Authors: Jack London
En realidad, el cachorrillo no era muy propenso a pensar, o al menos a aquel modo de pensar que es habitual en los hombres. Su cerebro prefería para él otros oscuros caminos. Y sin embargo, las conclusiones a que llegaba eran tan claras y terminantes como las de los hombres mismos. Practicaba el sistema de aceptar las cosas sin preguntar el porqué y para qué. Nunca le preocupó el averiguar la razón de que una cosa ocurriera. Con saber cómo ocurría le bastaba. Así, cuando se golpeó la nariz varias veces contra la pared del fondo de la cueva, dio por decidido que él no podía pasar a través de los muros y desaparecer. De la misma manera admitió, en cambio, que su padre podía hacerlo; pero sin que le atormentara el deseo de averiguar a qué se debía esta diferencia entre los dos. La lógica y la física no figuraban en el caudal de sus conocimientos.
Como la mayor parte de los seres salvajes, no tardó en padecer hambre. Llegó un tiempo en que no solo cesó el suministro de carne, sino que hasta ni de los pechos de su madre brotaba la leche. Al principio, los lobeznos se limitaban a gimotear, a quejarse; pero por lo general lo que hacían era dormir. Al cabo de poco tiempo se hallaban ya en un estado comatoso debido al hambre. Se acabaron las riñas, las rabietas y los intentos de gruñir; cesaron los conatos de acercarse al consabido muro blanco en busca de aventuras. Los lobatos dormían mientras la lucecilla de su vida temblaba y se extinguía.
El
Tuerto
estaba desesperado. Se dedicaba a batir el monte continuamente y en todas direcciones, durmiendo pocas veces en el cubil, en el que la desdicha y la tristeza imperaban ahora. Hasta la loba abandonó la camada saliendo en busca de carne. En los primeros días de la vida de sus hijos, el
Tuerto
había vuelto diversas veces al campamento indio para robar los conejos que caían en las trampas; pero con el deshielo, que dejó libres los arroyos, los indios habían levantado sus chozas, y aquel medio de procurarse provisiones se acabó para él.
Cuando el lobato gris pudo salir de aquel estado comatoso, volviendo a la vida y mostrando una vez más su interés por el muro de luz que tan lejano le parecía, se halló con que la población de aquel mundo suyo se había reducido mucho. Solo una hermana le quedaba. Los demás habían desaparecido.
Y cuando se encontró más fuerte, se vio obligado a jugar solo, porque la hermana no levantaba ya cabeza ni se movía. El cuerpecillo de él se iba redondeando con la carne que comía; pero para ella era ya demasiado tarde. No hacía más que dormir, convertida en débil esqueleto cubierto de piel, en que la llama de la vida ardía cada vez más baja hasta que al fin se apagó.
Luego llegó un día en que el lobato gris no vio más a su padre apareciendo o desapareciendo a través del muro de luz, ni echado, durmiendo en la entrada de la cueva. Ocurrió esto al final de una segunda temporada de hambre, menos dura que la primera. La loba sabía por qué razón no volvió más el
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, pero no existía medio de explicarle al cachorro lo que ella misma había visto. Cazando sola en busca de carne, en la parte superior de la bifurcación del arroyo en que vivía el lince, había seguido la pista reciente del
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, que solo databa del día anterior. Y allí, al final del rastro, lo halló, o mejor dicho, halló lo que de él quedaba. Se veían numerosas señales de batalla y de la retirada del lince a su cubil, no sin haber obtenido la victoria. Antes de marcharse, la loba había encontrado este cubil; pero por las señales comprendió que el lince estaba dentro y no se atrevió a aventurarse. Después de esto, cuando la loba cazaba, evitaba siempre aquella bifurcación izquierda del arroyo, porque sabía que en el cubil del lince había una camada de pequeñuelos, y que la madre era de genio feroz y una terrible luchadora. Para media docena de lobos no era nada el acorralar a uno de aquellos felinos hasta llegar a obligarlo a que se subiera a un árbol, furioso y con el pelo erizado; pero era muy distinto que un lobo solo tuviera que habérselas con él…, sobre todo sabiendo que tenía detrás a sus hijuelos hambrientos.
Pero la vida salvaje tiene sus exigencias, y la maternidad, siempre protectora allí y fuera de allí, también. Así, llegaría un tiempo en que la loba, sacrificándose por el cachorro gris, se arriesgaría a volver a aquel lugar donde entre las rocas tenía su cubil el lince, y desafiaría la ira del mismo.
La muralla del mundo
Al llegar la época en que su madre comenzó a dejar abandonada la cueva para ir de caza, el cachorro había ya aprendido la ley que le prohibía acercarse a la entrada. Fue su madre la que le enseñó esta ley por medio de hocicadas y zarpazos, pero también en él mismo se fue desarrollando el instinto del miedo. Nunca, en su breve vida en la covacha, había hallado nada que pudiera inspirárselo, y, sin embargo, lo sentía. Le fue transmitido sin duda por herencia de remotos antepasados como algo característico de miles y miles de vidas anteriores. Llegó a él directamente por el
Tuerto
y la loba; pero ellos, a su vez, lo obtuvieron de generaciones enteras de lobos, desaparecidas ya. ¡El miedo! El legado del desierto, al cual no hay animal que pueda sustraerse ni cambiarlo por la sopa boba de la domesticidad.
Así pues, el lobato conocía ya el miedo, aunque no supiera en qué consistía en esencia. Probablemente lo consideraba como una de las restricciones maternales de la vida. Porque de que estas existían sí que estaba enterado. El hambre era para él algo bien conocido, y cuando no podía satisfacerla, se hallaba ante una de esas restricciones. La dura obstrucción de las paredes en la cueva, el rápido golpecito de la nariz de su madre o el otro, más duro, con que lo aplastaba su pata contra el suelo; las hambres ya mencionadas, que fueron muchas, le habían convencido de que no todo era libertad en el mundo, de que la vida tenía sus limitaciones, y estas eran leyes. Al obedecerlas, uno quedaba indemne de todo daño y tendía a procurarse la felicidad.
Él no razonaba de este modo, que es el que suelen emplear los hombres. Se limitaba a clasificar las cosas en dos grupos: el de las que dañan y el de las que no. Y siguiendo tal clasificación, evitaba las primeras, que suponían limitaciones y restricciones a fin de gozar de las satisfacciones de la vida. Así ocurrió que, obedeciendo la ley dictada por su madre y la otra que es hija de aquella cosa innominada e inexplicable que es el miedo, se mantuvo apartado de la boca de la cueva. Continuaba siendo para él un surco de luz. Cuando se hallaba ausente su madre, dormía la mayor parte del tiempo, y durante los intervalos en que estaba despierto, se mantenía muy quieto y callado, suprimiendo el gimoteo que pugnaba en su garganta por hacer ruido.
Una vez, mientras estaba echado y despierto, oyó un raro sonido en el muro blanco. No sabía que era producido por un glotón que estaba fuera, en pie, temblando de miedo y audacia al mismo tiempo y olfateando para averiguar el contenido de la cueva. El cachorro sabía únicamente que el rumor producido era raro, algo que él no había clasificado aún y, por tanto, algo desconocido y terrible, porque lo desconocido era uno de los principales elementos que constituían el miedo.
Al lobezno se le erizó el pelo de la espalda, pero se mantuvo silencioso. ¿Cómo podía saber él que, ante aquello que estaba olfateando allá fuera, era muy justificado que sus pelos se erizaran? El hecho no era hijo de sus conocimientos, sino simplemente la visible expresión del terror que sentía y para cuya explicación no hallaba ningún antecedente en su vida.
Pero el miedo iba acompañado de otro instinto: tenía que esconderse. El cachorro estaba atemorizado, pero seguía inmóvil, sin producir el menor ruido, como si estuviera helado, petrificado, muerto según todas las apariencias. Cuando llegó su madre, gruñendo al olfatear las huellas del glotón, entró de un salto en la cueva, lo lamió y hociqueó con más vehemencia de lo acostumbrado y con mayor afecto. Y el lobezno comprendió entonces que, sin saber cómo, se había librado de un gran peligro.
Otras fuerzas operaban en el cachorro, y la mayor de ellas era el crecimiento. El instinto y la ley le exigían la obediencia. El crecimiento, por el contrario, lo impulsaba a desobedecer. Su madre y el miedo lo apartaban del muro blanco. Pero el crecimiento es la vida, y la vida está destinada a buscar siempre la luz. No había, pues, posibilidad de ponerle diques a aquella marea que iba subiendo… subiendo a cada bocado de carne que engullía, cada vez que respiraba. Al fin, un día, el miedo y la obediencia fueron barridos por la oleada invasora, y el cachorro se dirigió, tambaleándose y arrastrándose, hacia la entrada.
Al revés de lo que le ocurría con las demás paredes que le eran conocidas, aquella parecía retroceder a medida que él se acercaba. No encontró ninguna superficie dura que chocara con su tierna naricilla, que él iba adelantando en un tanteo constante. La sustancia de que estaba constituido el muro parecía tan penetrable y dócil como la luz, aunque a sus ojos tuviera aquello una apariencia dura. Así pues, entró en lo que antes no había sido para él más que una pared y se bañó en la sustancia que lo componía.
Era para desconcertar a cualquiera. Su cuerpo se arrastraba a través de algo sólido. Y a cada paso, la luz se hacía más clara. El miedo lo impulsó a retroceder; pero la otra fuerza, la que le daba su crecimiento, lo obligó a ir hacia delante. De pronto se halló en la boca misma de la cueva. Aquella pared dentro de la cual creía encontrarse saltó de pronto, ante sus ojos maravillados, a una distancia inconmensurable. La luz se había vuelto tan brillante que le impresionaba dolorosamente. Quedó deslumbrado. Al propio tiempo se sintió mareado por la tremenda extensión del espacio que tenía ante él. Automáticamente, su vista se iba adaptando a la claridad, iba enfocando los objetos que estaban a mayor distancia de la acostumbrada. Si al principio le pareció que la pared saltaba más allá de su campo visual, volvía ahora a verla, pero muy lejana. También había cambiado su aspecto. Ahora era un muro abigarrado, compuesto de árboles que bordeaban un arroyo, el opuesto monte que se elevaba por encima de los árboles y el cielo que dominaba el monte.
Se apoderó de él un miedo horrible. Aquello era una parte más de lo terriblemente desconocido. Se agachó en el borde mismo de la entrada y miró hacia el vasto mundo. Lo temía porque le era desconocido y, sin duda, hostil. Se le erizó el pelo de la espalda y encogió los labios débilmente en un conato de gruñido que él hubiera deseado que fuera feroz, aterrador. A pesar de su pequeñez y del temor que experimentaba aquel gruñido, constituía todo un reto y una amenaza al mundo.
No ocurrió nada. Siguió observando, y el mismo interés que puso en ello le hizo olvidarse de gruñir de nuevo. También se olvidó de todo temor. Aquella vez, la fuerza del crecimiento se había impuesto al miedo, convirtiéndose, al fin, en oscuridad. El cachorro comenzó a fijarse en todo lo que lo rodeaba: una parte del arroyo cuya corriente brillaba al sol; el pino tronchado por el viento que se mantenía aún al borde del ribazo mismo, que subía hasta donde él se hallaba y se interrumpía de pronto a medio metro de la boca de la cueva en que estaba agachado. Pero el lobezno gris siempre había vivido en suelo llano. Jamás sintió hasta entonces el dolor que produce una caída. Incluso ignoraba lo que podía ser. Así se atrevió a echar a andar dando un paso en el aire. Pero sus patas posteriores se apoyaban aún en la entrada de la covacha, y lo que hizo fue irse de cabeza hacia abajo. La tierra le dio tal golpe en el hocico que le arrancó un gruñido. Luego comenzó a rodar por el ribazo. El terror que se apoderó de él fue indescriptible. Al fin había caído en las garras de lo desconocido y allí se mantenía esperando aún daños más terribles. El poder del crecimiento había sido vencido esta vez por el miedo, y el lobato chilló y gimoteó, atemorizado como un cachorrillo recién nacido.
Bien diferente era su posición de aquella en la que, helado de terror, seguía agachado mientras lo desconocido lo acechaba de lejos. Ahora lo tenía ya cogido fuertemente. De nada le serviría guardar silencio. Por otra parte, lo que sentía no era ya simplemente el miedo de antes, sino verdadero horror convulsivo.
Pero el ribazo se había vuelto menos pendiente, y su base estaba cubierta de hierba. Disminuyó la velocidad de la caída. Cuando al fin el lobato se detuvo, lanzó un último aullido de agonía, al que siguió un largo y lloroso lamento. Además, y como la cosa más natural del mundo —durante su vida había procedido mil veces a otros tantos aseos semejantes—, comenzó a lamerse para quitarse de encima la arcilla seca que manchaba su piel.
Después se sentó sobre las patas posteriores y observó a su alrededor como lo hará el primer hombre que logre poner su pie sobre el planeta Marte. El cachorro acababa de atravesar la muralla del mundo, había escapado de las garras de lo desconocido y estaba completamente ileso. Pero el primer hombre que pise el planeta Marte no se hallará, sin duda, tan fuera de su centro como lo estaba él. Sin el menor conocimiento previo, sin saber que tal cosa podía existir, se halló de pronto convertido en el explorador de un mundo totalmente nuevo.
Ahora que lo desconocido, lo terriblemente desconocido, acababa de dejarlo libre, no se acordaba ya de los terrores pasados. No sentía más que una gran curiosidad hacia todas las cosas que lo rodeaban. Examinó la hierba que crecía a sus pies; el musgo que descubrió más allá; el seco tronco del pino tronchado que se elevaba al borde de un claro entre los árboles. Una ardilla que correteaba chocó con él y lo asustó. Se acurrucó enseguida y le gruñó. Pero la ardilla también recibió un susto considerable. Se subió al árbol inmediatamente y, desde aquella respetable distancia, le contestó furiosa.
Esto contribuyó a dar ánimos al lobezno, y aunque el pájaro carpintero que encontró luego no dejó de sobresaltarle, siguió confiadamente su camino. Tanta era su confianza, que al hallarse con otro pájaro de regular tamaño que tuvo el atrevimiento de acercarse a saltos, le echó la zarpa con ganas de jugar. El resultado fue un fuerte picotazo en la nariz que le hizo acurrucarse y chillar. El ruido produjo tal efecto en el pájaro, que levantó el vuelo huyendo del peligro.
El cachorro iba aprendiendo. Su inteligencia, envuelta aún en nieblas, había formado ya una clasificación inconsciente. Existían cosas de dos clases: unas vivas y otras que no lo estaban. También averiguó que tenía que andar ojo alerta con las cosas vivas. Las otras estaban siempre quietas en un mismo sitio; pero las vivas se movían, y nunca se tenía la seguridad de lo que harían. Lo que de ellas podía esperarse era precisamente lo inesperado, y era necesario estar prevenido.