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egún los libros de historia —aunque realmente nadie lo podía creer— hubo una época en que las antiguas Naciones Unidas tenían 172 miembros. Los Planetas Unidos tenían sólo siete; y eso ya provocaba suficientes problemas. En orden de distancia del Sol, estaban Mercurio, Tierra, Luna, Marte, Ganimedes, Titán, y Tritón.
La lista contenía numerosas omisiones y ambigüedades que presumiblemente el futuro se encargaría de rectificar. Los críticos nunca se cansaban de señalar que la mayoría de los Planetas Unidos no eran planetas sino satélites. Y qué ridículo que los cuatro gigantes, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, no hubieran sido incluidos.
Pero nadie vivía en los Gigantes de Gas, y posiblemente nadie viviría nunca. Lo mismo podía decirse de otro de los grandes ausentes, Venus. Aun los ingenieros planetarios más entusiastas estaban de acuerdo en que tardarían siglos en domar a Venus: entretanto, los mercurianos no lo perdían de vista, y sin duda acariciaban proyectos de largo alcance.
Las representaciones separadas de la Tierra y la Luna constituyeron asimismo motivo de disputas. Los otros miembros argumentaban que ponía demasiado poder en un rincón del sistema solar. Pero había más gente en la Luna que en todos los otros mundos, con excepción de la propia Tierra, y ella era el lugar de reunión de los Planetas Unidos. Además, la Tierra y la Luna rara vez se ponían de acuerdo en algo, de modo que no era probable que llegaran a formar un bloque peligroso.
Marte controlaba los asteroides, excepto los integrantes del grupo Ícaro (supervisado por Mercurio), y otros pocos con perihelios más allá de Saturno, y en consecuencia reclamados por Titán. Algún día los asteroides más grandes, tales como Pallas, Vesta, Juno y Ceres, serían lo bastante importantes como para tener sus propios embajadores, y entonces los miembros de Planetas Unidos alcanzarían dos guarismos.
Ganimedes representaba no sólo a Júpiter —y por lo tanto a más masa que todo el resto del sistema solar junto— sino también a los cincuenta o más satélites jupiterianos, si se incluían capturas temporales del cinturón de asteroides, aunque los abogados seguían discutiendo sobre esto. En la misma forma, Titán se hacía cargo de Saturno, sus anillos, y los otros treinta o más satélites.
La situación para Tritón era más complicada. La gran luna de Neptuno era el cuerpo más alejado del sistema solar permanentemente habitado, de ahí que su embajador poseyera una considerable cantidad de representaciones, entre ellas Urano y sus ocho lunas (ninguna ocupada todavía); Neptuno y sus otros tres satélites; Plutón y su única luna; y la solitaria Perséfone, que no tenía ninguna. Si había planetas más allá de Perséfone, también ellos serían responsabilidad de Tritón. Y como si todo ello no fuera bastante, alguien había oído al embajador de la Lejana Oscuridad (como se lo llamaba a veces) preguntar plañideramente: —¿Y qué hay de los cometas?— La mayoría de los miembros opinaba que ése era un problema que resolvería el futuro.
Y sin embargo, en un sentido real, el futuro ya estaba allí. Por algunas definiciones, Rama era un cometa. Los cometas eran los únicos otros visitantes de las profundidades interestelares, y Muchos habían viajado en órbitas hiperbólicas aún más próximas al Sol que la de Rama. Cualquier abogado del espacio podía hacer un buen caso con esto, y el embajador de Mercurio era uno de los mejores.
—Reconocemos a Su Excelencia el embajador de Mercurio.
Como los delegados estaban colocados en sentido contrario al de las agujas del reloj, en orden de distancia del sol, el de Mercurio se encontraba en la extrema derecha del Presidente de la asamblea. Hasta el último minuto estuvo atento a su computadora; ahora se quitó las gafas sincronizadoras que no permitían a nadie más leer el mensaje en su pantalla. Recogió sus notas y se puso vivamente de pie.
—Señor presidente, distinguidos miembros delegados, me agradaría comenzar con un breve resumen de la situación con que nos enfrentamos.
Proviniendo de algunos delegados, esas palabras «un breve resumen», habrían provocado lamentos interiores de sus escuchas; pero todos sabían que los mercurianos siempre querían decir exactamente lo que decían.
—El vehículo espacial gigante, o asteroide artificial, bautizado Rama, fue detectado hace más de un año en la región más allá de Júpiter. Al principio se pensó que se trataba de un cuerpo natural moviéndose en una órbita hiperbólica que lo llevaría alrededor del Sol y hacia las estrellas.
»Cuando fue descubierta su verdadera naturaleza, se ordenó a la nave espacial
Endeavour
que tuviera un encuentro con él. Estoy seguro de que todos queremos agradecer al comandante Norton y a su tripulación la gran eficiencia demostrada en el curso de su incomparable misión.
»Al principio se creyó que Rama estaba muerto, congelado por cientos de miles de años y sin posibilidad de revivir. Esto aun puede ser cierto, en un sentido estrictamente biológico. Parece haber un acuerdo general entre quienes estudiaron el asunto, respecto a que ningún organismo vivo de alguna complejidad puede sobrevivir más de unos cuantos siglos en animación suspendida. Aun en cero absoluto, los efectos residuales de la unidad elemental de energía destruyen demasiada información celular como para hacer posible la vuelta a la vida. Por lo tanto, si bien Rama era de enorme importancia arqueológica, no presentaba mayores problemas astropolíticos.
»Es ahora notorio que ésa fue una actitud muy ingenua por nuestra parte, aun cuando desde el principio hubo quienes puntualizaron que Rama estaba dirigida con demasiada precisión al Sol para que se tratara de una simple casualidad.
»Aun así, pudo haberse argumentado —y en realidad se argumentó— que allí había un experimento fracasado. Rama alcanzó la mera propuesta, pero la inteligencia controladora no sobrevivió. Este punto de vista también parece demasiado simple; seguramente subestima a los entes con que tratamos.
»Lo que no tuvimos en cuenta fue la posibilidad de la supervivencia 'no biológica'. Si aceptamos la muy plausible teoría del doctor Perera, que por cierto se adecua a los hechos, los seres que fueron observados en el interior de Rama no existían hasta poco tiempo atrás. Sus patrones, o moldes, se mantenían en reserva en algún banco central de información, y cuando llegó el momento fueron fabricados con la materia prima disponible, presumiblemente el caldo de cultivo órgano metálico del Mar Cilíndrico. Tal hazaña está aún fuera de los limites de nuestras posibilidades, aunque no presenta problemas teóricos. Sabemos que los circuitos de estado sólido, a diferencia de la materia viva, pueden almacenar información sin pérdida durante indefinidos períodos de tiempo.
»De modo que ahora Rama está en condiciones de pleno funcionamiento, sirviendo al propósito de sus constructores, quienesquiera que sean. Desde nuestro punto de vista no importa si los propios ramanes están muertos desde hace un millón de años, o si ellos también serán recreados en cualquier momento para unirse a sus servidores. Con o sin ellos, su voluntad se cumple y se seguirá cumpliendo.
»Rama nos ha dado pruebas de que su sistema de propulsión sigue funcionando. En unos pocos días más llegará al perihelio, donde lógicamente realizará cualquier cambio orbital mayor. Es posible entonces que nos encontremos pronto con un nuevo planeta moviéndose a través del espacio solar sobre el cual tiene jurisdicción mi gobierno. O puede ocurrir también, desde luego, que Rama haga cambios adicionales y ocupe una órbita final a cualquier distancia del Sol. Incluso puede convertirse en satélite de un planeta principal, como la Tierra.
»Estamos por lo tanto, señores delegados, frente a todo un espectro de posibilidades, algunas realmente muy serias. Es tonto pretender que esas criaturas de Rama deben ser por fuerza benevolentes y que no interferirán con nosotros en ninguna forma. Si han venido a nuestro sistema solar, es porque necesitan algo de él. Aun cuando sólo sea conocimiento científico... consideren cómo puede ser utilizado ese conocimiento.
»Lo que tenemos delante ahora es una tecnología cientos, tal vez miles de años más avanzada que la nuestra, y una cultura que puede no tener ningún punto de contacto con la nuestra. Hemos estado estudiando el comportamiento de los robots biológicos —los biots— en el interior de Rama, tal como nos los muestran las películas filmadas por el comandante Norton, y hemos llegado a ciertas conclusiones, que deseamos comunicar a ustedes.
»En Mercurio tenemos tal vez la poca suerte de no contar con formas de vida nativas del planeta para someter a nuestra observación. Pero, por supuesto, poseemos un completo registro de la zoología terrestre y descubrimos en ella un sorprendente paralelo con Rama.
»Este paralelo es la colonia de termitas. Como Rama, es un mundo artificial con un entorno controlado. Como Rama, su funcionamiento depende de series enteras de máquinas biológicas especializadas: obreros, constructores, granjeros, guerreros. Y aunque no sabemos si Rama tiene una reina, sugiero la posibilidad de que la isla conocida como Nueva York ejerza una función similar.
»Ahora bien, sería evidentemente absurdo estirar demasiado esta analogía; muestra demasiadas fisuras. Pero la expongo ante ustedes por esta razón: ¿qué grado de cooperación o comprensión podría existir nunca entre los seres humanos y las termitas? Cuando no hay conflicto de intereses, nos toleramos mutuamente. Pero cuando uno de los dos necesita el territorio o los recursos del otro, la guerra es sin cuartel.
»Gracias a nuestra tecnología y nuestra inteligencia, siempre ganamos los seres humanos... si estamos suficientemente decididos. Pero a veces no es fácil, y están aquellos que creen que la victoria final será de las termitas.
»Teniendo en cuenta esto, consideren ahora la tremenda amenaza que Rama puede —conste que no digo debe— significar para la civilización humana. ¿Qué medidas hemos tomado para contrarrestar el peligro, si ocurre la peor eventualidad? Absolutamente ninguna. Nos hemos limitado a hablar, a especular, y a escribir eruditas monografías.
»Pues bien, señores delegados, Mercurio ha hecho algo más. Actuando conforme a las previsiones de la Cláusula 34 del Tratado del Espacio firmado en el año 2057, y que nos autoriza a dar los pasos necesarios para proteger la integridad de nuestro espacio solar, hemos despachado un aparato dotado de alta energía nuclear a Rama. Por cierto, nos consideraremos felices si no nos vemos en la necesidad de utilizarlo. Pero ahora, por lo menos, no estamos tan indefensos como antes.
»Puede argumentarse que hemos actuado unilateralmente, sin consulta previa con nuestros pares. Lo admitimos. Pero, ¿imagina alguien aquí —con todo el respeto debido al señor presidente— que habríamos obtenido el consenso general en el escaso tiempo disponible? Consideramos que estamos actuando no sólo por nosotros mismos, sino también para toda la raza humana. Todas las generaciones futuras nos agradecerán tal vez un día nuestra previsión.
»Reconocernos que sería una tragedia, hasta un crimen, destruir un artefacto tan maravilloso como Rama. Si hay alguna manera de que semejante cosa pueda ser evitada, sin riesgo para la humanidad, nos sentiremos felices de saber cuál es. Nosotros no hemos encontrado ninguna, y el tiempo apremia.
»Habrá que tomar una decisión definitiva en los próximos días, antes de que Rama alcance el perihelio. Haremos, por supuesto, todas las advertencias necesarias al
Endeavour
, pero aconsejaríamos al comandante Norton que estuviera siempre listo para partir de un momento a otro. Es concebible que Rama experimente otras dramáticas transformaciones en las horas siguientes.
»Esto es todo, señor presidente, señores delegados. Les agradezco su atención, y espero que cooperen solidariamente.
—
B
ien, Boris. ¿Cómo encajan los mercurianos en su teología?
—Demasiado bien, comandante —replicó el teniente Rodrigo con una sonrisa sin humor—. Es el conflicto, viejo como el mundo, entre las fuerzas del bien y del mal. Y hay ocasiones en que los hombres deben tomar partido.
Yo sabía que reaccionaria así, pensó Norton. Esa situación debió significar un choque para Boris, pero él no era de los que se resignan a una aquiescencia pasiva. Los Cristianos del Cosmos eran gente enérgica, competente. Por cierto que en algunos sentidos se parecían notablemente a los mercurianos.
—Debo entender que tiene un plan, Boris.
—Sí, comandante, y es muy sencillo. Simplemente, debemos desmantelar la bomba.
—Ajá, ¿y cómo se propone hacerlo?
—Con un pequeño par de tenazas.
Si se hubiese tratado de cualquier otro, Norton habría pensado que bromeaba. Pero no Boris Rodrigo.
—Un momento, Boris. El lugar está erizado de cámaras. ¿Supone usted que los mercurianos se sentarán a contemplarlo a usted?
—Por supuesto; no podrán hacer otra cosa. Cuando les llegue la señal, será demasiado tarde. Puedo terminar fácilmente el trabajo en diez minutos.
—Comprendo. Se volverán locos de rabia. Pero ¿y si la bomba está preparada para estallar como un engañabobos a cualquier interferencia?
—Eso parece poco probable. ¿Cuál sería el propósito? La bomba fue construida para una misión especifica en el espacio profundo, y está sin duda provista de toda clase de dispositivos de seguridad para evitar su estallido excepto ante una orden determinada. Además, es un riesgo que estoy dispuesto a correr, y puedo realizar la tarea sin hacer peligrar la nave espacial. Lo tengo todo pensado.
—Estoy seguro de que es así —asintió Norton.
La idea era fascinante. Le encantaba particularmente pensar en los frustrados mercurianos, y hubiera dado cualquier cosa por presenciar sus reacciones cuando se dieran cuenta, demasiado tarde, de lo que le estaba sucediendo a su mortífero juguete.
Pero había otras complicaciones, y parecían multiplicarse a medida que examinaba el problema desde todos los ángulos. Lo cierto era que se enfrentaba con la más difícil, la más crucial decisión de toda su carrera.
Y eso era ridículamente decir poco. Afrontaba la decisión más difícil que comandante alguno había tenido que tomar alguna vez. El futuro de toda la especie humana bien podía depender de ella. Porque, ¿y si los mercurianos estaban en lo cierto?
Cuando Rodrigo se marchó, Norton encendió la luz del letrero que rezaba: —no molestar—. No recordaba cuándo lo había utilizado por última vez, y se sorprendió de que funcionara. Ahora, en el corazón de esa nave atestada y activa, estaba completamente solo, exceptuando el retrato del capitán James Cook que le contemplaba desde los corredores del tiempo.