La pregunta hizo un fuerte contraste con el monólogo sin variación de tono.
—Sólo por su buena reputación. Conozco poco Inglaterra.
—Era un convento de dominicas francesas y muchas de las alumnas eran hijas de emigrados franceses. Al llegar allí y oír a las otras hablando en voz baja y entre risas nerviosas del matrimonio y del parto y lo que había que hacer antes, nosotras nos miramos y nos entendimos perfectamente aunque no expresamos nada con palabras. Fue allí donde empecé a darme cuenta de lo que había pasado, aunque todavía no podía comprender por qué se le daba tanta importancia. Podía entender perfectamente bien la primera parte de
Foeda est in coitu et brevis voluptas
, pero no la segunda. No podía asociar eso con ningún grado de placer, por mínimo que fuera, así que no podía comprender que muchas de las cosas que leí y oí, como por ejemplo, sobre amores románticos y pasar a nado el Helesponto, estuvieran encaminadas a ese fin, el verdadero fin. Decidimos ocultar lo que sabíamos sobre esos asuntos y pronto aprendimos también a controlar nuestro aprendizaje. Sabíamos mucho más latín que las otras chicas y esa fue una de las razones de nuestra impopularidad. La otra fue mi violencia.
«Cuando regresamos del colegio —continuó—, pues llegó un momento en que las monjas no pudieron aguantarme más, y no las culpo, encontramos que todo estaba cambiado. La tía Cheyney había muerto, muchos de los sirvientes habían sido despedidos y nadie iba de visita. Las únicas cosas que seguían igual eran la biblioteca, las lecciones y el juego en la oscuridad. Después de un tiempo empezó a jugar con nosotras un tal señor Southam, la única visita que teníamos. Era un oficial del Ejército corpulento, arrogante, grosero y de modales toscos. El primo Edward nos dijo que debíamos ser muy amables con él. Nos escondíamos en los lugares más difíciles que podíamos cuando él estaba presente, pero principalmente porque olía mal y era desagradable, ya que eso otro no tenía importancia.
»Y la vida continuó y el tiempo pasaba lentamente —prosiguió—. Parecía que la mayor parte del tiempo era invierno y teníamos sabañones. Sólo había calefacción en la biblioteca.
Cada vez teníamos más pobreza. Los objetos de plata desaparecieron; los gitanos acamparon en el parque, en la orilla más lejana del lago, donde se había derrumbado el muro; el jardín se cubrió de mala hierba. Se fueron todos los sirvientes a excepción de dos mujeres muy viejas que no podían encontrar otro trabajo y preferían quedarse en la paupérrima casa. Los comerciantes dejaron de venir. El carruaje estaba en desuso desde hacía mucho tiempo y poco antes que mandaran a Frances a Yorkshire cambiamos una calesa por un carro tirado por muías. El primo Edward, cuando el camino estaba pasable, iba a Alton en el carro con una cesta, y en invierno, aunque detestaba montar a caballo, iba en el poni. A propósito de Frances, nunca volví a verla, ni oí decir qué le había pasado. Ahora, al mirar atrás, pienso que la dejarían embarazada y que murió al tener al niño o al tratar de deshacerse de él.
En ese momento le cayó una orquídea en el regazo y ella la miró y le dio vueltas para un lado y para el otro. Poco después continuó su extraño y tortuoso relato, no muy diferente a un monólogo interior con sus particulares referencias y alusiones.
—El poni fue la causa de su muerte. Varios labradores le encontraron tirado en el camino y le trajeron a casa en un trozo de valla. La señora Bellmgham, de la diócesis del obispo Thornton, se ocupó de que le dieran sepultura como era debido. Se reunió un grupo bastante grande de personas que me dijeron que, sin duda, mis amigos vendrían a buscarme, pero sólo vinieron el señor Southam y varios abogados que anduvieron por toda la casa apuntando todo lo que veían. Él me dijo que yo no tenía ni un penique, pues no se había dispuesto nada al respecto, pero que me encontraría trabajo en el club Saint James. ¿Conoce Saint James?
Su voz volvió a cambiar, adquiriendo un tono enfático.
—¡Por supuesto que lo conozco! ¿Acaso no me quedo en Black siempre que voy a Londres?
—¡Así que usted es miembro de Black!
Stephen asintió con la cabeza.
—Yo trabajaba al otro lado de la calle, mejor dicho, detrás del edificio al otro lado de la calle, detrás de Button. Sí, trabajaba en el establecimiento de Mother Abbott. Pero siempre he sentido cariño por Black porque fue uno de sus miembros quien hizo la petición para librarme de ser ahorcada. ¿Ha ido alguna vez al establecimiento de Mother Abbott?
—He ido a veces y he tomado té con ella mientras mis amigos iban arriba.
—Entonces habrá visto el salón de la derecha. Allí trabajaba yo llevando las cuentas, pues una de las pocas cosas que las monjas me enseñaron, aparte de francés, fue a llevar muy bien las cuentas. Bueno, estaba allí o en uno de los saloncitos que había detrás, haciendo compañía a los hombres mientras esperaban por su chica. O con los que venían solamente a hablar porque se sentían solos. Mother Abbott era muy amable conmigo. Me enseñó cómo vestirme y desvestirme y me permitió comprar ropa a crédito, pero nunca me obligó a hacer nada que yo no quisiera. No fue hasta mucho más tarde que empecé a ser complaciente, como dicen allí, cuando no había muchas chicas y estaban muy, muy ocupadas.
—Discúlpeme —dijo Stephen, inclinándose hacia delante para coger un ortóptero y metiéndolo enseguida en una caja.
—Es muy extraña la vida en un burdel y en cierto modo se parece a la vida en la mar —dijo Clarissa—. Uno lleva un tipo de vida que es como el de la comunidad a que pertenece, pero no se parece a la de la mayoría de la gente en el mundo y uno termina por perder contacto con las ideas, el lenguaje y cosas similares de la generalidad de la gente, así que cuando sale de allí se siente tan extraño como un marinero en tierra. En verdad, yo no sabía mucho del mundo en general, del mundo normal de los adultos, porque nunca lo había visto. Traté de conocerlo a través de novelas y obras de teatro, pero eso no me sirvió de mucho porque en todas se hablaba tanto del amor físico que parecía que todo giraba en torno a él y para mí eso no tiene mucha más importancia que sacudirse la nariz, para mí tener o no tener castidad es irrelevante y me parece absurdo y grotesco que la fidelidad dependa de las partes pudendas. Yo no encontraba ningún placer en hacer eso, aunque sí en proporcionarlo cuando estaba con un hombre que me inspiraba simpatía o cuando me daba lástima y tenía algunos clientes agradables. A veces era a través de ellos que intentaba averiguar qué pensaba el mundo en general. Había un hombre solitario que venía a visitarme y se pasaba horas sentado a mi lado hablando de sus galgos. Formaba parte de un triángulo amoroso y su mujer y su amante eran muy buenas amigas. Tenía hijos con las dos, y la amante, que era viuda, tenía más hijos. Todos vivían en la misma casa, una enorme casa en Picadilly, y tanto él como ellos eran bien recibidos en todas partes y muy respetados. Entonces, ¿cuál es la verdad que está detrás de las protestas en contra del adulterio? ¿Es todo una hipocresía? Todavía estoy desconcertada. Es cierto que cuando estaba vestido era importante porque llevaba una banda azul, la banda de la orden de Garter, ¿verdad? Así que quizá…
Ambos levantaron la cabeza al oír un disparo.
—Creo que se acercan Martin y el doctor Falconer —dijo Stephen.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Clarissa—. Espero que no vengan por aquí. Me ha gustado mucho hablar con usted y sería una lástima estropearlo todo con simples «¿Cómo está?». ¡Qué carga le he echado encima haciéndole estas confidencias! Por poco sigo hablando hasta la puesta de sol. Tal vez deberíamos regresar a la fragata.
—Si me da los zapatos, los meteré en el morral. No puede usarlos con esa ampolla.
Mientras caminaban en dirección al mar, hablaron en general de quienes vivían en un burdel y sus costumbres y del comportamiento unas veces curioso y otras conmovedor de sus clientes. Y al cabo de un rato Stephen dijo:
—¿Por casualidad conoció a dos hombres que solían estar juntos, uno llamado Ledward y el otro Wray?
—¡Oh, sí! Sus nombres aparecían muchas veces en mis libros. Iban sobre todo a la parte de los chicos y sólo solicitaban chicas para algo muy especial, con cadenas y látigos, ¿sabe? Pero no eran amigos suyos, ¿verdad?
—No, señora.
—Sin embargo, conocían a algunas personas muy agradables. Recuerdo a un hombre muy importante que solía tomar parte en sus fiestas más curiosas. También llevaba la cinta azul. Pero fingía en público que no les conocía. Le vi dos veces pasar junto a ellos en la calle Saint James y dos veces en Ranelagh, y a pesar de que él era un duque, sólo intercambiaron una leve inclinación de cabeza, no se quitaron el sombrero.
—¿Por casualidad cojeaba?
—Ligeramente. Y llevaba puesta una bota para disimularlo. ¿Dios mío, qué ronca estoy! ¡Me he puesto ronca de tanto hablar! Espero no haber sido indiscreta además de aburrida. Le agradezco que haya tenido la amabilidad de escucharme, pero me parece que le he arrumado el día.
A Stephen Maturin, por ser un agente de los servicios secretos navales, desde hacía muchos años la habían afectado, preocupado e irritado las actividades de los admiradores de Napoleón que, desde sus puestos importantes en la administración inglesa, pasaban la valiosa información que tenían a Francia. Puesto que los mensajes generalmente contenían datos del movimiento de barcos, eso había tenido como consecuencia la pérdida de muchos navíos de guerra, el fracaso de ataques cuyo éxito dependía del factor sorpresa, la intercepción de convoyes, cuyo resultado era a veces la captura de la mitad de los mercantes, y (lo que más dolía a Stephen y a su jefe, sir Joseph Blaine), la captura de agentes secretos británicos en todos los desafortunados países que formaban parte del despreciable imperio de Bonaparte.
Con la ayuda de un hombre que pertenecía a los servicios secretos franceses y estaba cansado de su trabajo y temía que iban a traicionarle, Stephen y sir Joseph habían descubierto la identidad de dos de esos traidores: Andrew Wray, vicesecretario interino del Almirantazgo, y su amigo Ledward, un importante funcionario del Ministerio de Hacienda. Pero como el arresto se había intentado hacer con torpeza y la persecución no se había llevado a cabo con suficiente celo, habían escapado a Francia.
Obviamente, estaban protegidos por alguien que ocupaba un cargo mucho más alto y pensaba como ellos. Stephen se había encontrado con Ledward y Wray en Pulo Prabang, adonde ambos fueron como miembros de una delegación cuyo objetivo era establecer una alianza entre el sultán y Francia, mientras que él formaba parte de una delegación con el propósito opuesto. Y finalmente los había diseccionado. Pero aún no habían desenmascarado a su protector o, posiblemente, protectores, y después de una discreta pausa, el flujo de información había empezado otra vez, y aunque tenía menor amplitud y ya no se restringía al terreno naval, era igualmente perjudicial.
Se sentó en su escritorio en la gran cabina, el único lugar donde podía tener convenientemente esparcidos los cuadernos con las claves, los despachos y la carta.
Entonces, en la clave mejor conocida, la clave que ambos sabían de memoria, escribió:
Mi estimado Sir Joseph:
Deseo vehementemente que esta carta, la primera que le escribo, le llegue a través del ballenero Daisy, que zarpará rumbo a Sidney, y del modo más rápido (tal vez hasta la India y luego por tierra) que el gobernador tenga a su disposición. Creo que nos hemos beneficiado de una probabilidad entre un millón. Por favor, piense en un duque bien situado en la corte que sea miembro de la orden de Garter, cojo, y con extrañas costumbres…
—¡Pase!
—Llaman a todos los tripulantes, señor, con su permiso —dijo Killick.
—Presenta mis respetos al capitán y pídele que me disculpe —ordenó, lanzándole una mirada amenazadora.
Llamaban a todos los tripulantes, naturalmente, pues ésa era la llamada que había oído minutos antes.
… con extrañas costumbres. Antes de convertirse en duque, de trabajar para el gobierno, de llegar a ser consejero privado y de recibir la orden de Garter, le vi en casa de los Holland…
—¡Pase!
Eran las niñas, que le sonrieron y le hicieron una respetuosa inclinación de cabeza. Llevaban amplios vestidos con lazos en las mangas.
—Nos dijo que quería vernos cuando estuviéramos listas —dijo Sarah.
—Y estáis muy guapas —dijo Stephen—. Daos la vuelta, ¿queréis?
Las dos dieron una vuelta despacio, con los brazos muy separados de las rígidas faldas.
—Éstos son los vestidos más elegantes del mundo, sin duda. Pero, Emily, cariño, ¿qué tienes en la mejilla?
—Nada —respondió Emily, palideciendo.
—Escúpelo, escúpelo ahora mismo. ¿Quieres avergonzarnos a todos masticando tabaco delante del mismísimo rey de Tonga?
Entonces acercó una papelera, y Emily, con desgana y muy despacio, escupió la mascada de tabaco.
—¡Muy bien, muy bien! —exclamó, y les dio un beso—. Sacúdanse la nariz y váyanse corriendo porque no deben hacer esperar al señor Martin. No hay ni un minuto que perder.
—Usted vendrá también, señor, si puede, ¿verdad? —preguntó Sarah.
«…Le vi en la casa de los Holland…»
En ese momento se echó hacia atrás para ver mejor el panorama y oyó a Jack, que, en un mundo diferente, se dirigía a los marineros que abarrotaban la cubierta. En el lado de estribor se encontraban los que se iban de permiso, a quienes después de un día de duro trabajo aún les quedaban el tiempo y la energía suficientes para ponerse la ropa de bajar a tierra: chaquetas azul claro con botones dorados, camisas bordadas, sombreros de ala ancha con cintas y zapatos con lazos; en el de babor, se encontraban los que se habían pasado la noche anterior divirtiéndose, que estaban extenuados porque, además, habían pasado un duro día. Los que iban a bajar a tierra (ya las hogueras para la fiesta estaban encendidas) tenían muchas ganas de que el capitán acabara y se movían nerviosos en sus puestos, de tal manera que los clavos, pernos y trozos de hierro que habían robado para intercambiarlos por otras cosas producían un sonido metálico donde estaban escondidos.
—Repito, compañeros de tripulación: zarparemos cuando empiece a bajar la marea —dijo Jack con voz alta y clara—. Todos los marineros tendrán que volver a las lanchas en el momento en que aparezca la segunda señal luminosa. Tendrán cinco minutos después de la primera para prepararse para irse. Y no podrán traer a ninguna mujer a bordo. A ninguna mujer, ¿me han oído?