Clemencia (14 page)

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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

BOOK: Clemencia
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— Doctor —me dijo— vengo a inferir a usted una molestia. Tengo que arreglar un asunto de honor con el comandante Flores, que me ha insultado anoche. No he creído conveniente encargar el arreglo de este negocio a ninguno de mis capitanes, y suplico a usted que me sirva de testigo. Entre usted y yo no han mediado relaciones de amistad; pero creo que no rehusará usted prestarme este servicio de caballeros.

— No tengo inconveniente —respondí—; estoy a la disposición de usted.

Contóme entonces el lance de la noche anterior, y me dio sus instrucciones. Quería batirse el mismo día, y escogía como arma la espada. Era un duelo a muerte.

Fui a ver a Flores, recibióme con arrogancia, designó como su testigo a un amigo suyo de Guadalajara, a quien citó para una hora después.

— No habrá dificultad ninguna —me dijo— dentro de tres horas Valle estará complacido.

Me despedí inmediatamente y fui a dar aviso a Fernando del pronto arreglo de aquel negocio; pero aún estaba hablando con él cuando un ayudante vino a llamarle de parte del coronel, y con urgencia. Encontró a su jefe indignado.

— Sé que ha desafiado usted a muerte al comandante Flores, por yo no sé qué palabras le dijo a usted anoche en el baile.

— ¿Él se lo ha dicho a usted, mi coronel?

— Él me lo ha dicho.

— Pues bien, es cierto; me ha ofendido gravemente, y yo he creído conveniente reparar este agravio retándole. Sería yo un hombre despreciable si no lo hiciese así.

— Y ¿usted no sabe que nuestras leyes militares prohíben bajo severísimas penas el duelo? ¿Usted no sabe que va a hacerse reo de un delito grave, y que yo estoy resuelto a imponer a usted un castigo terrible si insiste en su propósito? Caballero, yo no permito en mi cuerpo, ni menos en estas circunstancias, semejantes lances de espadachines; yo haré fusilar, conforme a Ordenanza, al que intente siquiera, estando como estamos, frente al enemigo, promover duelos por cualquier motivo. ¿Es usted valiente? ¿Está usted ofendido? Pues tiempo hay para probar su valor combatiendo por su patria y para lavar su ofensa, procurando en el primer combate portarse mejor que la persona que le insultó. Un militar no se pertenece, su vida es de la patria, y arriesgarla en otra cosa que en su defensa, es traicionar a sus banderas. ¡Habríamos de dar el escándalo de un desafío delante de los franceses! Batallas son las que debe usted desear y no lances de honor; matando o muriendo usted, quedaría deshonrado en un desafío personal. El comandante Flores ha probado su temple de alma en los combates, no necesita dar nuevas pruebas de ello, y en cuanto a la ofensa que haya podido inferir a usted, él le invitará, llegado el caso, a avanzar sobre el enemigo, y entonces el que se quede atrás será el que tenga que confesarse vencido. Así deben hacerse los desafíos en tiempo de guerra, y no exponiendo a la vergüenza a su cuerpo y a los jefes con reyertas personales, estériles para la causa que defendemos y criminales a los ojos de la sociedad. He ordenado a Flores que no acepte el reto de usted, y si tanto él como usted intentan llevarle a cabo a pesar de mis órdenes, el general tendrá conocimiento de ello, y yo ofrezco a ustedes que los haré fusilar. Así es que usted prescinde de su propósito, retira usted toda indicación y dentro de pocos días yo proporcionaré a ustedes una liza más noble, más honrosa; y como es preciso castigar a usted por este conato de infracción del Código Militar, usted permanecerá arrestado hasta que salgamos de Guadalajara, que será bien pronto.

— Está bien, mi coronel —contestó Valle, comprendiendo que su jefe tenía razón en todo; pero indignándose interiormente de que Enrique hubiera corrido a denunciar al coronel aquella ocurrencia.

El razonamiento del jefe era enteramente justo; pero la cólera hervía aún en el pecho del joven ofendido, y aquel desprecio lanzado por su enemigo delante de Clemencia le manchaba el rostro como un bofetón o un latigazo. Algo hubiera dado por no pertenecer al ejército o por hallarse lejos de la guerra y frente a frente de un rival tan soberbio como insolente.

El duelo no se llevó a cabo, y Valle se desesperaba pensando que Clemencia supondría que él se había resignado a sufrir en silencio la atroz injuria que había recibido en presencia de ella.

— Doctor —me dijo, llorando de desesperación— no me queda más recurso que el suicidio.

— El suicidio sería peor, amigo mío —le respondí— y me asombro de que usted, regularmente tan juicioso, no pueda dominar ahora ese sentimiento de cólera pueril. Realmente el coronel tiene razón; un desafío cuando los franceses van a llegar, sería inexcusable. La espada de usted no debe cruzarse sino con la de los enemigos de la patria. En el primer combate usted se cubrirá de gloria o morirá, y de una u otra manera quedará bien puesto a los ojos de su rival y los de esa señorita, que sería la primera en censurar a usted una querella personal en los momentos mismos en que el enemigo se presenta frente a nosotros. ¡Qué duelo, ni qué suicidio! El combate mañana, y olvidemos hoy esas miserias de salón que sólo pueden afectar a quien, llevando una vida ociosa, no tiene otro campo más hermoso en qué demostrar el temple de una alma altiva y honrada.

Logré por fin convencer a Valle, que se resignó a callar y sufrir, con la esperanza de hacerse matar en el primer encuentro. Entre tanto permaneció arrestado y no volvió a ver a nadie en Guadalajara, encerrado como estaba en su alojamiento, en donde pasó todavía unos seis días de tormento y de impaciencia.

Por fin se dio la orden de marcha y el cuerpo salió de Guadalajara con dirección a Sayula. Esto sucedió el día 2 de enero de 1864. El día 1°, y cuando se hacían los aprestos de marcha, el coronel del cuerpo, en nombre del general Arteaga, puso en manos de Flores el despacho de teniente coronel, que el general en jefe del ejército acababa de enviarle, por recomendaciones de buenos amigos que el comandante tenía en el cuartel general.

XXV. El carruaje

Era el 5 de enero de 1864, y ya avanzada la noche, que estaba fría y nebulosa.

Un carruaje tirado por seis mulas caminaba con toda la ligereza posible con dirección al pueblo de Zacoalco, distante todavía como unas cuatro leguas.

En pos de él seguían un caballero y seis u ocho criados, uno conduciendo tiros de refresco y otros algunas mulas cargadas de petacas y colchones. Evidentemente en el coche debía ir una familia principal.

Ya he dicho que ese mismo día cinco ocuparon los franceses, mandados por el general Bazaine, a Guadalajara. Arteaga la había evacuado el tres con sus tropas.

A la aproximación de las fuerzas invasoras, varias familias, no pudiendo soportar la idea de recibir a los enemigos de la patria, se apresuraron a salir y tomaron todas ellas el camino de Zapotlán para dirigirse a Colima, punto que estaba enteramente a cubierto, por entonces, por la línea de defensa que había establecido el general Uraga en las Barrancas.

El camino de Guadalajara a Sayula por tal motivo había estado frecuentado por los emigrantes desde el día tres, pero ya el cinco lo estuvo sólo por algunos rezagados que habían salido de la ciudad pocas horas antes de que llegaran a ella las columnas francesas.

A este número pertenecía probablemente la familia que venía en el carruaje, pues todo indicaba que había hecho una jornada larga y penosa. Las mulas parecían fatigadas, el coche maltratado, y los mozos caminaban cabizbajos y taciturnos, señal del fastidio que les había producido una caminata poco común.

De repente, en un recodo del camino el carruaje se detuvo como por un obstáculo, las mulas desfallecían, pero el conductor les aplicó latigazos tan vigorosos que los pobres animales hicieron un esfuerzo supremo y partieron con tanta fuerza que el carruaje, después de haber dado un gran salto, volcó, cayendo sobre uno de sus costados.

Las personas que iban en él dieron un grito espantoso, al que respondió el caballero que venía detrás y que se apeó en el acto del magnífico caballo que montaba y corrió a donde el carruaje yacía arrojado y en el peligro de ser arrastrado por las mulas, que sin ser contenidas más que por el postillón, se espantaban y querían continuar su carrera.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritaba el caballero, lleno de angustia.

— No hay cuidado, papá, nada nos ha sucedido —gritó una voz ligeramente alterada por el susto.

— ¡Clemencia, hija mía! ¿Y tu mamá, y tus amigas?

Ya comprenderán ustedes que las familias que iban allí eran las de Clemencia e Isabel.

Por fortuna tanto estas jóvenes como las señoras no tuvieron novedad, y si no fue un desmayo que sufrió Isabel, a causa del terror, no tuvieron que lamentar sino pequeñas contusiones.

Por lo demás, el carruaje tenía hecha pedazos completamente una de sus ruedas que, detenida en un hoyo, obstáculo que detuvo el carruaje momentos antes, se había roto al tirar las mulas apuradas por los latigazos del cochero.

Un instante después y con el auxilio de los criados las jóvenes fueron transportadas a orillas del camino. Isabel volvió en sí en los brazos de Mariana, que no perdía su presencia de espíritu; el carruaje fue levantado, y sólo afligió a la familia la dificultad de su situación.

En efecto, era imposible continuar el camino, inutilizado como estaba el carruaje. El cochero manifestó la imposibilidad de componer la rueda rota, y los mozos añadieron lo que el caballero sabía: que no había cerca ningún pueblecito, ninguna hacienda adonde refugiarse esa noche, o de donde traer un carruaje nuevo. Zacoalco estaba todavía a cuatro leguas, y era improbable que allí pudiese conseguirse un coche. Era, pues, preciso pedirlo a Sayula, adonde el general Arteaga había llegado, o resignarse a hacer la caminata en los caballos de los mozos, mientras que éstos seguían a pie.

Pero las señoras se juzgaron incapaces de montar a caballo, y además los golpes que habían recibido, aunque pequeños relativamente, les hacían sufrir bastante para que pudiesen caminar a caballo por espacio de cuatro leguas. ¿Qué hacer entonces?

— Si me hubieses escuchado, Clemencia —decía el caballero con vivas muestras de pesar— nos habríamos quedado en Santa Ana, habríamos tenido un buen alojamiento y nos habríamos ahorrado esta desgracia.

— Es muy cierto, papá —respondió la joven— pero la consideración de que los franceses podían seguirnos y de que tal vez nos íbamos a ver envueltos en mayores dificultades, estando los republicanos cerca, me hacía impacientarme. Prefiero, a no ser por los trabajos que hago pasar a ustedes, todo esto a quedarme cerca de Guadalajara.

— De veras que admiro tu patriotismo, hija mía; no te juzgaba capaz de tamaña exaltación.

— Papá —replicó la niña— a usted debo todas mis ideas y el odio que tengo a los enemigos de México.

— Algo se mezcla el amor en tu patriotismo, según presumo; pero no lo tengo a mal, y sólo siento que no podamos salir de este atolladero.

— Señor —dijo uno de los mozos— si quiere su merced echaré a correr a Zacoalco, y puede ser que encuentre otro coche, o por lo menos un carpintero que en un momento componga la rueda. Estaré allá a las dos de la mañana y aquí de vuelta poco antes de amanecer, y podremos continuar.

— Bien, vete —dijo el caballero— mira que tú eres nuestra esperanza.

— Pierda cuidado mi amo —contestó el mozo metiendo espuelas a su caballo y alejándose con dirección a Zacoalco.

Entretanto los criados improvisaron allí una especie de tienda, y con auxilio de las hachas que llevaban a prevención armaron los catres de camino para las señoras, que se recostaron en ellos y durmieron mientras que el padre de Clemencia y sus servidores permanecieron en vela, perfectamente armados y dispuestos a defenderse, pues no era nada difícil que por aquel camino, entonces desierto y abandonado de toda especie de tropas, cruzasen algunas bandas de las que siguen por lo regular a un ejército en retirada, o de las que se aprovechan de una situación como aquella para desvalijar a los transeúntes.

Dejemos al respetable y patriota comerciante sentado en una petaca, con una mano en la mejilla y la otra en un soberbio rifle de seis tiros y sigamos al postillón que corre a escape por el camino de Zacoalco.

XXVI. Bien por mal

A dos leguas de este pueblo el mozo escuchó el ruido sordo de una tropa de caballería que se acercaba.

Poco después fue más distinto el ruido, y a él se mezclaba el que hacen al chocarse los sables. No había duda, era una tropa la que venía. La noche estaba oscura y corría un viento glacial.

De repente el postillón se vio obligado a detenerse en su carrera; le habían dado el
¿Quién vive?
y una patrulla, que venía a la vanguardia de la tropa, había hecho alto cerca de él.

— ¡Libertad! —respondió resueltamente el mozo.

— ¿Qué gente?

— ¡Paisano!

— ¡Alto ahí! —le gritó un sargento, y se avanzó a su encuentro.

— ¿Correo? —le preguntó.

— No, señor; soy el mozo de una familia que se ha quedado atrás porque el coche en que venía se rompió, y voy a Zacoalco a ver si consigo otro.

— Llévele este hombre al jefe —dijo el sargento— y para que lo reconozca y le pregunte.

El soldado obedeció y se llevó al mozo hasta encontrar al jefe que venía a la cabeza de su columna.

Componíase ésta de doscientos carabineros, y tan luego como el jefe advirtió que su descubierta había hecho alto y que avanzaban hacia él dos hombres, mandó hacer alto también a la columna y se adelantó para saber qué era aquello.

— Mi comandante —dijo el soldado— el sargento me manda que presente a usted este hombre que acabamos de encontrar y que venía a galope.

— ¿Quién es usted, amigo? —preguntó el comandante alzando un poco su capuchón para examinarle.

— Señor —respondió el criado— soy un postillón, y me adelanto a Zacoalco para buscar un carruaje o un carpintero, porque el coche en que venía mi amo el señor R... de Guadalajara se ha hecho pedazos a cuatro leguas de aquí, y allí está toda la familia parada en el camino.

— ¿El señor R...? —preguntó con interés el comandante.

— Sí, señor, él mismo con su señora, su niña y otras dos señoritas que le acompañan, y además los criados de la casa con los equipajes.

— ¿Salieron ustedes hoy de Guadalajara?

— Sí, jefe, salimos hoy temprano, porque los franceses debían llegar en la mañana y mi amo no quiso aguardarlos.

— De modo que los franceses están hoy en Guadalajara.

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