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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (22 page)

BOOK: Col recalentada
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«Eso está bien. Me alegro de que sea… positivo, ¿sabes cómo te digo? Me alegro de haber hecho algo positivo por ti, tío. A ver, eso es lo único que quiero hacer en la vida, tío, difundir vibraciones positivas. Ésa es mi única ambición. ¿Y qué hago? Hacerle daño a un amigo. Yo no soy así, Vic, sabes que yo no soy así.» Gavin sacudió la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas.

«Lo sé, Gav. Oye, Gav…, el amor, tío, ésa es la clave, coño.» Victor le tendió la mano y Gavin se la estrechó, antes de cogerla y abrírsela, recorriendo con el dedo índice la larga raya de la vida que contenía la palma de Victor. «A ver qué quiere hacer ella, dejemos que el amor decida», le instó Victor.

Gavin miró las pupilas claras y dilatadas de Victor. Tenía un alma pura, no tenía duplicidad alguna. «Hagámoslo», cuchicheó antes de volver a abrazarle.

«Muy bien», dijo Victor con una sonrisa de oreja a oreja.

«Los despojos de la victoria son para el vencedor», dijo Gavin con grandilocuencia, antes de echarse a reír. «¡No, habría que decir para el Gavin!
[24]
Es broma…, ¡qué gane el mejor!»

Brindaron.

Sarah estaba en la silla del doctor Ormiston. Él la miraba desde arriba, mientras ella miraba el techo ansiosamente. Era una muchacha muy atractiva, de eso no había duda, con aquellas largas piernas y esa minifalda, y las manos plegadas sobre lo que parecía un pecho muy bonito, y aquel cabello castaño que, apartado de su rostro, caía en cascada sobre el reposacabezas de su silla. Sí, concluyó, comprendía el porqué de tanto alboroto entre aquellos dos jóvenes machos. Notó cierta agitación cuando captó su aroma. No había nada como la suculenta carne de una mujer joven, pensó mientras se relamía. «Abra un poquito más», dijo entre jadeos mientras le daba un vuelco el corazón y se le ponía dura la polla.

No tenía taladro, pensaba ella, menos mal que no tenía taladro, joder. Pero tenía bisturí, y había que ver el ruido que hacía; picando, pinchando, desgarrando y serrando sus carnes. No notaba el daño, pero lo oía.

Una boca preciosa. Cuando veía a una mujer lo primero en lo que Ormiston se fijaba era en su boca. Labios carnosos, dientes fuertes y blancos. Cierta desidia interior, sin embargo. Una lástima. Una mujer como ésta debería usar seda dental.

Sarah se fijó en los ojos del dentista, que eran de un azul eléctrico, y en los pelos blancos que poblaban su entrecejo. Parecía traspasarla con la mirada, como ningún otro hombre lo había hecho compartiendo con ella una extraña intimidad. Veía su boca en el espejo. Pero no quería mirar la herida. Ni las tenazas, sobre todo las tenazas. Se le estaba clavando algo duro en el muslo. Quizá fuera uno de los apoyabrazos. El esfuerzo hacía respirar de forma entrecortada al dentista. Ormiston era su salvador. Ése era el hombre que la liberaría de aquel dolor repugnante y omnipresente. Aquel hombre, culto, hábil y, sí, también compasivo, ya que un hombre capaz de triunfar como dentista sin duda podría haber elegido un campo más lucrativo. ¿Cuánto ganaban? Aquel hombre eliminaría el dolor y todo volvería a ser como antes. Victor no haría nada. Gavin no podía hacer nada; pero aquel hombre le quitaría el dolor.

«Ahora tiene que salir.» Tiró y retorció, penetrando en la carne anestesiada del fondo de sus encías. Era una lástima perder las muelas del juicio, y Ormiston siempre lloraba lo que calificaba melancólicamente como la muerte de un diente, pero en este caso no había otra opción. La chica tenía demasiados dientes para el tamaño de su cabeza. Extraer las dos muelas del juicio de abajo era fundamental. Se inclinó un poco hacia ella y le apoyó la mano libre en la cadera. Ella se retorció un poco y él se disculpó: «Lo siento, necesitaba un punto de apoyo…»

El tubo de succión le extrajo la saliva de la boca. Ormiston llevó la mano libre hacia arriba y lo hizo girar lánguidamente dentro de la boca, metiéndolo en todas las cavidades, sorbiendo todos esos dulces, dulces jugos. Ay Dios, qué preciosidad de boca…, no podía dejar de imaginarse su lengua metida en ella; la lengua limpia, exploradora y precisa de un hombre que utilizaba todos los productos dentales de demostrada eficacia que había en el mercado en lugar de los meramente efectistas; bajó la mano, ¿y por qué se habría puesto esa falda? Sentía la piel de su muslo contra la mano, y los pelos de la misma se erizaron; ahora se imaginaba su mano entre sus piernas y los dedos metidos en sus braguitas de algodón y su coñito hambriento y húmedo devorándolos; un tirón más y el diente por fin se soltó, atrapado por las tenazas mientras él eyaculaba en los calzoncillos.

«Ha sido de lo más duro», dijo jadeando mientras la polla le chorreaba espasmódicamente. Le dio la espalda mientras su polla dolorida palpitaba y bombeaba esperma dentro de los pantalones de franela. «Ah…, una extracción satisfactoria…», dijo casi sin aliento e intentando recobrar la compostura.

Sarah se sentía incómoda y estuvo a punto de farfullar algo, pero él le dijo que guardara silencio. Se puso a trabajar sin descanso en el segundo diente y lo extrajo con más facilidad que el primero.

Ormiston puso gran cuidado en limpiar y cerrar las heridas. Ella tenía la boca insensibilizada y escupió el enjuague, pero se sentía tremendamente aliviada.

«Me pareció mejor sacar las dos a la vez para ahorrarle tener que volver a pasar por lo mismo dentro de poco», le explicó Ormiston.

«Gracias», dijo Sarah.

«Al contrario, ha sido un placer…, quiero decir, tiene usted unos dientes preciosos y debería utilizar la seda dental. Ahora que ya le he sacado las muelas del juicio, no deberían estar tan apretados. ¡Ahora ya no tiene excusa! ¡Use la seda!»

«Sí, así lo haré», le contestó ella.

«Tiene unos dientes preciosos», repitió Ormiston, estremeciéndose. «¡No es de extrañar que esos dos jóvenes se peleen por usted!»

Sarah se ruborizó y se sintió mal. Pero sólo se trataba de la forma de ser de aquel hombre. No era un guarro; era un profesional. Para él sólo era otra boca más.

En efecto, Ormiston era un profesional, y como tal no solía dejar que las consideraciones estéticas o sexuales prevalecieran sobre las económicas, así que se recompuso lo suficiente como para cobrarle a Sarah ciento veinte libras, por las que ella tuvo que extenderle un cheque.

«Me gustaría volver a verla dentro de quince días», dijo Ormiston con una sonrisa. «Por desgracia, como ha sido un servicio de urgencia, no tenemos recepcionista de guardia. Pero si me apunta su dirección y su número de teléfono, me encargaré de que le den hora.»

«Gracias», dijo Sarah. Incluso la pérdida del dinero era incapaz de hacer mella en su sensación de alivio. «Siento haberle sacado de casa en domingo; espero no haberle estropeado el día.»

«En absoluto, querida, en absoluto», dijo Ormiston con una sonrisa, fijándose en ella mientras se iba, tras lo cual frunció el ceño al pensar en el tedio embrutecedor de una tarde de domingo en familia en Raveslton Dykes. «Que les den», espetó en voz baja antes de marcharse al lavabo a asearse.

Sarah oyó que la llamaban por su nombre. Al otro lado de la calle vio a Victor y Gavin, en la puerta del pub. Se acercó a ellos. Ambos la miraban con ojos encendidos, pero parecían extrañamente en paz el uno con el otro.

«¿Cómo te ha ido?», preguntó Gavin. «¿Estás bien?»

«Mucho mejor, pero con la boca un poco dormida. Me ha sacado las muelas del juicio.»

«Entra y siéntate», imploró Victor.

Cuando Sarah entró en el bar y se sentó, Gavin la abrazó con pasión. A ella le resultó un poco extraño. A Gavin le sentó estupendamente estrecharla entre sus brazos, oler su cabello y su perfume, y notar su calor. Entonces vio a Victor por el rabillo del ojo y se sintió mal por excluirle. Así que tiró de Victor y se dieron un abrazo en grupo que a Sarah, que estaba en medio, la hizo sentirse incómoda y cohibida.

«Sarah… Victor… Sarah… Victor…», gemía Gavin, besándoles en la cara por turnos.

Sarah miró al otro lado del pub al viejo con la pinta y, un tanto avergonzada, le sonrió benévolamente. Éste desvió la vista con gesto irascible. Entraron dos tíos jóvenes que echaron un vistazo, se encogieron de hombros y sonrieron.

«Sarah… Sarah… Sarah…», empezó Victor, recitando un mantra de tristeza, «ay, preciosa, cuánto lo siento. Soy un gilipollas, un gilipollas total.»

A Sarah se le antojaba una opinión difícil de refutar.

«Te quiero, Sarah. Estoy enamorado de ti», le farfulló Gavin en el otro oído.

Por unos breves instantes, a ella le pareció que aquella situación era como meterse un puñado de After Eights en la boca: su súbita dulzura te arrullaba hasta que el asco y la repugnancia te superaban. «¡Soltadme de una puta vez!», saltó, zafándose y mirando a las manos levantadas de Victor y los ojos tristes y desamparados de Gavin. «¡De qué vais! ¡Estáis hasta las cejas de éxtasis!»

«Te quiero, Sarah, lo digo en serio», dijo Gavin.

«Yo te quiero, pero creo que la cosa no funciona. Quiero que seas feliz y si este cabrón te hace más feliz que yo, pues es así y punto. Pero quiero que me lo cuentes. ¿Qué ha pasado, muñeca?»

El caso es que estaban invadiendo su espacio, como si fueran enredaderas enormes envolviéndola mientras el bajón se apoderaba de ella y sus nervios, destrozados e hipersensibles, se rebelasen contra sus insinuaciones. No lo pillaban; era como si no existiera por derecho propio, como si fuera algo por lo que luchar. Territorio. Tierra. Posesiones. Así era Victor. Clavado. Cómo la había follado cuando hicieron las paces después de que ella se fuera con aquel tío del Yip Yap: de forma dura, desenfrenada, en todos los orificios, como reclamando un territorio perdido, sin el menor rastro de ternura o sensualidad. Ella se había quedado allí tendida en el suelo, tratando de disimular las lágrimas que sabía que él había visto pero que no había reconocido. Se sentía azotada, castigada, utilizada; como si a fuerza de follar Victor hubiera intentado sacarle cualquier cosa que el otro tío hubiera podido dejar en ella. Y ésa sólo era la parte sexual. Ni de coña iba a convertirse otra vez en el blanco de la política de tierra quemada sexual y psicológica de Victor. Él y Gavin juntos, conchabados. Para empezar, conflicto territorial, pero ahora los hermanos fraternales se dan cuenta de que el asunto no se puede resolver por medios militares. Demos la vuelta a la mesa e intentemos llegar a un acuerdo. Lo único que se echaba en falta eran ella y su perspectiva.

No se trataba de a) Sarah deja a Victor y se enamora de Gavin y viven felices para siempre, o b) Sarah se folla a Gavin pero se da cuenta de su error y vuelve con Victor y viven felices para siempre. Era c) Sarah había dejado a Victor y se había follado a Gavin. Pretérito en ambos casos. Se acabó, muchachitos bobalicones, pero del todo, pareja de lamentables inútiles y egoístas creídos.

Se zafó de ellos, se levantó y sacudió la cabeza. Aquello era demasiado. Miró a Victor. «Tú eres un gilipollas, en eso llevas toda la razón. Déjame en paz de una puta vez. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? Y tú y yo», le bufó a Gavin, cuya mirada se había vuelto todavía más funesta, «echamos un puto polvo y punto. Si para ti fue algo más, me lo cuentas a
mí,
no a él, y no cuando vayas hasta arriba de productos químicos. ¡Y ahora iros los dos a tomar por culo y dejadme en paz!» Y se levantó y se dirigió a la puerta del pub.

«Te llamo esta noche…», dijo Gavin, y oyó cómo se le ponía voz de pito y la palabra «noche» se volvía ininteligible.

«¡Que te vayas a tomar por culo!», volvió a bufar Sarah desdeñosamente antes de salir por la puerta.

«Bueno», dijo Gavin, volviéndose hacia Victor con un deje de complacencia, «ahí lo tienes. Tú estás completamente fuera del cuadro, pero yo sigo dentro. Iré a verla cuando esté sobrio y la pondré al tanto.»

Victor sacudió la cabeza. «Tú no conoces a Sarah, ¿vale? Eso no es lo que he deducido yo en absoluto.»

Discutieron un rato, aderezando sus argumentos con apretones amistosos en la muñeca del otro para mantener la comunión.

En aquel momento entró en el pub un hombre al que ambos reconocieron. Era el dentista, el señor Ormiston. Pidió media pinta de
heavy,
y se sentó en una mesa próxima a leer
Scotland on Sunday.
Les vio por el rabillo del ojo. Gavin sonrió y Victor levantó su pinta. Ormiston les sonrió cansinamente. Eran los dos jóvenes machos. ¿Dónde estaba la chica?

«Siento el
Edinburgh,
[25]
colega», dijo Victor. «Seguro que te has quedado completamente a bolos, ¿no?»

«¿Disculpe?», preguntó Ormiston con expresión perpleja.

«Que no pretendía montarte ese follón en la consulta. Pero la has arreglado, ¿eh, colega?»

«Desde luego. Ha sido una extracción bastante desagradable pero muy rutinaria. Las muelas del juicio pueden ser bastante peliagudas, pero es el pan nuestro de cada día.»

Victor se acercó un poco más a Ormiston. «Vaya curro el tuyo, ¿no, colega? Yo no podría dedicarme a eso; mirarle la boca a la peña todo el día.» Se volvió hacia Gavin. «¡Yo no!»

Gavin miró al dentista con expresión pensativa. «Dicen que hace falta tanta formación para ser dentista como para ser médico. ¿Es cierto, amigo?»

«Pues la verdad es que sí», empezó Ormiston, con ese aire de autojustificación de los hombres que piensan que los legos tienen un concepto completamente erróneo de su profesión.

«¡Y una mierda!», le interrumpió Victor. «¡Iros a tomar por culo los dos! ¡Un dentista sólo tiene que ocuparse de la boca, mientras que los cabrones de los médicos tienen que ocuparse de todo el cuerpo! ¡A mí no me digáis que a un dentista le hace falta tanta formación como a un médico!»

«No, que no es lo mismo, Victor. Según esa puta lógica, un veterinario necesitaría más formación que un médico, porque no sólo tienen que entender de seres humanos, sino de perros y gatos, y conejos y vacas…, la fisiología de un montón de animales diferentes.»

«¡Yo no he dicho eso!», insistió Victor, haciéndole a Gavin un gesto admonitorio con el dedo.

«Yo lo único que digo es que se trata de los mismos principios, coño. Eso es lo que estoy diciendo. Ocuparse de un animal entero exige más formación que ocuparse de sólo una parte. Eso es lo que estás diciendo, ¿no?»

«Sí», admitió Victor mientras Ormiston trataba de sumergirse de nuevo en el periódico.

«Así que, por la misma lógica, ocuparse de distintos animales exige más formación que ocuparse de uno solo, ¿no?»

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