no sería muy comprensivo; los policías no suelen derrochar ironía cuando trabajan en un asesinato. Aunque bien pensado, yo tampoco andaba sobrada.

DOS

El cadáver, de un hombre, estaba tendido boca arriba, desnudo y muy pálido en la claridad incipiente del alba. Hasta inerte tenía un buen cuerpo; seguro que hacía un montón de pesas y es posible que corriera y todo. Su pelo, rubio y tirando a largo, se mezclaba con la hierba que empezaba a amarillear. En la piel lisa del cuello se le veían dos marcas nítidas de colmillos, y también tenía marcas en el pliegue del codo derecho, en el sitio de donde se saca sangre para los análisis. Tenía la piel de la muñeca izquierda hecha trizas, como si se la hubiera desgarrado un animal, y un trozo de hueso blanco relucía pese a la escasez de luz.

Tomé medidas de los bocados con mi fiel cinta métrica; eran de distintos tamaños. Había marcas de tres vampiros como mínimo, pero me habría jugado cualquier cosa a que habían intervenido cinco: un maestro y su manada, bandada, clan o como quiera que se llame un grupo de vampiros.

La hierba estaba húmeda de rocío y me empapaba las rodillas del mono que me había puesto para protegerme el traje. Unas deportivas de color negro y unos guantes de látex completaban mi kit para escenas de crimen. Antes usaba zapatillas blancas, pero las negras disimulaban mejor las manchas de sangre.

Me disculpé para mis adentros por lo que estaba a punto de hacer y le separé las piernas al cadáver. Se movieron con facilidad; aún no había rigor mortis, lo que indicaba que llevaba menos de ocho horas muerto. Tenía semen seco en el miembro marchito; una última alegría antes de morir. Los vampiros no lo habían limpiado. En el interior del muslo, casi en la ingle, había más marcas de colmillos. No había ningún desgarro comparable al de la muñeca, pero tampoco se podía decir que fuera una herida limpia.

No había sangre alrededor de las heridas, ni siquiera en la más aparatosa. ¿La habrían limpiado? El lugar donde lo hubieran matado debía de haber quedado perdido, y era imposible que hubieran limpiado toda la sangre. Si conseguíamos averiguar dónde estaba, sacaríamos un montón de pistas. Pero en aquel jardín de un barrio normal, con el césped cuidadosamente segado, no habría pistas que valieran, estaba segura. Habían dejado el cadáver en un sitio tan estéril e inútil como la cara oculta de la luna.

La neblina flotaba en la zona residencial como un fantasma al acecho. Estaba tan baja que al andar por ella parecía llovizna, y el cadáver estaba cubierto de rocío. Mi pelo también lo recogía, y las gotas parecían perlas plateadas.

Estábamos en el jardín delantero de una casa pequeña de color verde lima con detalles blancos. Una verja de alambre marcaba el extremo de un amplio patio trasero. Estábamos en octubre y la hierba seguía verde. La copa de un arce se cernía sobre la casa, con ese peculiar tono anaranjado que hace que las hojas parezcan llamas. La niebla reforzaba el efecto, y los colores parecían derramarse en medio del aire húmedo.

En la misma calle había más casas pequeñas, con árboles de tonos otoñales y céspedes de un verde intenso. Era muy temprano, por lo que muy poca gente había salido para ir al trabajo, al colegio o adonde fuera. Los agentes de uniforme contenían a una pequeña multitud, y habían plantado palos para colocar el cordón policial. La gente se acercaba a la cinta tanto como se atrevía; un chaval de unos doce años había conseguido situarse en primera fila y miraba al muerto con los ojos y la boca muy abiertos. Virgen santa, ¿dónde se habían metido sus padres? Puede que también estuvieran mirando el cadáver embobados.

Y el cadáver en cuestión estaba blanco como la nieve. La sangre siempre se queda en la parte del cuerpo que esté más baja, por lo que en aquel caso debería haber manchas lívidas en los glúteos, la espalda y la parte de atrás de brazos y piernas. Pero no las había: no le quedaba suficiente sangre para eso. Lo habían vaciado por completo. ¿Apurado hasta la última gota? Intenté contener una sonrisa, pero fue inútil: cuando se pasa un montón de tiempo mirando cadáveres se desarrolla un sentido del humor un poco rarito. Es imprescindible para no perder la cabeza.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó una voz. Di un respingo y giré en redondo.

—Coño, Zerbrowski, deja ya de aparecer como un fantasma.

—Pues sí que nos ha salido impresionable nuestra intrépida matavampiros. —Me sonrió. Tenía el pelo castaño dividido en tres matas, como si se le hubiera olvidado peinarse, y llevaba la corbata a media asta sobre una camisa azul claro que albergaba un sospechoso parecido con una chaqueta de pijama y se daba de hostias con el traje marrón.

BOOK: Circo de los Malditos
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